“Mi generación rompió con las tradiciones para que dedicarse a la danza dejara de ser elitista”

Àngels Margarit

Àngels Margarit (Terrassa, 1960), bailarina, coreógrafa y pedagoga de proyección internacional, ha puesto su experiencia artística al servicio de la gestión del festival Tensdansa de Terrassa (2003) y el proyecto del Graner (2008); la dirección del Conservatorio Superior de Danza del Institut del Teatre en el curso 2006-2007, y la dirección del Mercat de les Flors desde 2016 y hasta la fecha. Pertenece a la primera generación de bailarines contemporáneos surgida a finales de los setenta del Institut del Teatre de Barcelona y, desde 1985, dirige una de las compañías de danza más consolidadas del Estado, Mudances. En 1993 recibió el Premio Ciudad de Barcelona de las Artes Escénicas y, en 2010, el Premio Nacional de Danza otorgado por el Ministerio de Cultura. En esta entrevista reivindica la necesidad de disponer de “estructuras bien remuneradas, invertir más dinero en cultura y creer en lo que se hace”.

Àngels Margarit cuenta que de pequeña no podía estar sentada, y que aprendió matemáticas a partir del momento en que la dejaron moverse. Cabe decir que su energía es imparable, y ha estado en todos los frentes del sector de la danza. Ahora, en la prórroga de su mandato como directora del Mercat de les Flors, que puede prolongarse hasta 2025, pone en marcha una temporada donde, finalmente y después de una pandemia especialmente dura para el sector de la danza, despliega todo el potencial de su proyecto: con artistas internacionales históricos y por descubrir, constelaciones, ediciones, residencias, actividades educativas y la renovación del edificio. Hablamos de ello en el vestíbulo del teatro una mañana en que todo parece estar tranquilo.

Acaba de empezar la temporada 2022-23 en el Mercat de les Flors, la quinta que dirige. ¿Qué impulso la llevó a colocarse en este puesto?

Vino de la impotencia. De sentir que ya no podía inventar nada más desde el lugar donde estaba y que la única opción de dignificar la profesión y a mí era encaminarme hacia el lugar donde se podían mover las cosas. Si fuera más fácil crear en este país, nunca habría dirigido ningún teatro.

La decisión implicaba dejar de crear, algo que antes no podía ni imaginar, pero, después de 40 años de carrera como bailarina y 34 dirigiendo mi compañía, estaba más preparada para hacerlo, y, además, tenía la experiencia de haber dirigido el Tensdansa.

¿De dónde surgió la idea de este festival?

Yo buscaba un espacio de creación y en Barcelona no encontraba nada. Un día, Ferran Mascarell me dijo: “Oye, ¿pero tú no eres de Terrassa? ¡Allí hay muchas fábricas vacías!”, y entonces presenté un proyecto al Ayuntamiento. No obstante, como no había nada de danza contemporánea ni de creación, me propusieron que los ayudara a ponerlo en marcha y me dediqué a ello plenamente, en medio de un clima general que era de desilusión y crisis.

Recuerdo que, al volver de la gira de El somriure, una gran coproducción de muchos festivales europeos con 18 personas desplazadas durante un mes, aquí se acababa de inaugurar el Teatre Lliure de Montjuïc, un equipamiento público muy bonito, pero que solo tenía una sala de ensayos, pequeña y con el techo bajo. Evidentemente, no estaba pensada para la danza, y me dije que, o me iba a vivir a Europa, o habría que construir algo nuevo aquí. Corría el año 2001 y en Celrà empezaba a funcionar “L’animal a l’esquena”, y todo ello me llevó a imaginar que en nuestro país quizás debían desaparecer todas las compañías y, a cambio, instaurar estructuras de creación y producción compartidas. El proyecto que presenté en Terrassa era algo así, con una compañía que aportaba su experiencia para desarrollar un centro de creación, producción y transmisión, donde se incluía un festival. Lo que ocurrió es que quisieron empezar por el festival, y el proyecto del centro quedó apartado.

¿El proyecto artístico del Graner partía de una idea similar a lo que imaginaba para Terrassa?

