Neofascismo de baja intensidad, por el momento

Il·lustració © Laura Borràs Dalmau

Las lecciones de la historia no nos inmunizan contra el fascismo. La experiencia de la pandemia, con la sociedad aturdida y en shock, introduce en el inconsciente colectivo una sensación de miedo y también de deseo de seguridad y orden, lo cual agudiza el vector autoritario que ya ha impulsado en los últimos años a los movimientos neofascistas.

Otra vez el fascismo proyecta sus sombras sobre el presente. Lo hace golpeando la serenidad institucional de la democracia al acorralarla y ponerla a la defensiva. Ya nos acompaña sin tapujos. Ha vuelto a escena y, además, normaliza su presencia al liderar gobiernos, participar de ellos o simplemente apoyarlos, extendiendo su acción política como una mancha compacta que gana simpatías y adeptos en nuestro país, en el resto de Europa y en todo Occidente.

Hasta el momento ha escalado posiciones aprovechando el malestar de unas clases medias desorientadas por el impacto de una crisis que les ha arrebatado su estatus económico y su rol social. En el sustrato de ese malestar reside una implosión emocional que ha llevado a importantes segmentos de las sociedades occidentales a añorar un orden reforzado de la autoridad alrededor de gobiernos populistas e iliberales. Algo que ya estaba en el ambiente y progresaba como un vector de cambio político, pero que los acontecimientos vividos en todo el mundo en las últimas semanas pueden estar acelerando y propulsando enérgicamente.

La difusión global de la pandemia de COVID-19 y sus inesperados y devastadores efectos económicos y sociales pueden conducirnos a un momento autoritario más o menos generalizado en todo Occidente si la democracia liberal se muestra fallida a la hora de gestionar la emergencia sanitaria. Nos enfrentamos a un fenómeno de salubridad pública que está difundiendo los estados de alarma y emergencia por toda Europa y que ha puesto en entredicho la viabilidad decisoria de las democracias liberales, cuyos complejos modelos de gestión y mecanismos de adopción de iniciativas se han visto impotentes y desbordados al acometer iniciativas que contuvieran eficaz y resolutivamente su avance inicial.

Las consecuencias que todo ello tendrá en la política futura de las democracias liberales está en el aire, aunque la tentación autoritaria se verá reforzada por la concurrencia de una serie de factores que contribuirán a desestabilizar los fundamentos de la paz social. Aquí es importante recordar algo que parece obvio pero que olvidamos con facilidad: que las lecciones de la historia no nos inmunizan contra el fascismo. Sobre todo porque la capacidad de olvido es grande y porque el riesgo de propagación autoritaria crecerá en los próximos meses debido al miedo y al deseo de seguridad y orden que la experiencia colectiva de la pandemia introducirá en el inconsciente colectivo de una sociedad aturdida y en shock.

Una cultura de resentimiento

La crisis sanitaria de estos días se ha transformado en una especie de 11S silencioso que está removiendo los cimientos de nuestras mentalidades al predisponerlas a un anhelo de autoridad sin discusión ni crítica. Una crisis que puede desmoronar los cimientos de nuestra maltrecha prosperidad y liberar una cultura colectiva de resentimiento e indignación que quiebre los consensos de la convivencia democrática. Algo muy parecido a lo que sucedió en Europa tras finalizar la Gran Guerra e iniciarse el periodo de entreguerras, especialmente durante la famosa hiperinflación en Alemania que, como otro enemigo silencioso, sembró el miedo y la ira entre toda una sociedad que fue víctima fácil, después, ante la seducción totalitaria.

Habrá quien reaccione ante estas reflexiones y recuerde que el fascismo nunca se fue del todo, a pesar de su derrota en la Segunda Guerra Mundial o su neutralización electoral durante la posguerra. Algunos, incluso, dirán que siempre estuvo en las entretelas de una superficie política que lo escondía y lo mantenía latente en la mayoría de países europeos. Y no cabe duda de que están en lo cierto ¿Cómo entender si no la rápida consolidación de partidos neofascistas donde no los había, por ejemplo en Grecia o España, o la proliferación mayoritaria de fórmulas de democracia iliberal en los antiguos países de la Mitteleuropa poscomunista? ¿Acaso no estamos ante experiencias colectivas de identidad reprimida que han desembocado en fenómenos neofascistas a partir de resignificaciones nacionalistas que provienen del periodo de entreguerras?

El impacto político que la pandemia tendrá sobre la política europea en los próximos meses agudizará, sin duda, el vector autoritario que ya impulsaba en los últimos años a los movimientos neofascistas en el continente y en nuestro país. Lo hará porque la corriente de malestar que los alimentaba aumentará y porque sus seguidores serán más dúctiles a convertirse, como advertía Hannah Arendt, en víctimas de un totalitarismo que no se basa en el convencimiento sino en la psicología herida por la predisposición a hacerse eco de la falsedad, a no querer distinguir entre los hechos y la ficción, entre lo verdadero y lo falso. Un fenómeno de alucinación resentida que desprecia los mecanismos selectivos de racionalidad y que disloca el tejido de los hechos sobre los que se asienta nuestra percepción de la vida cotidiana a partir de un torrente de sentimientos que circulan impensados por las redes sociales y que transforman en político lo que es personal.

