Un regalo especial

Il·lustració © Enrique Flores

Mamá cumple sesenta y cinco años y tengo que hacerle un regalo especial. Empiezo a sentirme presionado el día que me llama la abuela del pueblo para recordármelo —ella ya tiene noventa y cuatro, pero la cabeza y el cuerpo aún le carburan a la velocidad de la luz—. Descarto comprarle una joya después de pasearme por el Born y la Ribera dos tardes enteras.

Nada me convence; por otro lado, mamá tiene tantas joyas que no hace mucho mandó instalar una segunda caja fuerte en la habitación en la que dormí hasta que tuve la suerte —el privilegio, dice ella— de independizarme. Una mañana, a la hora de ir a desayunar, le comento a una compañera de oficina que me estoy rompiendo la cabeza, sin éxito, para encontrar el regalo ideal para los sesenta y cinco de mamá.

—Es normal —responde—. Es una edad simbólica importante.

Me pregunta si coincide con la jubilación y digo que no: ha pedido cinco años de prórroga en la facultad, donde a partir de ahora será profesora emérita de Lengua y Literatura Sánscritas.

—Siempre dice que cuando se retire se cargarán su plaza, y que el sánscrito quedará muerto y enterrado en la Universidad de Barcelona.

—¿Sería eso una gran pérdida?

Mi compañera tiene una visión liberal de la existencia que aplica también a la cultura. ¿Por qué habría de conservarse una asignatura así, si no hay demanda?

—Le ha dedicado toda su vida —digo.

En realidad, habría querido explicarle que una universidad pública debería poder transmitir conocimientos que se perciben como minoritarios, a pesar de su innegable valor. No lo hago porque intuyo que el comentario motivaría una discusión que tensaría algo más nuestros cuerpos sedientos de un encuentro furtivo fuera del banco en el que trabajamos. También nos distraería del tema que nos ocupa.

—De momento he probado con la opción joya, pero no me motiva —continuo, para volver a abordar el regalo de mamá.

—Un viaje un poco currado sería mejor idea.

—Tienes razón.

Esa noche llamo a papá para saber qué piensa. Tendríamos que ir los tres. Con alargar un poco el fin de semana bastaría. Se me ocurren Praga, Viena y Berlín, tres lugares a los que estoy convencido de que querría volver.

—El único viaje que me queda por hacer es el de cuando estire la pata.

Con papá no puedo evitar la discusión que con la compañera de trabajo nos habría acercado a un abismo, al fondo del cual habría una cama enorme en la que nos revolcábamos. ¿Por qué no puede ser un poco más generoso? ¿No se da cuenta de que a mamá le haría ilusión un viaje? Llego a proponerle que hagamos el regalo conjunto, así se ahorraría el esfuerzo de comprar —e incluso pensar— algo.

—Veo que tienes muy mal concepto de mí —dice—. Tengo ideas.

—Ah, ¿sí? ¿Como cuáles?

—El otro día vi un bolso cojonudo…

Es una propuesta pésima: los últimos bolsos que le regaló acabaron en la tienda. Pero a papá todavía le quedaba algo en el tintero.

—…y la llevaré a cenar el día de su cumpleaños. Este año cae en viernes, ¿no?

—En domingo.

Detesto tener que sobreactuar en el papel, algo repelente, de hijo responsable. Para rebajar un poco la tensión entre nosotros, accedo a pensar en alguna alternativa al viaje.

Los días pasan y no hay forma de encontrar un regalo que me parezca lo suficientemente singular para los sesenta y cinco de mamá. Evito volver a hablar de ello con la compañera de trabajo, aunque seguimos desayunando juntos, y sospecho que no tardará en engañar a su marido conmigo, puesto que soy más joven, más fuerte y más inteligente que él. No quiero convertirme en su segundo plato, pero al mismo tiempo deseo que llegue la próxima cena de empresa para sentarme a su lado y llenarle la copa de vino cada dos por tres, hasta que de camino al primer karaoke me lleve por una senda secreta que desemboque en el aparcamiento donde nos espera su Opel Corsa, del mismo rojo eléctrico que ha escogido para pintarse las uñas.

