“La tecnología nos ha quitado la capacidad de ser productores del significado del mundo”

Mónica Rikić

© Jordi Play

La obra de Mónica Rikić (Barcelona, 1986) propone una reflexión crítica de la tecnología a través de la creación de dispositivos electrónicos hechos a mano. Para comprender el mundo, Rikić necesita crearlo. Nos ha citado en su taller en BAU, Centro Universitario de Artes y Diseño de Barcelona, donde engendra obras que huyen de la visión más apocalíptica de la tecnología: la que asegura que los robots, una vez tengan conciencia, nos aniquilarán. Rikić imagina otras posibilidades, como una inteligencia artificial que sufre el síndrome de la impostora para acabar afrontando una crisis existencial. O unos bots que, en lugar de robar los datos para sustraernos el dinero o la identidad, se limitan a curiosear como lo haría cualquiera de nosotros.

¿Por qué tenemos esa mirada tan distópica respecto a la tecnología?

Diría que por desconocimiento. La tecnología nos ha quitado la capacidad de ser productores del significado del mundo, porque no controlamos los códigos con los que funciona. Nos ha hecho perezosos y solo la consumimos, pero no la creamos.

¿Qué te mueve como artista?

Para mí, hacer arte, y hacerlo a través de la tecnología, es intentar aportar mi propio significado al mundo.

¿De dónde viene este interés?

Yo nunca imaginé que acabaría creando arte, y menos con tecnología. Al principio, como a la mayoría, lo que me interesaba era lo artístico tradicional, pero una tía mía que vivía en Estados Unidos tenía un ordenador con conexión a internet. Cuando la visité, con 11 años, me quedé fascinada. Me pasaba horas y horas haciendo clic y saltando de página en página.

Entonces aquí todavía no había llegado internet…

Exacto, y de regreso de uno de estos viajes, mi madre decidió que compraríamos un ordenador, pero en lugar de comprarlo terminado, compramos las piezas para montarlo. A uno de mis primos, que era algo mayor que yo, le gustaba montar ordenadores y yo lo acompañaba a comprar las piezas en la calle de Sepúlveda, y me maravillaba cómo aquellos chips acababan creando las imágenes que veíamos en la pantalla.

¿De ahí surge tu interés por aprender a programar?

Eso llegó más tarde. En la facultad tuve una asignatura llamada Net Art, que precisamente unía lo que más me gustaba: la tecnología y el arte. Y fue entonces cuando me surgió el interés por aprender a programar y a crear mis propios mundos en torno a la tecnología. En un primer momento, no se trató de una elección conceptual, sino de lenguaje artístico. Me sentía cómoda expresándome de ese modo y, a lo largo de los años, la tecnología, como parte de la cultura, se ha convertido también en el centro de mi investigación conceptual.

¿Por qué introduces el juego en todas tus obras?

Por un lado, para mí era muy importante que la gente entendiera mis creaciones. Cuando trabajé en el Museu d’Art Contemporani de Barcelona, hace muchos años, veía que mucha gente no entendía lo que se exponía, y yo quería hacer una obra cercana. Fue determinante la lectura de La educación del des-artista, un libro de Allan Kaprow, considerado uno de los padres de la performance, en el que el autor defendía conceptos relacionados con el arte como un juego conceptual y la no distinción entre arte y vida.

¿Y por otro?

Por otro lado, uno de los primeros espacios donde el arte tecnológico fue aceptado fue el de los videojuegos experimentales. Cuando aquí, en Cataluña, a principios de los 2000 no se hablaba de arte digital más allá de las pantallas, había otros lugares, como la Universidad Concordia, en Montreal, donde tenían un departamento de investigación académica llamado Technoculture Arts and Games, que se basaba en los videojuegos experimentales. ´

Así que la comunidad gamer fue la primera en acoger tu práctica…

Sí, y eso también hizo que siguiera explorando la idea del juego, primero como lenguaje artístico y después como marco conceptual.

Cuéntanos alguna de tus creaciones.

Una pieza que es bastante fácil de entender y explica muy bien mi obra es Data gossiping robots, presentada en el marco de la Mobile Week Barcelona en 2019. Se trata de cuatro robots hechos a mano que caminan sobre unas cuerdas y hablan entre sí. Esta pieza explica muy bien cómo proyecto mi creación en una estructura de tres capas.

¿Cuáles son estas capas?

Hay una primera capa que es la lúdica. Tú ves la pieza y te atrae. Piensas: ¿y esto qué es? Son unos robots bonitos, en movimiento, con lucecitas, que hablan entre ellos… Tienes ganas de interactuar con ellos, lo que permite que la pieza sea accesible a públicos de edades diferentes. Esta capa es importante porque quiero captar la atención del espectador, y si alguien quiere quedarse aquí ya está bien, pero la idea es seguir profundizando.