Era una adaptación, un centro de creación con un coreógrafo residente en activo, similar a los centros coreográficos nacionales que existen en Francia. Pero el modelo de gestión de las fábricas de creación municipales no admite la dirección de un artista.

Después de estos años, ¿escribiría un proyecto diferente para el Mercat?

Cuando un país ya tiene muchas estructuras, puedes decir: “Esta se va hacia aquí, esa, hacia allá”, pero aquí tenemos tan poco que, más que tomar una línea o estética, había que acoger la diversidad, y es lo que hemos hecho. Han pasado cosas muy especiales que han permitido validar el proyecto, pese a las sacudidas en el ámbito político y social, que no podían preverse. Ahora, para consolidarlo, se debería incrementar la estructura de trabajadores, con treinta personas no es suficiente, y así dejar de externalizar tantas cosas. También me gustaría proyectar los últimos dos años de mi mandato con una previsión económica clara. Lo más difícil es trabajar sin saber lo que tendrás.

Y la factura de una pieza repercute en su recepción.

Como creador, también te sientes muy diferente si el teatro facilita un espacio y un tiempo. Cesc Casadesús colocó el Mercat en el mapa internacional y dentro de la red de centros de la danza, y le dio un nombre y un público. A raíz de la crisis de 2010-2011, cuando se volvió insostenible mantener una estructura de compañía, había que afirmar que este también era el hogar de los artistas y los bailarines.

Ahora mismo, ¿en qué punto se encuentra en lo que se refiere a creación, territorio y trabajo educativo?

Hasta ahora hemos trabajado mucho en el ámbito de la creación y la producción, y el siguiente paso es difundirlo porque muchos de nuestros artistas siguen teniendo giras solo en el extranjero, ¡y eso es como tener los pies de barro!

Para abrazar un espectro estético amplio han ido muy bien las constelaciones en torno a los artistas, donde se despliega todo su imaginario y sus relaciones, como hicimos con los Montedutor, las Big Bouncers u Olga Mesa, y como esta temporada haremos con Olga de Soto; también los ciclos y festivales que acogemos, como Hacer Historia(s) o el Sâlmon, que están en los márgenes de las artes vivas, o Africa Moment, con una visión muy diferente.

Y en el departamento educativo seguimos trabajando en muchos proyectos que, a veces, nos hacen morir de éxito. En resumen, diría que este es un centro en el que a la gente le gusta mucho lo que hace y, a veces, deberíamos parar porque no podemos abarcar tantas cosas.

Desde el inicio, ha puesto mucho énfasis en los programas educativos.

Quisiera que cada vez hubiera menos diferencia entre trabajar en un proyecto de creación o pedagógico; aunque tengan objetivos diferentes, el rigor y la ambición creativa deberían estar al mismo nivel. Este año colaboramos con el proyecto de A Bao A Qu “Cinema en curs” que realizan en el Institut Doctor Puigvert. Ellos han elegido el Mercat como lugar de estudio para hacer un documental, y los 35 alumnos se estrenaron asistiendo a un ensayo del Gran Bolero de Jesús Rubio Gamo; ese día se hizo más trabajo educativo y de públicos que en tres años de todos los programas juntos.

¿Cómo se imagina el futuro del Mercat de les Flors?

De entrada, me lo imagino rehabilitado, porque es un edificio de 1929 que se construyó para durar nueve meses y ¡en 2029 tendrá cien años! Pide con urgencia una acción en fachadas y techos. Ahora recuperaremos el espacio detrás del bar y más adelante realizaremos algún estudio más y un espacio para biblioteca. Lo otro es el proyecto: en estos momentos comienza un nuevo plan de impulso a la danza, y el rol que adopte el Mercat dependerá de lo que ocurra con el resto del paisaje.

También ha sido directora del Conservatorio Superior de Danza del Institut del Teatre. ¿Las dificultades son similares en todas las instituciones públicas?