Mi búsqueda empieza a orientarse en una buena dirección la noche que se me ocurre buscar “nuevas experiencias” en una revista de tendencias que Google tiene la costumbre de recomendarme. Allí encuentro el primer túnel de viento de la ciudad, una cena en la oscuridad —con un lujoso menú que incluye insectos en cada plato—, un día de rafting, una escape room en una casa del terror y un vuelo en parapente en el Montseny. Todas las propuestas tienen puntos a favor y en contra. Las voy dilucidando mientras el dedo índice sigue haciendo scroll y descubriéndome nuevas ideas. Cuando llego a la propuesta de un circo itinerante que estará en la ciudad los próximos diez días tengo una pequeña epifanía: acabo de encontrar lo que buscaba. Accedo a la web y me informo del precio, de la disponibilidad y de la seguridad de la pequeña extravagancia que le regalaré a mamá. Cumplir sesenta y cinco años marca un antes y un después, y por eso quiero ofrecerle una aventura que no tiene nada que ver con tragarse un espectáculo de acrobacias y payasos, sino con uno de sus sueños: de pequeño me había repetido en varias ocasiones que le gustaría ser un pájaro y poder pasearse por el cielo. La experiencia promete un vuelo de treinta segundos, propulsada desde el interior de un cañón gigante en una trayectoria ascendente hasta un centenar de metros que acaba con una caída en una gran red sobre el mar. Mamá, surfista del aire. Mamá, una magnífica mujer bala.

El regalo le hace tanta ilusión como había imaginado. Los tres nos dirigimos hacia la playa de la Mar Bella, donde está instalada la carpa de circo y la atracción estelar con la que los propietarios se sacan un sobresueldo desde que un usuario cayó dentro del cañón por error tras un espectáculo en Francia, se disparó y, cuando el hombre se descubrió colgado de un árbol, gritó: “C’est magnifique!”.

—¿Estás nerviosa?

Papá le hace la misma pregunta cada cinco minutos. Ella ha empezado diciendo que no, luego le ha pedido que se concentrara en conducir bien, y cuando entramos en el aparcamiento reconoce que sí, un poco.

—No me extraña —dice él—. Si a mi me regalarais algo así cuando cumpla los sesenta y cinco…

—Sabes que no se me ocurriría —replico.

—A veces, el mejor regalo es que no haya regalo.

Como tenemos una hora pactada para el lanzamiento, dejamos atrás la cola de los que todavía no han comprado la entrada y pasamos a una sala donde hay, colgados, una veintena de equipamientos indispensables para poder volar.

—Hijo —me dice mamá, justo después de que le den un mono de color rojo, las botas y el casco—. Te estoy muy agradecida por este regalo tan original. Siempre te he dicho que me habría gustado saber qué siente un pájaro cuando se lanza al vacío y en lugar de caer puede pasearse, tranquilamente, por el cielo. Pero ahora que este sueño está a punto de cumplirse, he pensado que preferiría que fueras tú quien volara en mi lugar.

Papá se ríe por lo bajo. Si tuviésemos tiempo, le soltaría alguna burrada, porque él no se ha afanado nada con su regalo y todavía quedará como el bueno de la película.

—De acuerdo —digo.

A los cinco minutos ya llevo puesto el equipamiento reglamentario y dejo que un hombre fornido me lleve hasta la boca del cañón. Me va dando unas instrucciones en inglés que entiendo a medias. Lo que parece más importante es que debo mantener los brazos pegados al cuerpo, también durante el vuelo, para poder alcanzar la velocidad óptima y todo vaya bien.

El interior del cañón huele a pólvora. Me pizca la nariz. Saco la cabeza un momento para ver a mis padres por última vez antes de la detonación. Él tiene el brazo levantado, como si me dijera adiós. ¿De veras cree que se deshará de mí tan fácilmente? Si hubiese previsto que la experiencia era peligrosa, no estaríamos aquí. Siento que mamá se lo pierda, pero al final seré yo quien se suba al cielo, igual que uno de los personajes voladores de las leyendas hindúes que me contaba antes de dormir. Siempre alzaban el vuelo en momentos decisivos de la trama. Yo, en cambio, solo tengo que pasar treinta segundos en el aire. Mi vida no se transformará en ningún sentido. Mañana volveré al banco. Atenderé a clientes amables y a otros que son tan maleducados que me desesperan. La veré a ella, desayunaremos juntos y le contaré mi domingo.

En el fondo de mi abismo no hay ninguna cama, sino una red fofa que acoge mi cuerpo, totalmente solo, que cae en ella tras medio minuto de vuelo, con la esperanza frustrada de que hubiesen puesto más pólvora de la cuenta y hubiese ido a parar muy lejos, a un lugar del que no pudiese volver.

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