¿Y después?

Luego toca preguntarse por qué hacen esto estos robots. Y yo digo que estos robots están curioseando. Es la parte conceptual. ¿Por qué siempre pensamos que los robots, si toman conciencia, nos van a destruir? Conceptualmente, exploro la posibilidad de que evolucionen como grupo a escala social y emocional, hasta el punto de que empiecen a utilizar el cotilleo como una herramienta de empatía, cooperación y reconocimiento de compañeros en el grupo, tal como lo hacemos los humanos.

¿Y la tercera capa?

La tercera capa es la geek. La tecnológica. A mí me gusta hacer todo lo que pueda con las manos, y con máquinas de fabricación digital, con impresoras 3D, láseres… Los robots los fabriqué yo, y también programé el código que, básicamente, bebe de datos de mis redes sociales. A partir de ahí, crean conversaciones con un sistema similar al que utiliza ChatGPT.

Existe una obra en la que planteas la posibilidad de que un robot tenga el síndrome del impostor.

Esa se llama La computadora que quería ser incomputable, que abre el debate sobre si la inteligencia artificial puede ser creativa o no. Representa una pequeña máquina inteligente, expuesta como obra de arte, pero frustrada por la imposibilidad de ser arte, porque es una máquina. Pertenece a lo computable, mientras que el arte corresponde a lo que no es computable. Así que la máquina tiene el síndrome de la impostora.

Existía la posibilidad de matar a la máquina.

Sí, porque la gracia de esta obra es que es un soft-robot que va respirando, y, cuando los espectadores se acercan a ella, se queja y dice que no quiere estar en esa vitrina, que no quiere ser admirada y, entonces, el público puede matarla para acabar con su sufrimiento, por pura empatía, aunque luego revive. A mí esto me sirve para reflexionar sobre las atribuciones con las que dotamos a las máquinas: si crees que puedes matarla, es porque la has definido como viva previamente.

Interesante.

La conciencia de las máquinas no depende del desarrollo tecnológico, sino de una atribución cultural y filosófica que hacemos los humanos, que les atribuimos la idea de que están vivas o no.

Existe otra obra que sufre una crisis existencial.

Se llama New Home of Mind y forma parte de la New Art Foundation, que se encuentra en Reus y que es la mayor colección de arte digital del sur de Europa. Lo que planteo es que, si los robots adquieren conciencia de sí mismos, encontraremos agentes artificiales con crisis existenciales, ya que han sido moldeados a imagen y semejanza de la mente humana, aunque su forma de existencia es distinta.

O sea, ¿te planteas si los robots, a raíz de esta confusión de identidad, podrían generar trastornos como la ansiedad o la depresión?

Sí, y de ahí salto hacia la espiritualidad artificial, y la posibilidad de que las máquinas conscientes experimenten una necesidad similar a la de la espiritualidad humana.

¿Te parece acertado el concepto de inteligencia artificial?

Yo lo llamaría sistemas cognitivos artificiales, porque hablar de inteligencia significa que asumimos que podemos definir la inteligencia de una forma universal y única, y, además, computable, como para poder trasladarla a una máquina.

¿Y por qué crees que tenemos ese interés por encontrar esa superinteligencia artificial?

En el fondo se trata de una necesidad muy lícita y comprensible de llegar a entender al ser humano a través de la ciencia y la tecnología. Además, la metáfora de la inteligencia artificial es muy interesante, porque inicialmente sirvió para comprender algo que no conocíamos, como una máquina o un algoritmo, comparándolo con algo que sí conocemos: el cerebro humano. Pero ahora que ya sabemos qué es la máquina, la metáfora ha mutado y se ha convertido en mito: parece que lo que conocemos es la máquina y la utilizamos para describir la mente humana, que no llegamos a entender.

© Jordi Play © Jordi Play

¿Qué papel tiene la inteligencia artificial en la educación?

La llegada de ChatGPT a las aulas nos hace replantear el tipo de metodología que debemos utilizar para que los estudiantes aprendan cosas. Por ejemplo, ¿qué sentido tiene que aprendan a programar si ahora ya puede hacerlo la máquina? Pero resulta que antes de programar es necesario pensar qué instrucciones queremos dar a la máquina y cómo pensamos para comunicarnos con ella. Yo estoy usando técnicas que van desde el teatro hasta programar sin ordenadores para motivar a los estudiantes a aprender este pensamiento computacional. Quitar la tecnología para aprender tecnología creo que es muy interesante.

¿Programar con lápiz y papel?

