Montjuïc 1971
- Relato
- Ene 25
- 14 mins
Jackie Stewart llega frente al garaje de Tyrrell en la recta del Estadio, se detiene lentamente y, sin apartar las manos del volante, cierra un momento los ojos. Cuando los vuelve a abrir, se encuentra en el parque cerrado, el suelo está mojado, parece un cristal. “¿Dónde está el tío Ken?” Ken Tyrrell es el propietario del equipo, que siempre le espera en el box, con la gorra y la hoja para anotar los tiempos sobre un soporte de madera.
“¿Y Helen?” También Helen cronometra sus vueltas. Tiene el pelo largo, lacio, que le tapa los labios rosas y la nariz respingona. “¿Y François? ¿Y los mecánicos?” François Cevert es su compañero de equipo. Es más joven que Jackie, que ha asumido el papel de hermano mayor. Se apoya con las dos manos en el cockpit y se queda de pie sobre el asiento del Tyrrell rojo. “¿Un Tyrrell rojo? ¿Y con el número 8?” Su coche era azul marino y llevaba el 11. Forcejea para quitarse el casco, como si descorchara una botella. Se arranca la media de algodón que le cubre la cabeza y mira el casco, que es blanco, sin el tartán de los Stewart ni el pequeño adhesivo frontal de la marca Elf. Al lado tiene el coche de François, amarillo, también con el 8. Y más allá, otro Tyrrell, verde, con el 17. Mete la media en el casco y se desabrocha el mono. Coge el casco por la correa como quien pasea con un cesto, se inclina para inspeccionar el alerón delantero y se da cuenta de que es de plástico. En el parque cerrado no están el Matra-Simca de Beltoise. Ni el Lotus de Fittipaldi. Ni el Ferrari de su rival Jacky Ickx, que mañana van a correr también en Montjuïc. Y en cambio ve un Chaparral blanco, un Sigma amarillo y un Mercedes Wankel de color naranja: coches de diferentes categorías que no se sabe cómo han venido a parar hasta aquí.
Quizás el parque cerrado del estadio de Montjuïc es un valle de Josafat de los pilotos de carreras. Una vez con Helen contaron cuántos amigos y conocidos habían visto morir y les salieron cincuenta y siete: compañeros de equipo, competidores, personas con las que almorzaron o cenaron en alguna ocasión. Quizás, al morir, los pilotos van a parar al parque cerrado de un circuito el día en que se celebra una carrera importante. Pero él alardea siempre de no haber derramado ni una gota de sangre en un coche. Alardear no es la palabra. No se puede alardear de lo que a otros les ha costado la vida. Las manos finas, el tacto delicado con el volante, la habilidad para provocar el derrape de las ruedas posteriores y embocar el morro hacia la salida de la curva: el bólido ha saltado por un cambio de rasante y ha caído en la pista de cuatro ruedas. Pasa la mano por el neumático rayado del Tyrrell. Toca el círculo con el número 8 y el adhesivo de Elf con los dos paralelepípedos azul y rosa: parece que se vayan a despegar.
“Pasabas por debajo del puente y un cambio de rasante hacía volar el coche. Entonces veías un giro a la izquierda muy complicado. En este punto ibas en segunda velocidad. Después, tercera, cuarta, hasta llegar a otra curva de izquierda. Te preparabas para tomar la curva de derecha, con una frenada muy fuerte. Después acelerabas bastante rápido hasta llegar a una curva de izquierda que daba entrada a la parte baja del circuito. Otra curva de izquierda. Acelerabas hasta poner la cuarta velocidad, que mantenías con un giro suave a la derecha. Quinta. Bajabas a cuarta, tercera. A continuación, empezaba una recta bastante larga y arrancaba la subida que llevaba hasta el final del circuito. Era un tramo de curvas muy rápidas que se hacía en cuarta. Solo tenías cinco marchas, ibas muy rápido y tenías que ser muy fino para no cometer errores. Seguías en cuarta velocidad. Pasabas a quinta en una curva larguísima a la izquierda con un montón de fuerzas G laterales. Llegabas a la cima del circuito y cruzabas la línea de meta”.
Es donde ha aparecido hace un momento con el Tyrrell rojo como si llegara de otro tiempo o, quién sabe, de otro mundo.
En el interior de los coches, los pilotos de los Tyrrell, el Chaparral, el Sigma y el Mercedes Wankel parecen espectres.
