Las entrañas de la economía digital: entre el nuevo taylorismo y la disciplina social

Il·lustració © Maria Corte

El taylorismo digital cambia los procesos de producción (con el dato como materia prima) y las formas de explotación del trabajo impulsadas por el capitalismo digital. Pero es necesario romper con los monopolios del poder privado que se apropian de los datos y de los perfiles humanos para convertirlos en fuente de beneficios, y que acrecientan las desigualdades.

Nadie puede prefigurar los rasgos del sistema social y económico que definirá la postpandemia. Son demasiadas las incógnitas sobre la recuperación y demasiados los desequilibrios de deuda y desigualdad que va a dejar como herencia. Sin embargo, los impulsos hacia las transiciones verdes y digitales forman parte ya de un nuevo consenso en el que, además de las ONG y las fuerzas sociales, se encuentran cómodas las élites globales y los centros de pensamiento estratégico, junto a las grandes corporaciones tecnológicas y los antiguos oligopolios energéticos.

De alguna forma, los centros de poder asumen que las inmensas inyecciones de dinero público (que superan ya el 15% del PIB global) procedentes de los estados son una gran oportunidad para relanzar una nueva ola de acumulación de capital que permita superar los miedos a vivir una fase prolongada de “estancamiento secular”. Recordemos que ese concepto, recuperado en 2013 por el economista Larry Summers, preveía una década caracterizada por bajas tasas de inversión privada y escasas expectativas de ganancia. Con el estado asumiendo riesgos de emprendedor, el optimismo retorna a los centros de poder.

Existe consenso sobre la dirección del camino, la cuestión es quién lo hegemoniza. La clave de bóveda es cómo afecta al mercado de trabajo, o, mejor, cómo resuelve la depresión de la demanda agregada asociada a un consumo constreñido por las bajas remuneraciones y la depreciación del trabajo. Nos adentramos en una época apasionante que está siendo descrita de muchas formas, algunas más precisas que otras. Entender las tendencias de fondo es la única forma de embridarlas y darles la vuelta en sus aspectos más negativos.

Podemos definir el actual momento a partir del término economía de datos, pero, al hacerlo, neutralizamos y embellecemos los componentes sociales que traen consigo, al volcarlo todo en un cambio de la materia prima, el dato, presentada como un elemento abstracto desconectado del ciudadano-trabajador, como objeto de expropiación. Por otro lado, la denominación capitalismo de vigilancia utilizada por Shoshana Zuboff tiene la virtud de conectar el momento presente con un cambio en la lógica del poder, pero acaba poniendo el acento —en mi opinión, en exceso— sobre el consumidor, pasando por alto sus consecuencias sobre los procesos productivos y la explotación del trabajo. El concepto de nuevo taylorismo (o taylorismo digital) está más cerca de aunar ambas perspectivas, integrándolas en los cambios en los procesos productivos (con el dato como materia prima) y en las nuevas lógicas de explotación del trabajo impulsadas por el capitalismo digital.
 

Taylorismo: depreciación del trabajo y acumulación de capital

El taylorismo fue y es mucho más que un conjunto de técnicas productivas. Se trata de una auténtica filosofía que impulsa un modo de producción y unas relaciones sociales determinadas. Si hace cien años dio lugar al capitalismo fordista, hoy es el sustento del capitalismo digital. Si la sistematización de las tareas mecánicas mediante el análisis exhaustivo de sus secuencias y procesos permitió, a finales del siglo xix, optimizar la relación entre el obrero y las máquinas, ahora cualquier trabajo intelectual sujeto a rutinas está abierto a la automatización total o parcial.

Mientras las mejoras del taylorismo industrial facilitaban la revolución de los procesos simples in situ, el digital facilita la descomposición y deslocalización de tareas complejas en red. Las tareas intelectuales más diversas, como traducir un libro, impartir clases virtuales, interpretar un escrito legal o desarrollar la telemedicina, ahora se pueden descomponer y desgajar, de forma que sus partes más simples sean externalizadas a un robot o a subcontratas de bajo valor por todo el mundo. Ambos taylorismos acaban mostrando similares consecuencias sociales: un mayor control sobre los procesos productivos y los tiempos del trabajador, es decir, una mayor intensidad en la explotación del trabajo directamente conectada con una nueva ola de acumulación de capital.