Así, la ira que ha surgido alrededor de la pandemia desplegará, por ejemplo, la teoría conspirativa de que las instituciones y los gobernantes contribuyeron a agravar los efectos de la enfermedad para destruir conscientemente el statu quo de legalidad y propiedad previo a la irrupción del coronavirus. Y lo hará a lomos de esa propensión a la búsqueda de una percepción de orden que actúa como una constante en la historia, revestida de esa pulsión cíclica que responde inconscientemente a las experiencias de caos que desbaratan el conocimiento de los marcos definitorios de lo establecido.

Una tensión mítica

Hablamos de una tensión que, como analizó Georges Balandier, es mítica y se relaciona con el acrecentamiento de la complejidad y el miedo que provoca en el statu quo el surgimiento de situaciones sociales que se interpretan como caóticas y que, además, alteran las capas de normalidad que sustentan la estabilidad y continuidad de las comunidades.

El coronavirus está reventando esas capas de normalidad y dislocando la experiencia de comunidad debido a las medidas extraordinarias que los gobiernos democráticos se han visto obligados a adoptar para frenar su propagación. Esta circunstancia está liberando un apetito de orden frente a la percepción creciente de que se extiende un caos sistémico que afectará a los soportes de la paz social si no se endereza el curso de la pandemia. La concurrencia de estos factores es lo que puede impulsar una nueva experiencia del fascismo, que tendrá como aliado la ira reprimida de la gente sencilla que ha cumplido con las reglas de confinamiento y distanciamiento, pero que no ha obtenido ningún reconocimiento por sus sacrificios al perder como consecuencia de ello su empleo o no poder afrontar el pago mensual del alquiler o la hipoteca.

En cualquier caso, es importante mencionar que el fascismo que se incuba no será una reproducción mimética del fenómeno político que hegemonizó violentamente el periodo de entreguerras, entre otras razones porque aquel fascismo de uniforme militar ya no es operativo. La violencia que encarnaba carece de capacidad seductora a la hora de reorganizar una sociedad alrededor de la arquitectura identitaria de una trinchera en la línea del frente.

El fascismo que puede venirse encima tendrá el aspecto de un comunitarismo de nuevo cuño basado en la mentira como estructura de vida, el miedo como psicología colectiva y la ira como actitud selectiva. Un fascismo que profundizará en el lenguaje bélico de las nuevas guerras culturales iniciadas en el siglo xxi por un conservadurismo reaccionario que en Estados Unidos y en Europa vio, siguiendo las ideas de Leo Strauss y sus herederos neoconservadores, que la moderación, el consenso y la centralidad eran traiciones ideológicas que habían precipitado a las democracias liberales a la decadencia moral. Sobre todo porque cuestionaban, haciendo suyo el imaginario progresista, la tradición que había sustentado la hegemonía política de Occidente. Un fenómeno que, actualizado con la experiencia traumática del coronavirus, reavivará la guerra contracultural y decretará, como señala Michiko Kakutani, la muerte de la verdad para culpar a los administradores de las instituciones de dañar a la gente y exponerla deliberadamente a la enfermedad.

Estrategia cohesionada

Para combatir este fenómeno hará falta adoptar una pedagogía que combine la confrontación intelectual con el distanciamiento institucional. Por un lado, hará falta una estrategia que evite la victimización del neofascismo sin eludir su categorización como lo que es: una ideología intolerante, fanática, perversa y conducente al odio y al autoritarismo. Para ello hay que poner en evidencia sus contradicciones y debilidades intelectuales, así como la raíces inmorales de sus planteamientos. Hay que confrontarlo y demostrar su dinámica falsaria, la torpeza de sus argumentaciones y la perversidad de sus ideas. Y, por otro lado, hay que distanciarse de él éticamente, aunque sin desplegar un cordón sanitario que transmita la idea de que se tiene miedo a su contagio por no tener la suficiente capacidad de resistencia política frente a él. Algo que es fundamental pero que debe traducirse, también, en no ceder a la tentación de normalizarlo institucionalmente aceptando sus apoyos o colaborando con él en la confección de gobiernos o el desarrollo de políticas por razones utilitarias.

Europa entera tiene ante sí el reto de abordar una estrategia cohesionada que rechace de forma inteligente la amenaza del fascismo que se está incubando como un virus ideológico en la sensibilidad de millones de ciudadanos que se ven amenazados por un inevitable empobrecimiento generalizado en los próximos meses. Para ello debe propiciar un distanciamiento con él que se no se traduzca en exclusión y un debate que no desemboque en desprecio intelectual. Hace falta convencer, con argumentos fácticos y razonamientos éticos, de que el fascismo es falaz, endeble e inmoral.

Hay que reivindicar una democracia basada en la verdad y la excelencia, pues, de lo contrario, estará atada de pies y manos. Y, además, habrá que demostrar al conjunto de la sociedad que esa verdad y esa excelencia están relacionadas con unos principios éticos capaces de restablecer un orden moral colectivo asentado indiscutiblemente sobre la libertad, la igualdad, la tolerancia y la solidaridad.

Por todo ello, la confrontación con el fascismo no será fácil. No lo fue en el periodo de entreguerras y no lo será después de la pandemia. Sin embargo, el desenlace está fraguándose ya si asumimos que las acciones y las reflexiones que planteamos en estos momentos críticos tendrán una influencia determinante sobre el futuro que nos aguarda. Algo en lo que deben trabajar ya quienes asuman la decisión de neutralizar el asalto a la razón que nos espera.

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  • Contra el populismo. Cartografía de un totalitarismo postmoderno.Debate, 2017

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