Violencias, entre ruidos y silencios

No podemos hablar de la violencia de los jóvenes sin tener en cuenta la posición o los discursos desde los que ellos se han sentido violentados previamente. Las violencias pueden ser el síntoma social de una rabia que, además de destruir aquello que ataca, puede devorar al que las ejecuta. Las protestas expresan la dificultad que tienen los jóvenes para representarse en el futuro y sentirse respetados. Pero, al contrario de lo que suele creerse, la furia y la violencia surgen cuando aún hay esperanza de que algo pueda cambiar.

En diversos ámbitos o discursos, se destaca hoy la violencia como uno de los síntomas más relevantes de nuestra contemporaneidad. Incluso aunque no se produzca, está presente como una sombra, como una amenaza posible para la vida cotidiana. Frecuentemente, la violencia se asocia con los jóvenes, pero también los niños aparecen vinculados a ella. [1] A veces oímos hablar de los niños “tiranos”, y de ellos se anticipa que se convertirán en “adolescentes o jóvenes violentos”. Se enumeran señales de alarma o factores que aumentan el riesgo de violencia. Con frecuencia oímos que los niños, los adolescentes o los jóvenes son cada vez más violentos fuera y dentro de casa.[2] Y también se habla de un fenómeno denominado “violencia invertida”,[3] con el que se crea un clima de alarma social. La “violencia invertida” es el maltrato de los hijos a los padres, un problema que se origina, según los expertos, por la excesiva permisividad de los padres, entre otras razones. Ahora bien, frente a este concepto, la pregunta que sobrevuela es: si hablamos de violencia invertida, ¿acaso estaríamos pensando que existe una violencia “en la buena dirección”? ¿Esta idea de “violencia invertida” alude a una posible nostalgia de lo que en otro tiempo formaba parte de la “normalidad” y que se plasmaba en la “autoridad” del padre?

Estamos en una época en la que el significante violencia parece acompañar las distintas formas del vínculo social. Esto nos lleva a pensar que la “violencia” así promocionada forma parte de un discurso que tiende a la naturalización de una realidad creada bajo los siguientes efectos:

  • identificaciones (“jóvenes violentos”);
  • significaciones del sentido común (“de una familia violenta solo pueden esperarse hijos violentos”);
  • goce (“la supuesta satisfacción que se encuentra en la violencia”).

Es preciso cuestionar esta naturalización y para ello conviene pluralizar el significante violencia. En lo social se trata más bien de las “violencias” tomadas como respuestas que los sujetos, en nuestro caso los jóvenes, inventan ante distintas situaciones de malestar. Son plurales y a su vez singulares.


[1] Este artículo es una reflexión a partir del trabajo de investigación que estamos realizando en el Servicio de Atención a Residencias de la DGAIA (SAR) de la Fundación Nou Barris para la Salud Mental (F9B). La investigación lleva como título “Violencias y desamparos” y estará concluida a inicios de 2022.

[2] Sarabia, B. “Violencia invertida”, en El Cultural, 1 de julio de 2011..

[3] Barbolla, D.; Masa, E., y Díaz, G. Violencia invertida. Gedisa. Barcelona, 2011.

 

¿De qué hablamos cuando hablamos de violencias?

Las violencias suelen presentarse como algo ajeno a lo “civilizado”, como si fueran inhumanas. A veces también se las tapa, se las niega o se las silencia. Pero ¿podemos pensar el fenómeno o los fenómenos de violencia como ajenos o fuera de la civilización? O incluso: ¿podemos pensarlas como un fenómeno inhumano?

Las violencias aparecen como uno de los grandes tabúes de nuestra sociedad. Son un tabú cuyo reverso, como señala Fernández Villanueva,[1] es la “obsesión por la pacificación”. Sin embargo, eso que nos impacta como tan nuevo, en realidad no lo es. La cuestión de las violencias está presente como tema y preocupación desde siempre.[2] Tomemos como ejemplo a Hobbes, que en 1651 ya destacaba que el hombre era un lobo para el hombre, dando a entender la presencia de un impulso a la destructividad inherente a cada ser humano. Tiempo después, el “contrato social” aparece como un modo de tratamiento a esa impulsividad. El contrato implica un modo de hacer pasar por la letra aquello que se presenta fuera de la palabra. El contrato es, entonces, un modo de tratamiento. En cierta medida, podemos pensar que la idea de contrato introduce una interpretación: las violencias son contrarias a la estructura articulada de la palabra.


