Redes sociales. ¿Aliadas de la ciudadanía o destructoras de la democracia?

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La percepción que tenemos sobre las redes sociales ha dado un giro de 180 grados. Captaron la atención mediática por su papel esencial en la organización de movimientos sociales como las primaveras árabes, el 15-M y Occupy Wall Street, pero hoy también sirven para manipular elecciones, difundir noticias falsas y favorecer el ascenso del autoritarismo. ¿Son aliadas de la ciudadanía o destructoras de los sistemas democráticos? ¿Censoras o promotoras de la libertad de expresión? ¿Qué papel juegan actualmente en la configuración de la esfera pública?

Las empresas de redes sociales nacieron sin la pretensión de articular la esfera pública, y menos aún de configurar los sistemas democráticos. De hecho, se presentaron al mundo como simples autovías de la información. Sin embargo, pronto se llenaron de personas ávidas por compartir experiencias y noticias, y las empresas quisieron sacarle el máximo provecho. Desde entonces, el goteo de escándalos es imposible de seguir, pero vale la pena fijarse en dos momentos clave.

Abril de 2018. Mark Zuckerberg comparece ante el Congreso de Estados Unidos tras el escándalo de Cambridge Analytica, que había accedido de forma indebida a los datos de 87 millones de usuarios para influir en elecciones, incluida la campaña presidencial de 2016 en Estados Unidos. Facebook asumió por primera vez su responsabilidad editorial y tomó algunas medidas, como etiquetar los mensajes dudosos como desinformación, eliminar cuentas de extrema derecha o limitar la publicidad política en periodos electorales.

Enero de 2021. Una multitud de partidarios del entonces presidente Donald Trump asaltó el edificio del Capitolio con la intención de interrumpir la certificación de los resultados de las elecciones presidenciales de 2020, que dieron la victoria a Joe Biden. El asalto se desató tras un discurso de Trump en el que reiteraba su mensaje infundado sobre fraude electoral, promovido de forma incansable a través de sus cuentas en las redes sociales. Tras el ataque al Capitolio, que causó cinco muertos y cientos de heridos, las empresas de redes sociales eliminaron el perfil del presidente saliente, y actuaron así como censoras.

Por si fuera poco, en 2022 Elon Musk compró Twitter, renombrada como X; modificó el algoritmo para premiar la viralidad en lugar de la confianza, y disolvió el departamento de ingenieros que moderaba contenidos. Donald Trump fue readmitido en la plataforma, y los mensajes de extrema derecha se propagaron y tuvieron un papel destacado en las elecciones del pasado 5 de noviembre, lo que ejemplifica los peligros de que estas plataformas queden en manos de empresas privadas.

Patrícia Ventura
Doctora en Medios, Comunicación y Cultura

La redefinición de las redes sociales está impulsada principalmente por dos factores. En primer lugar, la persecución de las empresas tecnológicas de obtener mayores beneficios a cualquier precio. Esto implica encontrar nuevas formas para mantener la atención de la gente, lo que se traduce en modificar los algoritmos y priorizar el contenido audiovisual y de entretenimiento. En definitiva, adoptar el modelo TikTok.

El segundo factor es cultural. Estos canales llevan dos décadas formando parte de nuestra realidad. Al principio nos fascinaron por su papel en la consecución de movilizaciones sociales, pero ahora hemos visto que también conllevan infoxicación, burbujas de filtros, desinformación, extractivismo de datos y otros efectos perjudiciales para el sistema democrático.

Todo esto lo hemos aprendido a golpe de escándalos y lo hemos transmitido a las nuevas generaciones, que parece que empiezan a actuar en consecuencia, según algunos indicios. Esto implica que desconfían más de la información que reciben, a la vez que se exponen menos y tienen mayor conciencia de sus datos, o del propio sesgo de confirmación.

Tan necesaria es la regulación de las plataformas como la soberanía digital. Es decir, la creación de infraestructuras independientes, sin ánimo de lucro y gobernadas de forma democrática. Esto es fundamental porque la comunicación entre personas es una necesidad básica y, en consecuencia, los canales que la facilitan deberían ser bienes comunes.

