Vestidos Lali

Il·lustració. © Laura Wätcher

Remei y Maria habían nacido con dos años de diferencia, una en Gràcia, la otra, en Horta, y lo más probable es que sus caminos hubiesen transcurrido en paralelo, sin cruzarse nunca, si no hubiese sido porque Remei había decidido hacerse cargo del negocio de su tía soltera, la señora Eulàlia, a quien todo el mundo llamaba Lali, cuando un cáncer de útero imprevisto la había mandado al cementerio demasiado pronto, justo a los setenta años, y de forma tan fulminante que la pobre Lali de Vestidos Lali ni siquiera había podido decidirse por el conjunto —amarillo pálido o verde romero— con el que quería ser enterrada.

Remei, huérfana de padres, hermanos y primos, a los treinta y uno recién cumplidos había calculado que a Vestidos Lali le podían quedar tranquilamente veinte años de vida; veinte años de blusas y pantalones de lino a comienzos de primavera, de bañadores y sandalias en verano, de abrigos gruesos y gabardinas ligeras.

 

Veinte años, vaya, de ingresos regulares y previsibles que solo iban a empezar a decaer cuando la generación de mujeres nacidas a finales de los años treinta empezara a morir de muerte natural, es decir, de vejez, es decir, por mil motivos posibles que, sin embargo, confluirían en la percepción generalizada de que aquellas señoras, igual que los vestidos y los zapatos que las habían precedido, tenían que dejar sitio para la nueva temporada.

La madre de Maria había sido asidua a Vestidos Lali y siguió siéndolo cuando Remei le cogió el relevo a su tía, obligando de rebote a la hija a sustituir los afectos infantiles que reservaba a la señora Eulàlia por la complicidad generacional que la unía a Remei desde que había hablado con ella por primera vez. Entonces Maria tenía veintinueve años y empezaba a cortejarla Josep, Pep para los amigos, con quien se acabaría casando por la iglesia de Sant Vicenç de Sarrià tras ocho meses de intensidades desactivadas.

Habían pasado treinta años desde que Maria y Pep habían asentido sobre un altar para, a continuación, desatar una sarta de preguntas más o menos graciosas, más o menos impertinentes, que durante los siguientes diez años se sucederían regularmente en las comidas familiares: “¿Y los niños para cuándo?”, “¿a que sería de lo más divertido, ponerle Jesús y formar la Santísima Trinidad?”. Pep y Maria habían aprendido a sonreír y agachar la cabeza: así verbalizaban cierta impaciencia ambigua mientras, en silencio, rogaban que los emisores de los comentarios tuviesen una descendencia llena de cabecitas redondas y pies planos, de labios demasiado finos y cejas con un trazo ininterrumpido.

Sin hijos ni posibilidades de encargarlos, el matrimonio había encontrado el modo de llenarse las ausencias sin reproches explícitos: ambos habían aprendido a recordarse íntimamente que tener hijos no siempre atenuaba el vacío de las deslucidas tardes de domingos y festivos, sino que, demasiadas veces, el vacío simplemente se volvía más ruidoso cuando había niños.

Después de treinta años de cotidianidades dedicados el uno a la otra, Maria aún quería a Pep, a su manera. Maria solo había discutido dos veces a lo largo de tres décadas de convivencia analógica con este hombre de buen entendimiento y ademanes afables, y había valorado esta tibieza de espíritu de Pep hasta que se había dado cuenta de que la tibieza de espíritu era un atributo que no sonaba tan bien cuando se elogiaba en voz alta.

Remei había sido una de las personas que había animado a Maria a celebrar los treinta años de vida conyugal. Unas semanas atrás, cuando Maria había entrado en su tienda para comprarse una blusa nueva, Remei, con la mente acostumbrada a buscar pretextos para arreglarse, había recordado que las nupcias de Maria se habían celebrado dos años antes que las suyas con Narcís, y, si ella y Narcís cumplían veintiocho años en agosto, no podía faltar demasiado para el treinta aniversario de bodas de Maria y Pep.

Il·lustració. © Laura Wätcher Ilustración. © Laura Wätcher

Cuando Maria confirmó esos cálculos, Remei le mostró un vestido lila precioso, elegante, que Maria encontró demasiado espléndido para la celebración de un matrimonio cuya escasez de sobresaltos y de emociones fuertes había acabado aguándolo plácidamente. Remei invitó a Maria a repensárselo y la emplazó a regresar a la semana siguiente: ella, dijo, se comprometía a tener preparada una pequeña selección de vestidos con la condición de que Maria considerase la posibilidad de quedarse con el vestido lila. Una semana después, tal como habían acordado, Maria acudió a la antigua Vestidos Lali y la encontró prácticamente vacía de clientela, y quizá por eso la presencia de Narcís junto al mostrador, calculadora en mano, la trastocó más que de costumbre. Remei saludó a Maria con la efusividad habitual, después se dirigió al almacén en búsqueda de los vestidos que había escogido para ella.

Maria no podía entender que Remei fuese capaz de dejarla a solas con Narcís: después de tantos años de presenciar la altivez de este en su presencia y el insólito desdén de ella si lo tenía enfrente, cualquiera hubiese esperado que Remei se esforzase por evitar la incomodidad que se producía cuando esas dos personas normalmente cordiales y funcionales coincidían en un mismo espacio. Maria observó a Narcís con detenimiento: desde que lo conoció, había perdido densidad de cabellera, los dedos gordos con que solía ayudar a Remei a hacer el inventario se le habían vuelto más esmirriados y los años le habían arrebatado también tres o cuatro centímetros de altura hasta atenuarle el aire arrogante que ella, en un principio, había presupuesto en un cuerpo tan alto y estirado, tan irritantemente bien vestido que, a su lado, los maniquíes de la tienda parecían poca cosa.

Maria había sentido algo tan intenso por Narcís que solo supo catalogarlo como antipatía o desprecio o disgusto, es decir, como estados de ánimo antagónicos a los que le provocaba Pep. Maria no sabía decir si la recolocación de los afectos entre ella y Narcís se había producido el primer día al verse, el segundo o el tercero, y por tanto no podía situar con exactitud de calendario la fecha concreta en que la antipatía mutua había empezado a ser fingida, impostada: la escenificación esperpéntica con que uno y otra procuraban disimular un vínculo que, al cabo de muy poco tiempo, ya se habría vuelto imprescindible.

Remei volvió del almacén con cinco o seis prendas, y Maria decidió que se quedaría con el vestido lila y también con otro vestido azul marino que se pondría para celebrar el aniversario de bodas con Pep. Después de pagar, Maria se despidió de Remei con un abrazo y de Narcís con un simple movimiento de cabeza; entonces se encaminó hacia casa preguntándose si Remei había llegado a presenciar el preciso instante en que el desprecio incipiente y recíproco de Narcís y Maria se había convertido en otra cosa. Antes de abrir la puerta y saludar a Pep, Maria aún tuvo tiempo de preguntarse si Narcís se haría el sorprendido al verle puesto ese vestido lila durante el encuentro fijado dos días después, cuando iban a cenar juntos para celebrar que hacía veintiocho años que Narcís le había quitado por primera vez un vestido comprado en Vestidos Lali.

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