[1] Fernández Villanueva, C. Jóvenes violentos. Causas psicosociológicas de la violencia en grupo. Icaria Editorial, Barcelona, 1998.

[2] Ons, S. “La violencia contemporánea. Notas sobre la paranoia social”, en Virtualia, n.º 18..                                                 

Pero el contrato olvida a su vez que las manifestaciones subjetivas de la agresividad no pueden ser tratadas de modo completo por la palabra. Hay un componente inherente a los seres humanos que no se deja atrapar por las palabras. Eso es algo que cuando atendemos a jóvenes podemos observar a diario: cuando invitamos a un joven a reflexionar sobre su conducta violenta, puede aceptar esa invitación, incluso reconocer lo que se le plantea y a pesar de eso seguir en un circuito en el que sus conductas se repitan. A veces pueden llegar a crear un vínculo entre sus conductas violentas y un afecto que los violenta desde dentro, y eso ya es un avance.

 

La rabia

¿Qué es lo que uno hace cuando habla y qué es lo que uno dice cuando actúa? Plantearnos esta pregunta es esencial cuando se trabaja con jóvenes, dado que en ellos a veces existe una cierta disociación entre hacer y decir, entre actuar y saber. Por eso es necesario formularnos preguntas que permitan introducir cualquier comportamiento en la estructura de la palabra y del lenguaje. Palabra y lenguaje son los instrumentos que vamos a utilizar desde el psicoanálisis para intentar que el sujeto, tenga la edad que tenga, no quede atrapado en una dimensión de los afectos que pueda devorar su ser, anularlo. Buscamos instrumentos que hagan que ese comportamiento que parece desarticulado se encadene a alguna otra cosa que no sea de su misma materia.

Partimos de la idea que las pasiones no expresan necesariamente un error de juicio, sino que más bien muestran a cielo abierto la relación entre las palabras no dichas y el cuerpo. Hay un fuego que arde en el cuerpo y, para que este no queme completamente al sujeto que lo alberga, se expresa de distintas formas. Ese fuego es nombrado por muchos jóvenes como rabia. “La rabia está justificada”, era una de las pancartas en las protestas por Pablo Hasél en Barcelona. Hablan de una rabia que los posee, que los sacude y que atraviesa sus cuerpos. Nos preguntamos, entonces, si podemos elegir sentir o no sentir rabia. ¿Cómo pensar ese afecto por fuera del cuerpo que lo habita? ¿Cómo pensar un afecto que, a veces, crea lazo con los otros y que se convierte en un síntoma social? Partimos de la idea de que esa rabia se expresa mediante comportamientos violentos, y el problema que estos presentan es que, además de destruir aquello que atacan, pueden devorar al ser que los ejecuta.

Síntoma social

Creo que no se puede elegir sentir o no sentir rabia, enfado o ira, al menos la primera vez. La rabia nos toma: toma el cuerpo y los sentidos y empuja a actuar. Tiene el formato de la pulsión, que implica un apremio en el interior del cuerpo que no cesa hasta que alcanza alguna satisfacción, alguna salida aunque sea falsa.[1] Este apremio suele articular el malestar de los jóvenes con aquellas cuestiones que en lo social abren una vía para canalizar su protesta. La protesta puede tener diversas causas, pero creo que una de las principales es la dificultad que los jóvenes tienen hoy en saber cómo representarse en el futuro, y esa sensación, que muchos manifiestan, de quedar fijados en una posición, una especie de punto muerto “sin salida”. Hoy esa fijación tiene que ver con las crisis económicas, la crisis del discurso político o la crisis que introduce en nuestras vidas el parón real de la covid-19.

