Tejer espacios de pensamiento feminista

Fina Birulés

Retrat de Fina Birulés © Camilla de Maffei

Destilar pensamiento implica una labor costosa de condensación del sentido y de pericia sintáctica. Quien conoce a Fina Birulés sabe de su precisión tenaz en el pensar y en el decir, una precisión de una claridad profunda que resulta enigmática. También sabe de su preferencia por el fragmento, por el indicio, por la pista descentrada del canon o del tópico. Sin aspavientos, pero con contundencia, rehúye las tendencias totalizantes del pensamiento. A la vez, le son del todo ajenas las últimas modas en el filosofar que confunden la autenticidad del mensaje con una exposición pública del yo, de las virtudes y de los compromisos propios, mientras se subraya la novedad absoluta de cada ocurrencia.

Fina Birulés (Girona, 1956) es una figura de referencia internacional en el pensamiento feminista y en el estudio del pensamiento femenino contemporáneo, en especial de la obra de Hannah Arendt. Es profesora de filosofía en la Universidad de Barcelona, institución en la que, desde los años noventa, ha fundado y promovido varias formaciones de investigación para introducir los estudios de la mujer y el género y donde es directora del Seminario Filosofía y Género-ADHUC Teoría, Género, Sexualidad. Por esta labor recibió la Cruz de Sant Jordi en 2017.

Su presencia discreta siempre es un acontecimiento. Hace pensar. El pensamiento tiene un fondo irreductible que no se deja transformar en otra cosa, crea en torno a sí mismo una atención y un silencio. Incluso cuando quien piensa, lo hace ante más de dos mil personas en una plaza pública. Si se le pregunta a Fina Birulés por su historia, explica historias donde siempre están las demás, el mundo y los quizás. Afirma con la ligereza y la elegancia de la elipsis la importancia de lo que hay que transmitir.

¿Cuál ha sido tu Barcelona?

Llegué a Barcelona para cursar mis estudios universitarios. Quedé deslumbrada por la cantidad de cosas que se podía hacer, por el anonimato de la gran ciudad. Los años 73 i 74 eran de una efervescencia totalmente subversiva, de un cierto anarquismo que se acabó de manera repentina con el atentado de la sala de fiestas Scala en 1978, que nunca se ha aclarado del todo. Aquel anarquismo se encontraba en el Zeleste y al mismo tiempo se percibía en la plaza Reial con figuras como la de Ocaña. Recuerdo que cuando invitaron a Federica Montseny a Montjuïc, parecía sorprendida de no saber quién eran los hippies entusiastas que se encontraban en el numeroso público. Era una Barcelona muy contrapuesta aparentemente entre los hippies y los comprometidos políticamente. Eso se explica muchas veces así, pero creo que había muchos puentes entre una cosa y la otra. Si eras de Barcelona no parecía todo tan alentador, pero yo venía de Girona, que en aquel momento era una ciudad que tiraba a provinciana, que tenía muy poco teatro y muy poco cine...

¿Y por dónde te movías entonces?

Me dediqué a pasar el día en la Filmoteca y las noches en Zeleste. Al mismo tiempo tenía muchos vínculos, convivía con gente comprometida políticamente. Viví en muchos pisos compartidos: en la Rambla de Catalunya, que antes de las Olimpiadas era donde estaban los travestis que se prostituían; en Sarrià, en Sagrada Familia, en Hostafrancs...

Era también la Barcelona del asociacionismo de barrio.

Sí, sobre todo en Hostafrancs, donde colaboré con la asociación de vecinos y era compañera de viaje de mis amigos del PSUC. Era una Barcelona muy excitante porque todo parecía a punto de pasar. Ya pasaba, pero la sensación era de que todo estaba a punto de pasar. Y la muerte de Franco, que se celebró con un entusiasmo muy fuerte, fuerte y contenido, acabó de explosionar todo eso. Todo el mundo ve venir el final del franquismo, pero en las grandes manifestaciones de "Llibertat, amnistia i estatut d'autonomia" [Libertad, amnistía y estatuto de autonomía] se tenía que correr. Y en estas manifestaciones y luchas, mientras muchos llevábamos una pegatina con el logo de la Generalitat donde estaba escrito “Volem l'estatut” [Queremos el estatuto], mis amigos anarquistas llevaban una que decía ¡"Volem un vermut"! [Queremos un vermut].

