Siento un amor furioso por toda esta mierda

Il·lustració. ©Genie Espinosa

Ella pedaleó justo cuando el semáforo se ponía en rojo, él avanzó antes de tiempo: el resultado fue un accidente de tráfico. El manillar de él sobre el tronco de ella, la rueda de ella sobre la tibia de él; la chica dio dos pasos atrás y se desplomó sobre una valla de hierro y un arbusto, muy dramáticamente, con la barbilla hacia arriba y el dorso de la mano en la frente, como en una ópera.

Era de madrugada, en Provença con Sicília. Él se acercó a ella, cauteloso, le tocó el diafragma y dijo: Somebody please call an ambulance. De detrás los arbustos salieron tres o cuatro barceloneses dispuestos a salvar a cualquiera menos a sí mismos, ávidos de alimentar las pupilas con un poco de sangre, contentos de ser de utilidad. Los barceloneses llamaron al 112. Ella dijo: Com a mínim m’he trencat les costelles. Él la acompañó a la ambulancia, un hombre responsable. Pasaron la noche en urgencias entre adolescentes con comas etílicos, personas con dolores en el cuerpo y en el alma, y ancianos abandonados por los pasillos. Ella no se había roto nada de nada. Él tenía unas manos bonitas. Salieron del hospital a las seis de la mañana y a las seis y cinco ya se habían arrimado ferozmente y se habían besado con lengua.

Él era de Irlanda. Había venido a pasar unas semanas a Barcelona y regresaba al día siguiente. How original, dijo ella. Él le dijo que había venido, en cierto modo, a realizar terapia de choque. Era de un pueblo muy pequeño y siempre le habían contado leyendas horribles sobre la vida en la ciudad: locos, brujos, secuestradores, carteles con gente desaparecida. Le habían dicho que en Barcelona cocinábamos a los turistas a la cazuela, que los servíamos en las paellas de mar y montaña, y los vendíamos en los restaurantes de las Ramblas, ingleses comiendo ingleses; le habían dicho que en Barcelona entrabas vestido y salías desnudo; le habían dicho que la gente te gritaba en idiomas rarísimos y que estaba lleno de pintadas que invitaban a todo el mundo a largarse. A ella todo esto le hizo mucha gracia. Le pidió más detalles. Hacía buen tiempo. Encontraron una panadería abierta. Ella dijo que él tenía que invitar a los cruasanes, que era la tasa turística. Amanecía en la ciudad de Barcelona: los comerciantes barrían y fregaban su parcela de calle, los camareros montaban el chiringuito en la terraza, la gente se regalaba un paréntesis entre familia y trabajo con un cortado en la barra de un bar. Y de repente volvían a estar en Provença con Sicília, la esquina del siniestro. Teatral, excéntrica, ella apoyó el cuerpo en la misma valla de antes y él le comió la boca con mucha gracia, con mucha fuerza y con mucha destreza, y detrás de la cabeza de ella todavía veía un retazo de la Sagrada Família.

Il·lustració. ©Genie Espinosa Ilustración. ©Genie Espinosa

Ella trabajaba de vigilante de sala en la Fundació Joan Miró. Era algo temporal. Le dijo: Acompanya’m i t’entro. Él tenía una de esas aplicaciones para alquilar motos y pillaron todos los semáforos en verde, todos y cada uno de ellos, un miércoles de agosto en la calle de Aragó, en Barcelona. El viento de cara, poca gente. No vieron ni un accidente, no oyeron ni un claxon ni una ambulancia. La ciudad se rendía a sus pies. Ella le dijo que podía entrar a ver unos cuantos Mirós y luego ir a tomar un café. Él estuvo mucho rato mirando los cuadros de la sala que ella vigilaba. Primero era cándido, pero, después, dijo, bromeando, que todo eso lo podría haber dibujado un niño. ¿Un niño? Ella le dijo: Go away. Ella estaba muy cansada, trabajando de vigilante de sala en la Fundació Joan Miró, de pie todo el rato un miércoles de agosto en la ciudad de Barcelona. Hacía un calor insoportable, este imbécil casi le rompe las costillas y no había dormido una mierda. Lo repitió: Go away. Él pensó que ella bromeaba. Él dijo que apreciaba el arte moderno. ¿Pero ella bromeaba? No bromeaba. Le dijo: Go away or I’ll call security, y empezó a hablar por el walkie-talkie. El chico se largó. Sentado en el Marcelino, aprovechó para hacer el check-in, observó la ciudad y le invadieron unos cuantos sentimientos, sentimientos extraños y profundos. Cuando la chica salió, dos horas más tarde, él la esperaba en la puerta, un hombre diligente. Le cogió de la mano, la guio con gentileza hasta los jardines de al lado y le comió la cara con fruición, y también el cuello y las orejas, y ella le metió mano con fuerza, primero por fuera y después por dentro, y el asunto fue caldeándose y desplegándose entre arbustos y pérgolas, entre rosales, acacias y naranjos.