Por ejemplo. Un ordenador te permite realizar una serie de funciones. Entonces, si quieres que haga un círculo, debes pensar en cómo decírselo, dónde quieres que esté, qué tamaño quieres que tenga, de qué color lo quieres… Estamos acostumbrados a hacerlo todo tan rápido que no nos detenemos a pensar. Ahora las evaluaciones se realizan por escrito, y estos sistemas como ChatGPT, que tienen acceso a mucha información, lo hacen muy bien. Por eso es necesario pensar cómo modificamos las prácticas educativas para que los estudiantes quieran aprender.

¿Se pueden aplicar estas prácticas en las escuelas?

Yo hablo desde mi experiencia en la educación superior, tanto en grado como en máster, pero no es lo mismo que en la educación secundaria, y sobre todo en las condiciones en las que muchas profesoras y profesores trabajan en la escuela pública, con ratios de estudiantes muy elevadas y en centros de alta complejidad.

¿Qué opinas del papel de las pantallas en la educación?

Hoy en día tenemos un problema con la capacidad de concentración, y de estar quieto y comprometido con una actividad repetitiva, y eso creo que está totalmente influido por cómo están diseñadas y funcionan las interfaces de las redes sociales. Yo misma me doy cuenta de que ya no utilizamos el cuerpo para aprender algo. Ya no escribimos a mano, ni procesamos la información como lo hacíamos antes.

El juego está presente en tus obras. ¿Lo introduces también en el aula?

Si bien es cierto que intento diseñar actividades más lúdicas, también lo es que, como profesores, no debemos ser entertainers. No debemos confundir la educación con el entretenimiento, ni los profesores con los juglares.

La cultura del esfuerzo tiene muy mala prensa.

Tampoco debe caerse en los extremos. No hace falta que ni el profesor ni el alumno se aburran en clase, pero en el caso concreto de la programación se deben dedicar muchas horas. Tienes que pasar tiempo con ello fuera del aula y nada sale a la primera, debes perseverar. El profesor puede aplicar una metodología más o menos lúdica, pero la parte de estudio no puede perderse.

En Cataluña existe un fuerte debate sobre la prohibición de los móviles en las escuelas.

Para mí, evitar las pantallas es igual de fácil que tenerlas siempre. Es decir, es evitar una realidad existente. Las pantallas estarán ahí cuando salgan de la escuela. El problema no está tanto en las pantallas como en las plataformas de redes sociales, diseñadas para secuestrarnos la atención.

Es un tema complejo.

Dicho esto, lo que sí tengo claro es que estos cambios no deben afrontarse desde casa o desde la escuela, sino que se trata de un tema político.

Con la toma de posesión de Donald Trump se ha hecho evidente.

Sí, hay unos intereses de las big tech para influir en la política, y debemos preguntarnos por qué están gobernando y qué intereses tienen. Lo que está clarísimo es que son herramientas de biopoder que quieren influir en nuestra forma de ver el mundo.

Pero la gente los elige libremente en las urnas…

Sin vivir allí es muy difícil entenderlo, pero tanto miedo que tenemos de los robots y, al final, detrás de cualquier tecnología siempre hay un humano. Como te decía al principio, el desconocimiento hacia la tecnología, debido a que solo la consumimos y no la producimos, hace que las narrativas distópicas sean las dominantes.

¿Conocer la tecnología permite que sea nuestra aliada?

Antes, la tecnología podíamos tocarla, podíamos interactuar con ella, pero ahora todo es inmediato y fácil. Desconocemos cómo funciona la máquina, y eso nos aleja de ella y hace que le tengamos miedo. Si la entendemos como parte de la cultura y algo que podemos construir, tanto en colectivo como individualmente, esta visión mejorará. De lo contrario, estará dominada por la narrativa imperante, en la que interesa que la desconozcamos o que le tengamos miedo para utilizarla como herramienta de control.

¿La tecnología nos aísla o nos une?

La tecnología nos conecta, pero que estemos conectados no significa que creemos significado conjuntamente. Es decir, en sí misma la tecnología no crea vínculos. Podemos estar conectados y aislados a la vez, y esto es lo que estamos viendo ahora. Pero siempre surgen formas de asociarse a través de las tecnologías. Al final, la necesidad de conexión del ser humano se impone.

¿En qué estás trabajando ahora?

Estoy inmersa en un proyecto para mejorar la aceptación social de la robótica asistencial gracias a una beca europea S+T+ARTS (Science, Technology & the Arts). Es una beca de investigación artística que he estado desarrollando con el Institut de Robòtica i Informàtica Industrial de la Facultad de Matemáticas y Estadística de la Universitat Politècnica de Catalunya y el CSIC, y que me ha permitido investigar cómo diseñamos y quién participa activamente en definir el futuro de los cuidados tecnológicos.

¿Alguna conclusión?

Aún es pronto para sacar conclusiones, pero quizá intentar mejorar la aceptación social de la tecnología sin antes abordar las condiciones laborales en el ámbito de la salud no tiene mucho sentido.

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