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El aire

Jon Tugores

La historia de Ícaro nos habla de la curiosidad infantil y del castigo por semejante osadía aeronáutica. Sin embargo, poco explica el relato mitológico acerca de qué vio el hijo de Dédalo desde lo alto.

Cuando se terminó de construir la Torre Eiffel, en 1889, como una de las principales atracciones de la Exposición Universal, todos los comentarios coincidían en ensalzar las vistas de París a 300 metros de altura, la maravilla de entender, por fin, el trazado de la ciudad.

Se dice que, observadas a cierta distancia, las vicisitudes desaparecen, lo abigarrado se sintetiza y se puede diagnosticar con mayor lucidez. Este es el prestigio y la promesa de los atalayas: a vista de pájaro las urbes manifiestan una unidad totalitaria que no se enreda entre especificidades. Pero a la inevitable impresión de dominio que ofrece la panorámica aérea le sobreviene otro efecto de belleza organizativa, una teleología según la cual cada arteria urbana, cada conjunto habitacional y cada horizonte adquieren y logran su relación con una causa más amplia, con ese concepto abstracto que a veces también son las ciudades.