De alguna manera, los afectos de los jóvenes se han quedado sin hospedaje en las instituciones, sin su amparo. Cristina Corea[2] se pregunta si algunas prácticas de los jóvenes responden a la dificultad de las instituciones para ofrecer “lugares de enunciación” o a la pérdida de estas de su capacidad de instituir. Ciertos jóvenes, nos dice, no se constituyen tomando como marco la institución, sino en experiencias. Las violencias, las protestas callejeras, son experiencias que incluyen al otro al que se dirigen. Esto tampoco es nuevo. En el año 2005, unos jóvenes salieron a quemar contenedores en las afueras de París. Era un estallido social en el que ellos se nombraban como “rebeldes”, pero remarcaban que el ministro del Interior francés los llamaba “escoria”. Explican cómo se ven precipitados a contestar a ese nivel: “Puesto que somos escoria, vamos a dar trabajo en la limpieza a este racista… Las palabras hacen más daño que los golpes”. En cierto modo, podemos decir que los jóvenes son “obedientes” al lugar que el otro les da, aunque los convoque al peor lugar. Es por eso por lo que cuando pensamos en la posibilidad de un cambio de lugar, eso tiene como condición la oferta del otro: el lugar desde donde los adultos miran a los jóvenes es fundamental.

No podemos hablar de violencias sin pensar desde qué discursos o prácticas un joven puede haber sido violentado previamente.

Daniel Roy[3] dice que hay algo que ya no funciona como antes al nivel del discurso, es decir, al nivel de lo que produce lazo social entre las personas, y eso tiene implicaciones tanto en el cuerpo como en la mentalidad de los jóvenes. Es ese cambio en los modos de configuración del lazo lo que incide en las modalidades de conductas y de respuestas que ellos nos presentan.

Las violencias aparecen como respuestas de naturaleza paradójica. El sujeto ataca en el lugar donde él mismo se siente atacado. Pero esta última condición, el sentirse atacado, queda frecuentemente escindida de su consciencia. Él “no sabe nada de eso”, en algunos casos; en otros, no se siente concernido por lo que pasó o responsabiliza al otro, “que lo provocó”. También a veces encontramos la minimización de la actuación violenta: se manifiesta mediante la sorpresa del joven a lo que supone una sanción desmedida por parte del adulto. Hay en él una sorpresa real, una dimensión enigmática producto del cortocircuito existente entre el acto y su significación.


[1] Ubieto, J. R. Bullying. Una falsa salida para los adolescentes. Ned Ediciones, Barcelona, 2016.

[2] Corea, C. “Marcas y cicatrices. Sobre las operaciones de los chicos en el desfondamiento”, en Pedagogía del aburrido. Escuelas destituidas, familias perplejas. Paidós, Buenos Aires, 2010.

[3] Roy, D. “El mal de la juventud”, en Carretel, n.º 14, Bilbao, septiembre de 2017.

Il·lustració © Nicolás Aznárez

Creo que es necesario intentar que el sujeto habitado por la violencia pueda reconducir la escena actual en la que esta se produce hacia esa “otra escena” en la que él mismo fue violentado. Encontrar los resortes de lo que quedó fijado como un impulso, sin palabras, puede ayudar a tratarlo e incluso a desactivarlo. De lo que se trata aquí es de discernir si lo que allí sucede es del orden de la repetición, que es la manera que el sujeto tiene de empezar a elaborar algo, ya que nunca se repite exactamente igual, o es del orden de la iteración,[1] que es la reproducción de lo que se inscribe de una sola vez y que queda fuera del campo del sentido. En la iteración se trata de un punto fijo; podemos pensarlo, por ejemplo, en el campo de la adicción, en el que “la experiencia no enseña nada”.[2] Por eso hablamos de adicción y no de adición, dado que no se trata de una suma. En la adicción siempre se trata de la primera vez, es siempre uno, uno, uno… Esta distinción entre repetición e iteración no es banal, ya que determina los tratamientos a seguir y los posibles destinos de la violencia.


[1] Miller, J. A. “Más allá del pase”, en Freudiana, n.º 69, Barcelona, 2014.

[2] Miller, J. A. “El desnivel entre el ser y la existencia”, en Freudiana, n.º 68, Barcelona, 2013.

La violencia puede ser un medio en la búsqueda de un fin. Sin embargo, cuando hablamos hoy de violencias desencadenadas, nos aparecen las violencias como un fin en sí mismas. Aparecen en su dimensión de sinsentido. Es cuando las violencias actualizan sin parar la marca que estuvo en el inicio y que lleva al sujeto, una y otra vez, a una repetición sin freno.