Karma Peiró
Periodista especializada en tecnologías de la información

Los humanos necesitamos comunicarnos y tendemos a crear comunidades, y las redes sociales nos lo han facilitado enormemente. Gracias a estas plataformas, especialmente Facebook y Twitter (ahora X), se han impulsado movimientos sociales como las primaveras árabes, el 15-M o el Occupy Wall Street, así como grandes movilizaciones en defensa de los derechos humanos y contra la persecución de minorías.

Mención aparte merecen los casos menos mediáticos, pero igualmente trascendentales, de miles de familias que, gracias a la colaboración altruista de personas anónimas, han conseguido firmas para cambiar una ley, financiación para tratamientos médicos, o han encontrado a una persona desaparecida.

Por todas estas vivencias y experiencias sociales, dudo que estemos presenciando el fin de las redes sociales. Sin embargo, será necesario ver cómo controlar los mensajes que propagan odio, violencia y desinformación, especialmente si ponen en riesgo la democracia.

Esto no se conseguirá a través de prohibiciones o leyes únicas, ya que, como se ha visto en el pasado, es muy complejo encontrar el equilibrio entre regular y preservar el derecho fundamental a la libertad de expresión. Tampoco parece que los propietarios de las empresas tecnológicas quieran eliminar ese odio y esa desinformación, ya que esto les genera beneficios. Confío, pues, en que cada vez seremos más críticos con el contenido que consumimos en estos espacios digitales.

Miquel Pellicer
Director de Estrategia Digital de la UOC

Las redes sociales, consideradas como espacios de libertad e intercambio, se encuentran en crisis e, incluso, hay quien afirma que han muerto. Nadie lo diría por la enorme cantidad de personas que las utilizamos. Han sufrido una metamorfosis, eso sí. Su función de desarrollo democrático —como el papel que desempeñaron durante las llamadas primaveras árabes— ha evolucionado hacia la manipulación política, la desinformación y los discursos de odio.

Además, la economía de la atención, mediante la manipulación algorítmica, nos alerta de los peligrosos efectos que las redes sociales pueden tener sobre la salud mental. Necesitamos establecer nuevas normas frente a estas plataformas. Es un gran desafío que implica equilibrar la libertad de expresión con la seguridad y la credibilidad. Por otra parte, las políticas de moderación deben volver a ser un punto central en un momento en el que el impacto de Elon Musk empuja a X en la dirección opuesta.

Hay que prevenir a los usuarios potenciando políticas públicas para contrarrestar los efectos nocivos. ¿Por qué las instituciones no elaboran un índice de desarrollo digital (IDD) para evaluar el impacto ético y democrático de las plataformas sociales? En ese marco, el papel de los jóvenes es fundamental; no como simples consumidores de las redes sociales, sino como protagonistas del pensamiento crítico sobre los mensajes. Sin embargo, no será fácil si no creamos el clima adecuado para fomentar ese pensamiento crítico en espacios digitales menos agresivos. Es necesario combatir las dependencias emocionales que las redes sociales generan en los usuarios, ya que dificultan su capacidad para discernir y cuestionar el contenido que les llega.

Ferran Lalueza
Profesor de Comunicación y Social Media en la UOC

Más que morir, lo que han hecho las redes sociales es matar. Sobre todo, matar las estimulantes expectativas generadas a raíz de su eclosión y rápida popularización. Así, han aniquilado la promesa de crear una sociedad más abierta y dialogante. Los puentes que supuestamente deberían construir han sido reemplazados por trincheras en las que parapetamos nuestras convicciones para repudiar a quien se atreva a cuestionarlas. También han fulminado su potencial como autopistas de la información y generadoras de conocimiento. Su ilimitada capacidad para transmitir falsedades las ha convertido en temibles armas de desinformación masiva con vocación manipuladora.

Además, han liquidado su primigenia concepción democratizadora: la de dar voz a todos los usuarios por igual. Los algoritmos, de forma caprichosa o al dictado de intereses espurios, han entronizado a unas cuantas voces y han aplicado una frustrante sordina a todas las demás.