Vermut, ¡ahora lo tendrían!

En fin... Aquella era una Barcelona muy interesante culturalmente, pero al mismo tiempo era una Barcelona que tenía barrios y suburbios totalmente abandonados... Se veía mucho la falta de interés del Estado, de la política, por la vida de las personas, sobre todo por aquellas personas con menos recursos. Ahora ya son muchos años de instituciones democráticas y transformaciones de la ciudad, con las que se han organizado muchas de las cosas que se generaban desde los barrios. Aquella Barcelona que conocí en la Transición fue en buena medida deglutida por las instituciones. En el momento en que los partidos políticos fueron reconocidos, intentaron quedarse con todo lo nuevo e innovador que había en las asociaciones de vecinos y convertirlo en algo institucional, que quizás está bien, pero que tiene un precio: a partir de aquel momento se habla de representación y no de participación. Y se dio un cierto desaliento en la participación, porque de repente todo se podía hacer si se pedía una subvención. Buena parte de la chispa de querer actuar colectivamente permanece, a pesar de que, a veces, es de una manera que se aplana.

¿Y cómo fue la universidad?

Había un poco de todo, los apoltronados y muchos del régimen, y también profesores y estudiantes que se organizaban en grupos de lectura. Por ejemplo, había un seminario que se reunía los sábados para leer El Capital con Antoni Domènech, Manuel Cruz, Gerard Vilar... Había mucha actividad, a veces mucha parálisis institucional, pero todavía era posible hacer muchas cosas que ahora no se hacen, seguramente porque se pueden llevar a cabo fuera. Entonces la universidad tenía algo de refugio porque la autoridad todavía era el rector. Ahora el rectorado más bien deja entrar a la policía o incluso es quien la llama.

Persones travessant un pont vistes des de dalt. © Camilla de Maffei © Camilla de Maffei

¿Tu decisión de estudiar filosofía fue una opción trágica a la manera de Hannah Arendt “o estudio filosofía o me tiro por la ventana”?

No tenía claro que quisiera hacer filosofía, era una de las posibilidades... Había pensado estudiar cine, que solo se podía hacer en Madrid, pero en mi casa no lo vieron claro, y pensé: “Ya trabajaré después y lo haré”. Hice unos cursos una vez acabada la licenciatura, que quedaron en casi nada. Estaba entre cine, clásicas y filosofía, y en el segundo curso de lo que en la época se llamaban cursos comunes tuve a Emilio Lledó y quedé fascinada de cómo se podía estudiar, pensar, a partir de los clásicos griegos.

De todas maneras, muy a menudo recurres a la literatura y al cine en tus reflexiones...

Sí, y no creo que la literatura ni el cine sean ilustraciones del pensamiento. A veces, en filosofía tendemos a considerar que son meras ilustraciones y que lo que importa de verdad es el concepto. Pienso que puede haber un diálogo, y en este, a veces, quien manda no es la filosofía sino lo que sería la narración o narrativa. Una parte importante de la literatura, y del cine por extensión, ofrece visiones que nos permiten pensar o imaginar cuál puede haber sido la experiencia en otra época o en otra parte del mundo. Considero que la narrativa y el cine son muy interesantes porque prestan atención a la sintaxis. En la filosofía no digo que escribamos mal, pero seguro que escribimos raro; y algunos más raro que otros. Lo de la filosofía es un lenguaje con una voluntad de abstracción que sustantiva verbos, con giros lingüísticos que a su vez son conceptuales y que, a pesar de que quizás son necesarios, quedan muy compensados si atendemos al cine, a la literatura... Es muy interesante ver cómo está construida una película, qué frases hay, qué sintaxis, qué va antes y qué va después, cómo cada fotograma arrastra el sentido del anterior y está abierto al de los posteriores.