Cuando terminaron permanecieron callados durante un buen rato, y al final él dijo: It's so very hot, y ella asintió. Ella lo invitó a ir a su casa, le dijo que vivía cerca y que disponía de un ventilador. Caminaron Montjuïc abajo, hasta el Poble-sec y después hasta el Paral·lel. Sentían la tristeza de después del mal sexo, también la excitación de después del mal sexo. Eran las cuatro de la tarde y la ciudad de Barcelona holgazaneaba: una mujer paseaba un caniche podado como un arbusto de Versalles; un repartidor con un carro de cajas intentaba —en vano— driblar a una anciana que paseaba; un hombre se apoyaba en una pared sin cara de esperar nada ni a nadie, por el simple placer de estar allí. Ella miró la cara de él y sintió una necesidad impetuosa de comérsela toda, y él a ella también. Se morrearon largamente, mientras caminaban. Era agosto, ¡me cago en Dios!, ya podías estar chorreando de calor que había prisa por manosearse, por besarse, por probar la carne de los demás.

Ella giró la llave de la cerradura y gritó: Ei. Tanteaba el terreno. De dentro salió una voz que decía: Ei. Ella dijo: Vinc amb un guiri. La otra voz se rio y dijo: En peores plazas hemos toreado. Él esperaba en la entrada del piso. Temía que lo cocinaran a la cazuela, la última noche de su terapia vacacional en la ciudad de Barcelona. Ella lo invitó a la habitación y puso en marcha el ventilador al 3. Entonces, varias sensaciones: languidez, roncería, pereza. Estuvieron durmiendo durante casi cuatro horas. Él se despertó porque ella le lamía la sal de su sudor. Arrumacos tórridos y lentos, pieles que resbalan. Ella se sentó en el balcón y se fumó un cigarrillo. Oía el alboroto de la calle, el runrún de los bares de debajo de su casa. Caía la noche y la gente salía de sus madrigueras, como los bichos, y se entregaba a la jarana, a la parranda, a disolverse en los demás. Todavía hacía calor y la ciudad arrojaba un hedor insoportable. Ella dijo: Sento un amor furiós per tota aquesta merda. Entonces su estómago pegó un grito y el estómago de él emitió un gruñido y bajaron a comer un kebab, sin picante; la tranquilidad de esa bola de carne dando vueltas para siempre.

Era fácil entregarse a un amor de una noche. Ella le lamía el aceite de los labios frente al ventilador, él se comió un trozo de carne de entre los dientes de ella, sus melenas revoloteaban como en una película. Él dijo que al día siguiente tendría que irse pronto, para hacer las maletas. Ella no dijo nada. ¿Qué iba a decir? Le acarició el paquete mientras los mecía el sueño y hasta que el sueño los venció. De madrugada los despertó un alboroto. Él, alarmado: What’s going on? Las manos en la barandilla del balcón, los pies tocándose, miraban a los borrachos, los guiris, los juerguistas, los transeúntes. Ella tenía el ojo entrenado para captar a carteristas. Le iba diciendo: Mira allà, y él decía: What? Where?, y al cabo de dos minutos alguien se ponía las manos en un bolsillo, daba un brinco o miraba sus pies, y ya no estaba el bolso. Desde los balcones, en bragas o en pijama, en albornoz, reventados y legañosos, los vecinos, todos juntos, miraban el espectáculo.

Cuando lo acompañó al metro era muy temprano. Bajó con él hasta las máquinas. Él le dijo que sentía una reverencia profunda por la noche que habían pasado juntos y que la invitaba a su pueblecito de County Clare, en Irlanda. Se alegraba mucho de volver a casa entero, con todas las extremidades intactas. Ella le comió la boca con pasión, con furia, con desdén, y después se marchó sin mirar atrás. Las escaleras mecánicas se habían estropeado y no lo vio hasta que ya se había metido en ellas, y tuvo que subirlas andando. De vuelta a casa tenía las mejillas llenas de rímel, tenía los músculos cansados y pisó un chicle. El calor empezaba a oprimir los cuerpos y las almitas. Un grupo de gente se había reunido en torno a un gato muerto; le habían puesto una sábana blanca por encima; alguien hablaba. La ciudad de Barcelona se levantaba, un día más: gente tirando cubos de agua en las meadas, bicicletas reprendiendo a automóviles, comerciantes levantando persianas.

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