Por si fuera poco, las redes sociales nos roban el tiempo y nos secuestran la atención con estrategias adictivas, sin aportar ningún valor que nos compense. Y lo que es peor: también hieren de muerte la salud mental de nuestros menores. Particularmente, la de niñas y adolescentes. Aun así, sigo creyendo en la capacidad de las redes sociales para aportar cosas positivas a la sociedad. Para que el milagro se produzca, no obstante, solo existe una vía: la que combina concienciación, educación y una estricta regulación.

Janira Planes Frías
Especialista en cultura de internet en Hamlet Strategic Makers

Las redes sociales siguen siendo espacios de intercambio, experiencias y recomendaciones. Sin embargo, ya no son espacios públicos, ya que ahora es más evidente que nunca quién gobierna estas “plazas”: las empresas tecnológicas con ánimo de lucro. Muchas de estas empresas, en principio, no tienen la intención de manipular a las masas; más bien se refugian en la supuesta imparcialidad de un algoritmo que, dicen, solo responde a los gustos de las personas.

Pero este algoritmo no deja de ser una fórmula matemática que interpreta que, cuanto más interactuemos con un tipo de contenido, más nos interesa este tipo de publicaciones. Por eso el odio y la desinformación parecen propagarse más rápido que nunca. En realidad, estos contenidos nos afectan, les prestamos más atención y, por tanto, las grandes tecnológicas entienden que nos “gustan”.

Hay quien propone que los usuarios puedan elegir entre varios tipos de algoritmos; otros, como el propio Mark Zuckerberg, piden que sea el Estado quien fije sus límites. Los bots deberían prohibirse, ya que solo contribuyen a la degradación (o enshittification) de la experiencia en línea, y la identificación de los usuarios, aunque compleja y problemática, debería ser una opción a explorar.

Por lo que se refiere a los jóvenes, son cada vez más conscientes de la desinformación y del valor de la privacidad. Esto se refleja en una menor publicación de fotos estáticas y en una clara preferencia por formas de comunicación más efímeras.

Simona Levi
Directora de teatro, dramaturga, activista y docente

Es importante no confundir las redes sociales con internet. A menudo, atribuimos a internet problemas que solo existen en productos digitales de grandes multinacionales propietarias de plataformas. Internet es una red distribuidora y neutral, mientras que las plataformas sociales son espacios centralizados que dependen de señores blancos, heterosexuales y multimillonarios que buscan el propio beneficio a través de algoritmos que manipulan el acceso a la información y secuestran nuestra atención.

Nunca han sido diseñadas como espacios libres de intercambio de ideas, ni como ágoras públicas. Otra cosa es que, muchas veces, la ciudadanía les haya dado la vuelta para llevar a cabo acciones, como las rebeliones entre los años 2010 y 2013. Ocurrió lo mismo con el nacimiento de la imprenta, que se creó para difundir la Biblia y acabó utilizándose para generar nuevo pensamiento, llamado “herejía”.

En el ámbito de la información, las empresas tecnológicas deberían ser reguladas para no crear algoritmos adictivos, así como para no priorizar un tipo de contenidos con el objetivo de aumentar las ganancias.

Ahora bien, a la hora de legislar en este ámbito, es importante distinguir entre quién hace negocio con la (des)información y la polarización y quién solo hace uso de la libertad de expresión. Solo así se evitará perjudicar derechos fundamentales. La ley del discurso de odio, por ejemplo, es errónea porque no persigue el “odio”, sino el “discurso”. Es un matiz importante, y hace ya tiempo que vemos sus nefastas consecuencias. En las sociedades democráticas, es necesario regular la asimetría de poder. Si alguien puede hacer prevalecer su mensaje por encima de otros porque tiene dinero y poder, esto debe legislarse, imponiendo una obligación de verificación.

María Victoria-Mas
Directora de estudios de Periodismo en la Universitat Abat Oliba CEU

Noticias falsas, discursos de odio… Las redes sociales amplifican estos fenómenos, pero las verdaderas causas se encuentran en las carencias del sistema democrático. Tomemos, por ejemplo, el caso de la desinformación política creada por grupos de extrema derecha.

