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La superficie

Pedro Pegenaute

Cuando la ciudad se recorre «a pie de calle», es decir, a la altura de los ojos de los viandantes, van apareciendo formas abstractas que compiten con otras imágenes más realistas.

Así, como si fuesen notas o secuencias musicales para una sinfonía urbana, observamos elementos arquitectónicos —balcones, pasos de cebra, farolas o porches— que son mitad funcionalidad, mitad fantasía volumétrica.

A veces el espacio público esconde lo dúctil y ofrece lo estructurado. A veces las ciudades precisan de «ejes editoriales» que democraticen la experiencia sobre ellas. Sin embargo, cada habitante o cada barrio imagina unos usos imprevistos, de modo que aquel delirio que Rem Koolhaas propagó hace más de medio siglo acerca de Manhattan, aquella espontaneidad que contrarrestaba el peso del urbanismo más hardcore, no siempre necesita de sus respectivos manifiestos: en ocasiones las calles son laboratorios a su pesar.

Líneas duras, podríamos decir; cemento, alquitrán, hormigón y signos universales contra cierto carácter específico de la naturaleza, una naturaleza que suele introducir sospechas y posibilidad allí donde otros ven algo férreo y autoritario.