Esa es la esencia del cambio actual. Nos enfrentamos a un nuevo salto cualitativo en la fragmentación de tareas y a la externalización y deslocalización productivas. Nuevas rutinas asumibles por aplicaciones digitales, bajo el paraguas de la inteligencia artificial, ejecutadas por personas aisladas pero conectadas desde fuera de los perímetros organizativos de las empresas, ubicadas en cualquier lugar, próximo o lejano: ese será el perfil dominante del nuevo sistema productivo.
 

Taylorismo: avances científicos y disciplina social

El aumento de la intensidad en la explotación del trabajo necesita ser explicado y justificado con argumentos científicos y morales. La desigualdad que generan los procesos de acumulación de capital necesita justificarse para hacerse tolerable.

Cuando Taylor afirma, a principios del siglo xx, que “la holgazanería constituye el más agudo de los males que afectan a los obreros de Inglaterra y de América”, o que “los aumentos de sueldo por encima de lo imprescindible acaban favoreciendo el alcoholismo y la disminución de la producción”, no está muy lejos de los argumentos empleados para justificar la eliminación de subsidios o de las declaraciones de los países del norte de Europa para descalificar a los ociosos del sur. De lo que se trata es de arropar y esconder convenientemente la voluntad de controlar y disciplinar al más pobre o al más débil y, como extensión, la de responsabilizar y culpabilizar a la gente de su situación.

Il·lustració © Maria Corte Ilustración © Maria Corte

Separados más de cien años, ambos taylorismos comparten también su vocación de presentarse como “impulsores del progreso y la libertad humana”. Si el taylorismo industrial introdujo hacia 1900 los sistemas de retribución variable y el pago de primas al rendimiento planteados como mecanismos de motivación, ahora el taylorismo digital introduce nuevas formas de retribución, como ocurre con los riders o con el pago por microtareas, que se venden como manifestación de la “libertad” del nuevo trabajador, cuando no son más que otra justificación de nuevas formas de dependencia humana.

Por lo mismo, es fundamental justificar los nuevos cambios con el prestigio de lo científico. Si el taylorismo industrial apeló a la “organización científica del trabajo” para maximizar la eficiencia de la mano de obra mediante el seguimiento detallado de los movimientos del trabajador en cada instante y el cronometraje de las operaciones, ahora el tratamiento de las rutinas cognitivas se asocia a nuevos avances científicos vinculados al “uso de algoritmos y la inteligencia artificial”.

La explotación del trabajo se hace más intensa mediante la trazabilidad del trabajador, considerado como mercancía, en todas sus variables esenciales. Hay instrumentos y aplicaciones que permiten acceder a buena parte de su histórico laboral (origen, formación, experiencias laborales, participación en conflictos, absentismo, incidencias...); hay aplicaciones que permiten rastrear su recorrido presente (dónde está en cada momento; cuánto tiempo ha dedicado al desplazamiento, a cada tarea y a descansos) o medir su contribución (la productividad minuto a minuto, indicadores de eficacia y calidad, evaluación de su trabajo...).

Lo excepcional del momento es que este capitalismo no agota la generación de excedentes en los procesos productivos, sino que los prolonga a cualquier momento de la vida humana mediante instrumentos que invaden su intimidad, diseñados para detectar los gustos e influir y condicionar sus comportamientos. Cualquier ciudadano que disponga de un dispositivo y navegue por internet es ya “un producto trazable”. Cualquier comentario en voz alta, cualquier búsqueda… identifican una necesidad que provocará que le aparezcan, desde ese momento, anuncios de manera insistente en cuantas noticias lea o webs visite. Le siguen al milímetro. Es la consecuencia de la llamada “publicidad programática”, que está basada en algoritmos que establecen coincidencias instantáneas que le reclaman la atención, esté donde esté y haga lo que haga.
 

Inteligencia artificial, empobrecimiento humano

El vocablo inteligencia artificial permite evocar los rasgos de una sociedad superior que entronca con la idea de la “sociedad del conocimiento”. Pero la realidad es que está asociada al empobrecimiento de amplias mayorías.