Las redes sociales son un canal para difundir más ampliamente los contenidos falsos. Sin embargo, el impacto de estos contenidos depende, en gran medida, de que la gente se los crea. Las personas que dan mayor credibilidad a este tipo de desinformación no lo hacen por el mero hecho de estar expuestas, sino porque están predispuestas: son personas que desconfían de las instituciones y de los medios. Por eso, prefieren acceder a fuentes alternativas. Cuando los ciudadanos pierden la fe en las estructuras democráticas, se vuelven más vulnerables a la manipulación.

Para solucionar problemas como la desconfianza, necesitamos medidas que afecten a todos los actores que formamos la esfera pública: un compromiso político con la comunicación veraz y alejada de mensajes polarizadores, medidas concretas para la protección y promoción de la independencia y la calidad de los medios de comunicación, y una promoción mucho más amplia de la alfabetización mediática de la ciudadanía… En definitiva, centrar el debate en la regulación de las redes es buscar un chivo expiatorio para eludir la responsabilidad que todos tenemos en la construcción de un sistema democrático más fuerte. La tecnología es lo que hacemos con ella.

Lorenzo Marini
Cofundador y director de Estrategia de Verificat y fellow de Ashoka

Hemos pasado de pocos millones de usuarios en los años noventa a una mayoría global conectada, transfiriendo gran parte de nuestra conciencia colectiva al espacio digital. Instituciones, medios y educadores no estaban preparados para esta revolución tecnológica.

Detrás de la tecnología hay personas: algunas luchan porque internet sea un espacio de respeto y calidad; otros, en cambio, lo aprovechan para manipular, vender o estafar. Estos actores incluyen a individuos, empresas, estados que utilizan la desinformación como arma geopolítica y partidos políticos. Además, la desinformación circula porque no estamos educados para verificar críticamente la información en un sistema que favorece la cantidad sobre la calidad.

Las soluciones no son sencillas, pero la regulación y la educación son claves. La regulación es fundamental, pero comporta riesgos: si no es participativa y consensuada, puede convertirse en una arma política y producir el efecto contrario. Es necesario proteger al usuario, pero también la libertad de expresión y la información plural. La UE lidera iniciativas para regular las redes, pero todavía queda camino por recorrer, especialmente en países sin democracia.

En el ámbito educativo, la tarea es aún más compleja, pero imprescindible. Debemos crear una conciencia colectiva sobre el impacto de la desinformación, que puede comportar crisis democráticas, polarización extrema e incluso muertes y pobreza.

Sergi Santiago
Periodista especializado en redes sociales y comunicación institucional

El progresismo histórico es la idea de que la historia sigue un curso inevitable hacia sociedades más prósperas y democráticas. Del mismo modo, alguien podría haber soñado que, con el paso de los años, seríamos capaces de habitar redes sociales más amables y avanzadas, pero la lista de inmoralidades de las empresas tecnológicas es interminable.

El escándalo de Facebook con Cambridge Analytica, que recopiló sin el consentimiento de los usuarios sus datos para favorecer la elección de Donald Trump, obligó a Mark Zuckerberg a testificar en el Congreso de Estados Unidos. Dos elecciones después, Elon Musk, propietario de X, ha utilizado su rol para favorecer el regreso de Trump y propagar desinformación contra Kamala Harris.

Meta, matriz de Facebook e Instagram, prometió invertir una lluvia de millones en moderación de contenidos, pero no ha protegido los derechos de sus trabajadores, ni la información que circula en sus plataformas. Hasta un 20% de moderadores de la compañía han tenido que cogerse la baja tras ver violaciones, asesinatos o suicidios en directo sin el acompañamiento necesario. Por su parte, X ha reducido drásticamente su equipo de moderación. Y la situación en TikTok es horripilante: son conscientes de que hay menores de edad desnudándose en los directos a cambio de dinero virtual y no lo han detenido.

El ánimo de lucro y la falta de escrúpulos de las empresas de redes sociales no deja de sorprendernos. La solución solo pasa por una toma de conciencia colectiva que se traduzca en regulaciones más estrictas y ambiciosas. Nos merecemos que las redes sean espacios a la altura de la cantidad de horas que les regalamos.

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