La gestión pública es difícil, creo que en la Diputación es todavía más complicada, y el Institut del Teatre es una institución compleja en muchos aspectos, que cuesta mover porque hay demasiadas personas que dependen de ella. Esta es una de las conclusiones a las que llegué después de un año de dirigir el Conservatorio Superior de Danza con Andrés Corchero, Lipi Hernández, Carles Salas y Maria Pujol. Nos llamaron para cambiar cosas, pero, una vez dentro, no se podía hacer nada, y las personas que nos habían invitado a realizar estos cambios sufrían las mismas limitaciones. Trabajamos duro para elaborar un nuevo plan de estudios, y fue muy interesante encontrarnos con conservatorios de toda España y ver que el impulso que llevábamos abría las miradas a estructuras que podían parecer más tradicionales, pero que lo supieron aprovechar. Es el caso de María de Ávila de Madrid, donde fue a enseñar Núria Font y se inició una investigación en videodanza que aquí nunca llegó. Nosotros nos quedamos a medio camino.

Supongo que, al haber estudiado allí, sentía una motivación emocional.

Claro, yo entré en el Institut del Teatre en 1973, a los trece años. Era el final de la dictadura, la gente creía en el colectivo, en la autogestión a partir de asambleas y todo eso. Había un cultivo impresionante, fueron unos años muy ricos de aprender de los profesores y de los compañeros… No era una institución, era mi hogar.

Retrato de Àngels Margarit © Jordi Play

¿A qué profesores recuerda especialmente?

En los primeros años las asignaturas que más me interesaban eran precisamente las que no eran de danza, porque, de repente, tenías a Carlota Soldevila dando clases de teatro o a Maria Jesús Llorente, que te hacía improvisar con Pink Floyd. También hay que decir que muchas cosas que ocurrían en esas aulas hoy serían inaceptables; esa sociedad no tiene nada que ver con la de ahora, pero había algo muy genuino en toda esa gente. Como los Lainez, que habían creado el primer grupo de danza contemporánea de España, Annexa, y, evidentemente, Gilberto Ruiz Lang, un elemento clave para mi generación. En la primera clase apareció con imágenes de Tàpies y textos de Valéry… no había ninguna asignatura que nos diera lo que él nos aportaba: algo de teoría, historia de la danza, ejercicios de composición… Te decía que fueras a ver tal o tal otra exposición, y quizás el domingo te acompañaba. Era un pedagogo en el sentido de que te abría un universo y te hacía pensar desde otro lugar, te empoderaba. Yo le debo un homenaje, se lo debemos.

¿Qué define su generación?

Es una generación impulsora que en Barcelona coincidió con el despertar cultural posfranquista, pero cada país la tiene igual. Es la generación que rompe con las tradiciones porque dedicarse a la danza deja de ser tan elitista, con grupos que propician un nuevo lenguaje —y se enfrentan a los modelos de los ballets— y personas que ya se han formado fuera de esta estructura. En esto nos parecemos todos. Pero, si después de ganar el Concurso Coreográfico de Bagnolet, Jean-Claude Gallotta tenía un centro de creación propio, nosotros (que también lo ganamos) hemos tardado 35 años para que hubiera uno para todos. Por eso el legado ha sido mucho menor de lo que podría haber sido si la política cultural de la Generalitat no se hubiera centrado solo en la lengua y hubiera acompañado el potencial creativo y la oportunidad de tener a Europa, que nos miraba; se desaprovechó, y esto fue en detrimento de la creación y de la cultura del país.

¿Cuál considera que es su legado?

De joven me impactó The Living Theatre cuando actuaron en La Paloma, la compañía Bread and Puppet Theatre, y otras cosas de música y arquitectura, porque danza no veía, no había. Hasta que fui a Nueva York en 1983 y me topé con la danza minimalista, no sabía que eso es lo que yo hacía; la música y la arquitectura habían sido el puente para llegar hasta allí. Del mismo modo, gente que ha trabajado conmigo ha tenido un desarrollo formal muy lejano al mío, a veces aprendes de alguna persona o cosa sin reflejarte en ella formalmente. Lo que sí creo haber traspasado es un modo de hacer que tiene que ver con el respeto por el trabajo y el compromiso. Pienso en Asun Noales y Roser López, también en los técnicos, como Marc Ases y Pere Milan, y en la gente que trabajaba en la producción de Mudances, como Teresa Carranza, Montserrat Llabrés, Mariona Castells o David Márquez Martín de la Leona.