Desde el psicoanálisis podemos afirmar que las violencias son connaturales al vínculo; por ejemplo, cuando hablamos de la tensión agresiva[1] con el semejante. Es una tensión que no necesariamente va a desencadenarse. Puede quedar en el pensamiento.

 

Violencias humanas

Es decir que, de entrada, al contrario que en el discurso común que piensa la violencia frecuentemente como inhumana, desde el psicoanálisis podemos pensar las distintas declinaciones de las violencias como lo más propiamente humano.

Entonces, ¿es la violencia una reacción natural? ¿Es irracional? Hannah Arendt[2] opina lo contrario: estudiando situaciones extremas, como la experiencia de los campos de concentración, dice que el hombre, en situaciones de deshumanización, pierde la furia y la violencia: se vuelve sumiso.

Furia y violencia surgen cuando se sospecha que algo aún puede cambiar; cuando se ofende el sentido de la justicia. Es decir que, en cierta medida, nos señalan un horizonte donde el sujeto aún espera algo, aunque nos resulte difícil entender el modo en que muestra su esperanza.

Esto es algo que observo frecuentemente en los jóvenes con los que trabajo: tienen un alto sentido de la justicia y están muy pendientes del otro que les hace de referente. Observan y juzgan sus modos de intervenir y no admiten lo que consideran como falso. Los jóvenes tienen una demanda fundamental que dirigen al otro como pueden. Se trata de la demanda de respeto. Lacadée[3] dice que esta es la demanda por excelencia de los jóvenes en la actualidad. Se trata de una demanda paradójica: son, frecuentemente, irrespetuosos y sin embargo exigen respeto. ¿Hay que recoger esta demanda? Creo que, aunque resulte contradictoria, se trata de ceder ante esta demanda. La sensación de falta de respeto aparece, como dice Sennett,[4] cuando la gente siente que no es vista, que no se la tiene en cuenta. De alguna manera, establece una condición: el “no ser visto”. En la juventud, esa condición empuja a la segregación y a veces, para evitarla, hacen mucho ruido. A partir de ahí, respetar quiere decir incluir. Y para ello, los profesionales, los referentes que rodean a los jóvenes, han de realizar actos que impliquen un reconocimiento.

Es importante para los profesionales saber que lo contrario de la respuesta furiosa y violenta, nos señala Arendt, no es lo racional, sino la incapacidad de dejarse conmover aplicando normas caprichosas. Lo irracional en la violencia es cuando se vuelve sobre sustitutos que no la han causado. Pero eso, al contrario de lo que algunos discursos pueden sostener, no la convierte en una violencia sin causa o inmotivada.

Indagar acerca de esas causas puede poner a los profesionales en situaciones incómodas, ya que encontrar las respuestas no es fácil ni unidireccional. Sin embargo, creo que cierta incomodidad denota la buena posición frente a los jóvenes. Seguramente, cuando nos sentimos demasiado cómodos, no estamos situándonos en el buen lugar. Trabajar con jóvenes implica siempre poner en juego la dimensión del cuerpo. Muchas veces se omite pensar que lo que “hace cuerpo” en un discurso y en una práctica es lo que no está fijado, es lo que muta y es singular. Incluir el cuerpo implica “dejarse incomodar”[5] y estar dispuestos a dejar caer las significaciones rutinarias con las que clasificamos a los jóvenes. Es tomar, finalmente, lo que los jóvenes nos enseñan del lado de la enseñanza. Aceptar su desafío.


[1] Lacan, J. “La agresividad en psicoanálisis”, en Escritos 1, México, 1989.

[2] Arendt, H. Sobre la violencia, Cuadernos de Joaquín Mortiz, México, 1970.

[3] Lacadée, P. El despertar y el exilio. Enseñanzas psicoanalíticas sobre la adolescencia. Gredos, Madrid, 2010.

[4] Sennett, R. El respeto. Sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdad. Anagrama, Barcelona, 2003.

[5] Lacadée, P. op. cit.

Publicaciones recomendadas

  • Pensar las adolescenciasUOC, 2012
  • Malestares y subjetividades adolescentesUOC, 2018

Temáticas relacionadas

El boletín

Suscríbete a nuestro boletín para estar informado de las novedades de Barcelona Metròpolis