En el interior de los coches, los pilotos de los Tyrrell, el Chaparral, el Sigma y el Mercedes Wankel parecen espectros. Los monos azules o naranjas, sin nombres de marcas bordados, las manos agarrotadas al volante, como en el último suspiro de la muerte. Los cascos amarillos o rojos, con las viseras bajadas. Mirando frontalmente hacia pistas desaparecidas, curvas muy complicadas, giros suaves, subidas que conducen al final. Ningún movimiento del cuerpo, ningún gesto de las manos. “¡Clay!” En un Ferrari B3 verde con el número 11 está Clay Regazzoni, con un mono azul y un casco amarillo, en lugar del que llevaba siempre, con los colores de la bandera suiza, y una crucecita en la parte central roja. “¡Clay!” Murió hace años. En un accidente de autopista. Iba en silla de ruedas después de un choque en Long Beach: su bólido se quedó sin frenos. Le ha parecido que movía un poco la cabeza como dicen que la movió Ayrton Senna cuando ya estaba muerto o a punto de morir tras estrellarse en la curva de Tamburello. Al alerón delantero del Ferrari, de color plata, le ha saltado parte de la pintura. “¡Patrick!” Otro de los coches es un Tyrrell de seis ruedas rojo con el número 3. Con los adhesivos de Elf y una pequeña bandera británica a cada lado. Patrick Depailler murió hace cuarenta años en Hockenheim. El mono azul, el casco amarillo, en lugar del que lucía siempre, azul, blanco y rojo. Mira fijamente frente a él, con las manos pegadas al volante, el mono tiene arrugas en la parte interior del codo. Stewart le golpea el brazo, pero Depailler no se mueve. Le levanta la visera y dentro del casco no hay nada.

Stewart se ha puesto gafas de sol y una gorra de pana. Luce una media melena negra y grandes patillas, lleva el caso en la mano, el mono entreabierto. La ropa ignífuga le da calor y saca los brazos de las mangas. La parte superior del mono le queda colgando como una piel muerta. Pasa entre los coches, que parecen cerrados en un aparcamiento, y se dirige hacia una gran puerta de cristal que hay al fondo. La desplaza con las dos manos y sale a un mostrador de madera. En una pista circular rueda el Lancia Stratos de Attilio Bettega. Pero cuando se acerca para hablar con Bettega han guardado el coche en una caja.
Por todas partes ve cajas con coches y pilotos inmóviles. Parece el almacén de la velocidad, la biblioteca de la muerte por accidente. En el centro de la sala, en unas cajas, ve ruedas con neumáticos rayados, que alguien ha clavado, cínicamente, en una barra con una rueda dentada. Montañas de retrovisores, radiadores, luces, arcos de seguridad, neumáticos, carrocerías envueltas en celofán. Un montón de motores eléctricos con bobina de cobre, imanes y platinas. En otra caja, un montón de pilotos muertos, cortados por la cintura, la visera bajada, los brazos agarrotados, sujetando un volante invisible. “¿Qué es esta broma macabra?” Ve un montón de hojas con nombres de marcas, parecen calcomanías: Elf, Ferodo, Kleber, Agip, Goodyear. En una de las hojas descubre su nombre escrito con las mismas letras que lucía en el cockpit del Tyrrell.
Junto a la puerta, en el suelo, tramos de pista, atados con cuerdas. Diversos montones que forman grupos, con rectas y curvas mezcladas, tramos de doble valla sostenidos con una goma, peraltes de plástico. Encima de cada grupo, un recorte de papel con el nombre de un circuito en el que se proclamó vencedor: Nordschleife, Mosport Park, Clermond-Ferrand, Watkins Glen, Montjuïc Park.
“No puedo estar muerto: todavía tengo contrato con los relojes Rolex, con la marca Ford y con el banco de Escocia”, piensa Stewart mientras se desprende del mono, se quita los zapatos negros, se saca la camiseta ignífuga de cuello de cisne, los pantalones ignífugos que parecen calzoncillos del Oeste, y se queda con un eslip de la marca Terrible. Cruza la tienda. Los coches heroicos reducidos a mecanismos de juguete, todos sus compañeros, muertos. Colgados del techo vuelan helicópteros, en una vitrina se alinean miniaturas de aviones, en la escalera que conduce al primer piso, hay maquetas de trenes y, en otras vitrinas, locomotoras y vagones de todas las épocas, pasos a nivel, estaciones. Ve la maqueta de un edificio con el rótulo Dumbarton Central Station. Dumbarton: la ciudad de Escocia en la que su padre era mecánico de coches. Una de las figuras que esperan en el andén es Helen, con una minifalda verde, gruesa, de invierno. En la otra, Ken Tyrrell, con una gabardina beige y una gorra de cheviot. “Vamos, Jackie”. “Tú no te puedes morir”, le dice, abrazándola, a Helen. Sale corriendo, sube las escaleritas y aparece en calzoncillos entre el tránsito de la calle Pelai.
En recuerdo de la tienda Palau de la calle Pelai, 34.
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