¿Y tu amor por la poesía?

La poesía me interesa muchísimo, quizás porque no sé escribir. Me parece un lenguaje que se podría acercar a este lenguaje extraño de la filosofía, pero justamente solo es extraño porque, por un lado, va mucho a la esencia y, por otro, consigue hacer resonar las palabras. La poesía me encanta por la capacidad de decir lo que no se puede decir. También creo que tiene la virtud de lo que indicaba Wystan Hugh Auden: “Benditas sean las reglas métricas, que impiden las respuestas automáticas y nos obligan a pensarlo todo una vez más, libres de las ataduras del yo”.

¿Cómo se pasa de una tesina de cariz analítico y marxista a una tesis sobre las filosofías de la historia, y después a la investigación de la obra de las filósofas?

Durante la carrera tuve una serie de profesores típicos de la España del final del franquismo, con muy poco interés, muy de manual y muy ligados a la iglesia, a la derecha, al conservadurismo... Después, algunos profesores estaban introduciendo lo que en aquel momento parecía subversivo: la filosofía analítica, el pensamiento marxista... Como resultado, nos volcamos tanto en la analítica como en el marxismo. Mi tesina era una mezcla de las dos cosas, trataba de estudiar los límites del materialismo dialéctico desde el punto de vista de la analítica. De hecho, era un tipo de diálogo ingenuo entre marxismo y filosofía analítica o positivismo.

¿Qué queda de aquel diálogo en tu pensamiento?

Aquello era fruto del momento, pero me permitió aprender mucho sobre qué es pensar con un cierto orden y acercarme a Hegel más allá de los manuales de materialismo dialéctico. A partir de la mezcla de marxismo y analítica, me empiezan a interesar los temas que tienen que ver con pensar la política. Pero no desde la teoría política o desde un modelo marxista, del que no estaba alejada, sino más bien desde la pregunta “¿qué significa comprender el pasado, que significa hacer historiografía?”. Estos temas me llevaron a la filosofía de la acción, a la atención al relato retrospectivo, y esto, cuando me encontré con Arendt, me fue de gran ayuda. Y Arendt también me ayudó a cuestionar algunas cosas que había hecho hasta entonces. De hecho, creo que su pensamiento, a pesar de que ahora se quiere convertir en un tipo de discurso que puede encajar en todas partes, es muy incómodo para lo que habitualmente pensamos y para lo que yo misma pensaba en aquel momento.

Un encuentro no previsto y provocador.

Sí, la había leído por carambola antes de dedicarme a ella como me he dedicado tantos años. Había leído Sobre la revolución, que me había indignado, o como mínimo me había dejado muy perpleja. Y había leído fragmentos de La condición humana que me habían sorprendido porque hablaban de natalidad y no de mortalidad.

¿Y entonces?

Volví a ella más tarde, cuando nació el Seminario Filosofía y Género, que empezó en buena medida porque el alumnado preguntaba si no había filósofas. Nos pusimos a trabajar juntas algunas profesoras y unas cuántas jóvenes estudiantes o doctorandas. Pensábamos que había muy pocas filósofas y vimos que se nos había abierto todo un ámbito de investigación que ha durado desde el inicio de los noventa hasta hoy. En aquel momento nos repartimos unas cuantas filósofas para trabajarlas, traducirlas... Y yo elegí la que me había dejado tan perpleja.

El Seminario Filosofía y Género, al que te has dedicado tan apasionadamente como a leer a Arendt, ¿empieza como experiencia de auto-organización en el seno de la facultad de Filosofía ante una gran carencia y a costa de una doble/triple agenda de investigación?