Los neoliberales propagaron el mito de que nos adentrábamos en un periodo histórico en el que la inversión en formación era la inversión más rentable para cualquier ciudadano. Tanto si hubiera nacido en California como en España o en Egipto, la formación entrañaría oportunidades universales de mejora y una creciente satisfacción en el empleo, similar a la que se asociaba al trabajo creativo de las clases medias tradicionales. Pero el mito se vino abajo. Dos son las manifestaciones más evidentes de ese fracaso: por un lado, el peso creciente del subempleo y la sobrecualificación de los profesionales; [1] por otro, la crisis de los créditos para financiar títulos universitarios, especialmente grave en Estados Unidos.[2]

[1] El Informe CYD 2017 (Fundación Ciencia y Desarrollo) establecía que en la Unión Europea el 23% de los graduados desempeñaban sus tareas en puestos de baja cualificación (un 37% en España), a lo que había que unir que otro 16% lo hacía a tiempo parcial.
[2] El aumento de la deuda estudiantil en Estados Unidos, que afecta a 45 millones de norteamericanos y asciende a 1,54 billones de euros, un 20% superior al PIB español, es el síntoma más evidente de que el mercado no valora la inversión en conocimiento (fuente: agencia Moody’s y Student Debt Crisis).

La realidad es que, en contra de lo que pronosticaba el mito de la sociedad del conocimiento, el sistema económico actual necesita, a nivel global, un volumen decreciente de conocimiento para producir bienes y servicios. O, con mas precisión, necesita menos conocimiento vivo, asociado al trabajo de los humanos, y lo suple con más conocimiento muerto, entendiendo por tal esa parte del saber que se condensa y cristaliza en aplicaciones y sistemas, o en robots e inteligencia artificial.

Dicho de otro modo, las tecnologías digitales permiten extraer una gran parte del conocimiento humano, entendido como cualidad del trabajo, y lo capitalizan en aplicaciones y sistemas, lo convierten en capital. El conocimiento humano sigue la misma lógica que el trabajo manual: acaba siendo sustituido por capital y alimentando la acumulación según una lógica, que Marx describió con una frase tan precisa como cruel: “El capital es trabajo muerto que, a manera de vampiro, necesita trabajo vivo para seguir viviendo”. Solo una minoría muy cualificada, dedicada a identificar problemas y a diseñar y ofrecer soluciones imaginativas, será capaz de revalorizar su trabajo. Pero esa minoría se localizará principalmente en California o en alguno de los centros tecnológicos de unos pocos países del mundo (Alemania, China, Japón, Corea del Sur…).

Decía Adam Smith, padre de la economía política, en La riqueza de las naciones, que, con las máquinas, “el trabajo termina reducido a unas pocas operaciones muy sencillas: por lo general, una o dos”, y que esa rutina se vuelve autodestructiva y acaba deteriorando al trabajador hasta el punto de que termina por “volverse todo lo estúpido e ignorante que puede volverse un ser humano”. En esas estamos.

Soñando con un mundo mejor

Una máxima atribuida a Louis Blanc, socialista utópico de mediados del xix, representa todavía hoy la forma más justa de imaginar la creación y el reparto de la riqueza. Dice así: “De cada cual según sus capacidades a cada cual según sus necesidades”. Cuando Marx se preguntaba en qué condiciones materiales sería posible su desarrollo, se contesta: “(…) Cuando la antítesis entre trabajo mental y físico haya desaparecido (…). Cuando, a la par del desarrollo global del individuo, hayan aumentado las fuerzas productivas y los manantiales de la riqueza colectiva fluyan más abundantemente”.

Lo curioso es que esa aspiración puede definir el momento actual. Un tiempo que reclama un volumen de información exhaustivo para, primero, detectar las capacidades y necesidades de cada uno y, después, atenderlas puntualmente a lo largo de las diferentes etapas de la vida de cada persona. La capacidad para gestionar millones de datos de forma instantánea y descentralizada, y de conocer y trazar las necesidades sociales en detalle, nos permitiría abordar con éxito ese reto.

También es evidente que nos encontramos en un momento en que “los manantiales de la riqueza colectiva fluyen abundantemente”, lo suficiente para satisfacer y resolver los retos más ambiciosos del mundo. Lo que falta, simplemente, es romper con los monopolios del poder privado que se apropian de los datos y de los perfiles humanos para convertirlos en fuente de beneficios hasta consolidar la desigualdad como rasgo social. Simplemente eso falta.

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