Me parece que habla de una actitud de seriedad.

Sí, pero no de serio, sino del valor que das a lo que haces. Primero empezamos trabajando sin cobrar, porque queríamos y nos escogíamos mutuamente. Luego, cuando había más dinero, nadie quería trabajar si no sabía cuánto cobraría. Y ahora creo que volvemos a ver que, por mucho dinero que nos paguen, queremos trabajar solo con quien queremos. El compromiso, para mí, es disponer de estructuras bien remuneradas porque todo el mundo tiene que vivir, pero también es lo que haces y con quién lo haces porque crees en ello.

No querer invertir más dinero en cultura es no entender cómo funciona nuestro sector, que la gente no quiere hacerse rica, sino creer en lo que hace y compartirlo con los demás. El bailarín trabaja sin guion, no sabe qué papel le va a tocar hacer, no sabe nada, por eso la relación de confianza con el coreógrafo y con los demás cuerpos es tan bestia. Ahora que tengo una hija que baila, a veces pienso en cómo se pondrá en las manos de otros…

¡Sus dos hijas son artistas! ¿Se lo podía imaginar?

No especialmente. Rita, con la escenografía, la dramaturgia y el vídeo; Arlette, con el canto y la danza… son actividades que te empoderan, siempre que tengas la resistencia de soportar su irregularidad y sepas nivelar qué haces, quién eres y cómo te sientes, porque este material es el que utilizas en el trabajo.

¿Ha sido fácil compaginar la vida artística y criar a dos hijas?

Ha habido momentos complejos, pero también tienen un padre, mi marido, y esto es muy importante, aunque tampoco siempre sea fácil; simplemente hemos ido resolviendo lo que iba viniendo. Tenía muy claro que debía ser compaginable o no debía ser; tenía el modelo de mi madre, que nació durante la guerra y no pudo dedicarse a ello, pero es más artista que yo. Ella tenía tres jornadas: la laboral, la familiar y la creativa; recuperó la fiesta mayor de Talamanca, tenía un huerto en el que parecía que trabajara no sé cuánta gente, y escribía poemas y cuentos.

De pequeñas, mis hijas jugaban a vender entradas, a hacer escenografías, castings… Era lo que veían en casa. Pero no las empujé, ni siquiera les he puesto fácil ir hacia aquí, porque, si tienes que hacerlo, cuanto más luches, más impulso tendrás para llegar.

¿Y la Àngels artista dónde está, ahora?

Ahora está más tranquila porque se ha prometido que, cuando acabe aquí, podrá volver. Pero al principio de entrar en el Mercat tenía a todas las Àngels hablándome sin cesar y diciendo: “¿Qué haces? ¿En qué te estás convirtiendo?”. Hasta que, de repente, un día oigo que me dicen: “Adióóós, adióóós, adióóóós”. La experiencia de creadora, junto con los impulsos y las ganas, debía ir a otro lugar.

Pues yo la he imaginado, más de una vez, en la sala MAC o la Pina Bausch cuando están vacías porque todo el mundo se ha ido, poniéndose a bailar…

Lo he hecho poquito… De vez en cuando doy unas vueltas allí a la redonda y digo: “¡Ostras! ¡Todavía tengo velocidad!”, pero poco más. En los primeros dos años, las reuniones eran un martirio porque no estaba acostumbrada a estar tanto rato sentada y mi cuerpo leía este grado de actividad como una señal para dormirse, ¡y mover las piernas era la única manera de mantenerme alerta! Además, yo tengo un cuerpo de señora que hace años que presionaba por salir, y aquí sentada el cuerpo que baila se va marchando y la señora se va instalando.

Es un cuerpo más tranquilo, ¿pero quizás también baila?

Sí, un día veremos cómo baila la señora…

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