Al principio, y casi siempre, funcionó por la disponibilidad de la gente que había en aquel momento. Nos dividimos en subgrupos que se encontraban los fines de semana, leíamos, discutíamos, escribíamos artículos... Por ejemplo, hicimos un número de la revista Archipiélago sobre Arendt. También realizamos un monográfico, “El cuerpo de las ideas”, en la revista Transversal, donde intervinieron Ada Colau o Carmen Corral. Hicimos la primera traducción de una entrevista a Judith Butler. El objetivo era encontrar textos, leerlos, traducirlos... En paralelo a la recuperación de las filósofas, algunas teníamos interés en formarnos, en discutir sobre la teoría feminista contemporánea. En aquella época creamos un pequeño grupo y leímos a Luce Irigaray, a  italianas como Alessandra Bocchetti o a filósofas como Diótima...

¿De aquí nace la reflexión que cambia la idea autoritaria de la autoridad?

Sí, el grupo de lectura de teoría feminista fue variando de componentes, pero las constantes fueron Maite Larrauri, Mercè Marçal, Rosa Rius, Carmen Corral, yo... y durante una época participaron Anabel Mejuto y algunas personas jóvenes que aparecieron y desaparecieron en función de sus disponibilidades y las épocas. Se quería hacer un discurso conjunto, y salió un monográfico sobre la autoridad, en cuyo contenido destacó sobre todo el papel de Mercè Marçal y Maite Larrauri. Maite, porque estaba muy vinculada al pensamiento italiano de la diferencia, que en aquel momento discutía sobre la autoridad. Y Mercè, porque hacía muchos años que batallaba por la transmisión y la visibilidad de la obra literaria de las mujeres. El grupo fue muy productivo, a pesar de que conjuntamente solo hicimos este escrito sobre la autoridad. Y consiguió, a través de Mercè Marçal, que tenía el talento de sacar lo mejor de cada una, tejer relaciones entre el Seminario y el Comité de Escritoras del Centre Català del Pen Club. Este comité, constituido por la misma Mercè Marçal, Montserrat Abelló, Josefa Contijoch, Mercè Ibarz, Lluïsa Julià i Neus Aguado, entre otras, organizó un gran número de actividades. Una de las más interesantes fue "Cartografies del desig" [Cartografías del deseo], un conjunto de conferencias dramatizadas con la participación de actrices, músicas, compositoras, cantantes y pianistas, y con Araceli Bruch, alma e impulsora material de aquel innovador proyecto.

Diversos retrats de Fina Birulés mentre parla. © Camilla de Maffei © Camilla de Maffei

Siempre has privilegiado trabajar en compañía, con gente de edades y procedencias diferentes, en vez de hacer carrera en solitario.

Es cierto, pero también hay que decir que ha ido relacionado con la época y el contexto en el que yo me movía. En el Seminario nos movíamos con la voluntad no tanto de hacer visible lo que cada una sabía o podía hacer, sino de generar espacios que pudieran tener una cierta continuidad. Lo hacíamos con la intención de evitar lo que parece que pasa siempre: cada mujer que empieza parece que tiene que iniciar el discurso de cero. Queríamos que hubiera algún tejido, más bueno o más malo, a partir del cual empezar. Eso siempre me ha parecido importante políticamente. No tiene que ver con la política de los partidos políticos o de la gestión de lo político, sino con la política en el sentido amplio. Cuando estás en un espacio compartido con otros, merece la pena tejer algún tipo de relación que permita, en algunos casos, una amistad “de tipo filosófico”, como decía alguien; en otros casos, simplemente, tejer una nueva forma de relación con los textos, con la herencia, con las palabras, un espacio por el que pueda transitar algo más.

¿También por el pensamiento?

