Ocupación del espacio y gestión de la movilidad

Bicicletas compartidas de un operador privado, en una esquina de la plaza de la Sagrada Família. © Albert Armengol

Si las calles de Barcelona pudieran hablar, nos dirían que nunca han visto tantos vehículos diferentes utilizando su superficie, y que nunca han vivido cambios en la movilidad tan rápidos y drásticos como los de los últimos años. En contraste, las políticas y las normativas, a menudo, van más lentas. Frente a estos retos, es necesario reflexionar para intentar entender mejor la situación y encontrar herramientas para una gestión del espacio más justa y accesible.

Barcelona es una ciudad muy densa, con una gran carencia de espacios verdes y una elevada contaminación atmosférica. En este contexto urbano tiene lugar la movilidad. El espacio que se le destina suele clasificarse según una jerarquía, que categoriza las vías como básicas (donde se prioriza el tráfico de paso), locales (para facilitar la continuidad del tráfico) y vecinales (donde la prioridad pasa a ser la movilidad peatonal y ciclista). Esta jerarquización del espacio viario basada solo en criterios de movilidad dificulta que se tengan en cuenta otras funciones de las calles, como la de estancia, que permite la conexión social (espacio para detenerse a saludar a una vecina), los cuidados (espacios donde las personas mayores pueden sentarse y descansar a la sombra) y el juego (entornos donde los niños y las niñas pueden jugar), por ejemplo.

La función de estancia de las calles no se considera estrictamente movilidad, pero es necesario moverse para poder llegar a otro espacio donde la prioridad no sea solo moverse y donde se puedan desarrollar necesidades sociales básicas. La gestión de la movilidad debe estar al servicio de estos requisitos, ya que todas las personas, vivan o se muevan en un contexto viario u otro, tienen necesidades y derechos relacionados con la movilidad. Por tanto, la primera idea es que, para gestionar el espacio para la movilidad, no solo debemos pensar en la movilidad en sí, sino también en otras funciones de las vías que las convierten en verdaderas calles.

Varios tipos de vehículos comparten espacio en el paseo de Sant Joan, junto a la plaza de Tetuan. © Albert Armengol Varios tipos de vehículos comparten espacio en el paseo de Sant Joan, junto a la plaza de Tetuan. © Albert Armengol

Cantidad… ¡y calidad!

Las divisiones del espacio suelen establecerse mediante barreras arquitectónicas o cambios de nivel (acera-calzada), pintura (carriles de circulación) o mobiliario urbano (piezas protectoras del carril bici, bolardos…). Estos elementos nos provocan la sensación de que el espacio está compartimentado y de que cada fragmento se destina a unos usos de movilidad específicos. Pero, en realidad, hay partes de estos compartimentos, o momentos, en los que estos usos se mezclan, sea reglamentariamente o no. Por ejemplo, cuando hay un paso de peatones en la calzada o cuando las motocicletas estacionan sobre la acera.

Se tienden a hacer suposiciones, tales como que la superficie de espacio dedicada a cada vehículo debería estar correlacionada con su fracción modal. Por ejemplo, se dedica mucho más espacio a los coches del que correspondería según el porcentaje de viajes con que se utilizan. Si bien es cierto que esto no es justo, estas correlaciones ya no son tan pertinentes cuando las aplicamos al transporte público, la movilidad ciclista o la peatonal, donde puede suceder que haya un porcentaje de viajes por debajo de la superficie que se les dedica ¡y no por ello debemos recortarla! Existen movilidades que requieren más superficie para hacerlas suficientemente seguras y cómodas para todas las personas usuarias. Además, estos cálculos no tienen en cuenta que hay espacios que se utilizan de forma compartida.

Así pues, no se trata solo de la cantidad de espacio que dedicamos a cada modo de movilidad, sino de la calidad, que a la vez está influenciada tanto por la parte física (ancho, tipo de superficie, iluminación…) como por las condiciones en que se utiliza (velocidad, prioridades de paso…). Cada modo de movilidad tiene unas características que determinan donde encaja mejor, como los requisitos de espacio (dimensiones, ángulos de giro); velocidades de arranque, medias y máximas deseables; trayectoria; emisiones de contaminantes atmosféricos y ruido, etc.

En el caso de los patinetes eléctricos, tenemos un vehículo de motor en que el cuerpo de la persona que se desplaza con él está expuesto (al contrario que en un coche, en que la persona viaja protegida dentro de un cubículo) y el conductor va de pie en una plataforma con dos ruedas, agarrado a un manillar. Teniendo en cuenta estas características, parece lógico que se limite la velocidad que pueden alcanzar y que no se permita que circulen por aceras y calzadas con límites de velocidad superiores a 30 km/h.

Además, si hacemos cohabitar en los mismos espacios —las vías ciclistas— dos tipologías de vehículos, como son los ciclos (la mayoría, sin motor) y los patinetes eléctricos, habrá que ampliar el ancho de estas vías para que los vehículos propulsados puedan avanzar a los no propulsados, sin que aumente el riesgo de siniestros o la percepción de riesgo (que puede hacer variar el comportamiento de las personas, especialmente de las que se sienten más inseguras, como las mujeres ciclistas)[1].