Puede ser porque no sé pensar sola, ¡quizás es algo totalmente egoísta! Hay gente que escribe a la contra, no saben escribir si no es diciendo “no es esto”. En cambio, yo, si no me siento interpelada por lo que dice otra u otro, aunque no sea exactamente cercano, si de repente alguien dice algo en lo que no había pensado, no se me ocurre inmediatamente decir “no es eso”. Quizás quien dice “no es eso” después lo repiensa todo, pero para mí es al revés, me sirve de estímulo. Si estoy sola creo que no sé pensar. Una manera estúpida de decirlo es que siempre he tenido la sensación de que me gusta más leer que escribir. Quizás porque soy un poco perezosa, o porque no sé escribir muy bien, pero también porque leer me interpela. Leer no es algo a lo que vaya para buscar como acaba la novela, sino la sensación de “a ver si habrá algo que me pondrá en marcha...”.

El rechazo a lo que viene del otro parece un rasgo bastante endémico de la vida académica.

Sí, de la estructura y las relaciones dentro de las universidades. Es como se hacen grupos de poder, “tú eres de los míos y no de los otros”, casi siempre relacionado con el desprecio que se supone que tienes por los demás. Pocas veces se piensa que alguien está escribiendo algo que quién sabe si es interesante. Es una manera de “generar escuelas”. Yo diría que el Seminario no ha ido a generar escuelas. Es verdad que hay corrientes, pero estos espacios comunes que han nacido del trabajo feminista de querer transmitir, de pensar juntas, han tenido y tienen que ver con tejer relaciones diferentes, lo que va justo en contra de la idea de crear corrillos. A pesar de que siempre se presenta la imagen del feminismo como un movimiento de camarillas.

A menudo dices que la revolución feminista ha sido una revolución sin modelo, pero que no ha sido un “hacer sin saber”, en el sentido de no ser conscientes de la importancia de lo que se hace.

Pienso que gran parte del feminismo se ha heredado del gran movimiento de los setenta, a pesar de que ha ido variando, y desde principios del siglo xxi se ha transformado un poco. En un momento determinado, se tomó muy en serio que era muy importante lo que se estaba haciendo. Esta es una característica de la mayoría de mujeres que han salido o se han hallado fuera de la norma a raíz de su condición femenina: saber que es importante lo que están haciendo. Arendt es un caso, y Simone Weil, otro. Son conscientes de que están aportando algo, incluso a sabiendas de que ese algo queda en el margen de los márgenes. A partir del momento en que se toma seriamente la importancia de lo que se ha hecho, hay una voluntad de tejer relaciones, de tejer instituciones...

¿Y cómo encajan los feminismos y las instituciones?

Una cosa es cuando el feminismo consigue ser aceptado y se puede desarrollar mínimamente en el marco institucional. En el mundo universitario, este “mínimamente” se traducía en “tener que hacer una doble carrera”. Durante un largo periodo, el feminismo ha podido estar dentro de las instituciones pagando el precio del doble de trabajo, de la doble/triple agenda que decíamos. Otra cosa es cuando fue tomando forma lo que más tarde se ha denominado feminismo de estado. Los partidos políticos y las instituciones asumieron algunas reivindicaciones y se empezaron a modificar leyes para reconocer la igualdad entre hombres y mujeres, se crearon los institutos de la mujer. Los cambios en las leyes son muy importantes, pero no pueden resolver todos los problemas y todas las transformaciones que las mujeres reclamamos. Esta institucionalización ha supuesto una cierta simplificación: los temas relevantes en relación con la “cuestión de la mujer” o “cuestión femenina” son reducidos a dos o tres. En cambio, el feminismo insurreccional de los setenta, me parece que lo decía Adrienne Rich, afirmaba: “Estamos hartas de ser la cuestión femenina, somos las mujeres las que cuestionamos”. Me parece que el feminismo institucional, seguramente el único que se puede hacer con la estructura actual de los gobiernos, solo hace políticas de igualdad. Una parte sustancial de la vida política de los hombres y las mujeres no solo tiene que ver con la igualdad. Es muy importante la igualdad, ante la ley y en el orden de las posibilidades económicas y de los recursos, pero no solo es eso. Las políticas de paridad matemática no reforman automáticamente los problemas que nacen de las relaciones. Conviene prestar atención a las diferencias, a las relaciones no reductibles a las de igualdad, es decir, a los conflictos y a las asimetrías. Y es importante que haya otros grupos que hagan visible este punto.