La segunda idea es que hay que gestionar el espacio no solo pensando en cantidades, sino también en calidades, yendo a las características básicas de los vehículos y viendo qué condiciones son más adecuadas en cada parte del espacio viario.

Varios tipos de vehículos comparten espacio en el paseo de Sant Joan, junto a la plaza de Tetuan. © Albert Armengol Varios tipos de vehículos comparten espacio en el paseo de Sant Joan, junto a la plaza de Tetuan. © Albert Armengol

La gestión público-privada

En los últimos años hemos visto cómo las empresas privadas han empezado a ofrecer servicios de movilidad a la ciudadanía, poniendo flotas de bicicletas, motocicletas y patinetes eléctricos al alcance de los clientes[2]. A nadie se le ocurriría que ninguna empresa pudiera ofrecer líneas de autobús que no estuvieran aprobadas por las agencias de transporte público y que, por tanto, no cumplieran una serie de requisitos de calidad de servicio, accesibilidad y seguridad. En cambio, con los vehículos compartidos, de uso individual y de dos ruedas no parece que se hayan aplicado los mismos condicionantes, aunque se ofrece, igualmente, un servicio de transporte a la ciudadanía.

Hemos visto, también, cómo se ha permitido el uso de espacios e infraestructuras públicas, como los aparcamientos para bicicletas, a empresas privadas proveedoras de servicios de movilidad con flotas de bicicletas y patinetes compartidos, como un requisito para su operación. El uso privado del espacio y la privatización de servicios de movilidad públicos nos obliga a preguntarnos hasta qué punto se puede negociar con el derecho a la movilidad. Y hasta qué punto se puede dejar la responsabilidad de ofrecer determinadas opciones de movilidad a las empresas privadas. Se puede poner un sistema de permisos, o realizar un concurso y firmar un contrato, pero se debe garantizar que cualquiera de estas formalizaciones de una colaboración público-privada ofrece unos niveles dignos de calidad, equidad y seguridad en el servicio que da a la ciudadanía.

Esta tercera idea nos invita a considerar la bicicleta o el patinete —o cualquier otro vehículo o artefacto que se utilice para el transporte— como un sistema de movilidad y que, por tanto, cuando se ofrece como un servicio proporcionado para una entidad privada, se debe seguir gestionando como un servicio de movilidad, aunque sea un vehículo individual.

¿Cómo podríamos mejorar la gestión del espacio para la movilidad?

Me gustaría apuntar brevemente dos herramientas que ya están dando resultados prometedores. La primera, la evaluación y la importancia que tiene hacerla. Sean cuales sean las políticas que se lleven a cabo, nos falta agilidad y práctica en estos sistemas. Interesa realizar la evaluación de impacto, para medir el antes y el después, así como la evaluación establecida para las mismas herramientas de planificación, donde deberían especificarse los indicadores que hay que medir, con qué metodología y frecuencia, el coste y cuál es el organismo responsable. Cuando nos encontramos sin datos, o cuando tenemos pero no son rigurosos, la capacidad para tomar decisiones informadas es muy limitada y existe un riesgo elevado de que las intervenciones que se llevan a cabo no tengan los resultados esperados. Es entonces cuando dejamos que las creencias se conviertan en los argumentos de decisión, como sucede cuando se quieren transformar zonas comerciales en zonas de prioridad para los peatones, y se cree que “si no pueden aparcar coches, la gente no comprará”. Sobran pruebas que demuestran que eso no es así, pero hay que utilizarlas.

Quiero destacar que la evaluación debe tener criterios de equidad. Por ejemplo, debemos desagregar los datos por grupos poblacionales (género, nivel de renta, estatus migratorio, edad, discapacidades…). También debemos preguntarnos quién se beneficia de las políticas que se implementan y quién no, porque no podemos permitir que las políticas públicas favorezcan más a ciertos grupos privilegiados.

La segunda herramienta es la coproducción para crear un sentimiento de pertenencia. La coproducción es una evolución del concepto de participación ciudadana. Con participar no basta: es necesario el compromiso de que las necesidades y propuestas que se compartan se tendrán en cuenta. Cuando nivelamos las contribuciones de las entidades ciudadanas con las de las instituciones públicas, es más fácil conseguir un sentimiento de pertenencia según el cual notemos que la calle también es nuestra y que en ella todas las personas son bienvenidas. Aunque las calles resultantes de la coproducción no sean exactamente como nos gustaría, tenemos ahí nuestro espacio. Y sabemos que también nos podemos equivocar y repensarlo de nuevo, si no nos sale bien a la primera; la movilidad es un tema complejo. Los presupuestos participativos son un ejemplo de estas prácticas.

Para terminar, me gustaría cerrar recordando que, para poder imaginar un futuro mejor, hay que partir de un conocimiento de la realidad, facilidad para la evaluación, y ejerciendo la comunicación atenta y compasiva de las necesidades de las partes implicadas.

Notas

[1] Col·lectiu Punt 6 y Anaya, E. Recomanacions per integrar una perspectiva feminista interseccional en la mobilitat ciclista de Barcelona. Barcelona, 2021. via.bcn/TwcR50PcyRK

[2] En Barcelona, la actividad de alquiler de patinetes compartidos está prohibida desde 2019, a la espera de una normativa que la regule.

 

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