La eterna discrepancia entre feminismos...

Retrat de Fina Birulés © Camilla de Maffei © Camilla de Maffei

¡No me parece que la discrepancia sea una mala cosa! Cuando se ha olvidado algo, ¡es interesante que alguien avise! De hecho, al feminismo siempre se le pide que lo sea todo: ecologista, que no sea homófobo, ni racista, etc. Y está muy bien, pero es el único movimiento al que se le pide. A la vez, ha tenido y tiene la capacidad de reunir en su seno grupos que lo cuestionan y que van poniendo sobre la mesa nuevos temas o reabren algunos que se consideraban cerrados. Y eso me parece muy interesante; las mujeres hemos ganado mucho de esa discrepancia. La gracia de todo esto es dejarse interrumpir, dejarse interpelar y no ir con un paquete completo que lo explique todo: cuando puedes decirlo todo, también dices muy poco. Por ejemplo, la larga discusión sobre cómo entender la feminidad... los hombres prácticamente no han reflexionado sobre qué es la masculinidad y sus formas. Pienso que, a pesar de que hemos discutido muchísimo, este debate, que siempre se presenta como un guirigay, ha sido muy enriquecedor.

¿Es la transmisión una parte central de esta política?

La cuestión de la transmisión se ha hallado siempre presente en el Seminario Filosofía y Género, pero inicialmente lo que había era el descubrimiento: el descubrimiento de textos, la posibilidad de traducir... Quizás, en el fondo, traducir, transponer, ya es una forma de transmitir. Pero, en un primer momento, sentíamos la necesidad de hacer visibles a las filósofas, que costó bastante. Respecto a la historia obstaculizada de la transmisión de la obra de las mujeres, muy a menudo se ha considerado que es importante que sea transmitida para reparar una injusticia histórica. La obra de las mujeres ha sido excluida de la cronología, pero me parece, y no solo a mí, que también es importante transmitir la obra de las filósofas, porque llena lagunas teóricas que de otra manera seguirán siéndolo. Su aportación es importante para repensar las herramientas conceptuales que tenemos. Recuperarlas nos ayuda en el presente, y no solo para quedar tranquilos habiendo reparado una injusticia histórica.

¿Por qué ahora es especialmente importante transmitir?

Porque en una época en que la transmisión es algo cuestionado, tanto desde el punto de vista de lo que son los planes de estudios (escuelas, universidades, etc.), donde predomina el know-how, como desde la idea de que no hay que transmitir información, sino que hay que generar individuos plásticos que tendrían que saber afrontar los nuevos cambios que están por venir, pero que nadie sabe cuáles son. Pienso que actualmente transmitir es un trabajo que tiene mucho que ver con una voluntad de que el mundo tenga una cierta “estabilidad”, quiero decir discursos compartidos, discursos que pueden ser incluso discutidos, redes conceptuales... pero, si todo pasa a la velocidad de aceleración de nuestro tiempo, resulta que no se sabe qué significa conservar, ni qué significa innovar, ni qué significa ser plástico. La transmisión ha estado en el centro de mi vida porque durante muchos años me he dedicado a hacer de profesora de filosofía, lo que presupone básicamente una tarea de transmisión. Ahora bien, transmitir es una cuestión que tiene que ver como mínimo con dos cosas: quién transmite y quién recibe. Y hay que confiar en que lo que queremos transmitir será recibido por alguien y este alguien le dará el uso que le parezca oportuno, seguirá la herencia, y eso consiste en ser un poco infiel, es decir, no repetirla mecánicamente sino ampliarla. La filósofa belga Françoise Collin hablaba de la “navegación de cabotaje”. Si la herencia es la costa, hay que alejarse un poco, seguir el propio viento, y volver de vez en cuando.

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