Exposición

Una exposición verdadera

De 20 Febrero, 2021 hasta 23 Mayo, 2021

​Exposición individual de Martí Anson.

Imaginemos una sala de exposiciones. Y ahora imaginemos que podemos cambiarla. No cambiarle la forma o el contenido, no añadir ni sacar –paredes, luz, objetos–. Imaginemos que lo que hoy define una sala de exposiciones dejara de hacerlo. ¿Cómo sería? El aparato expositivo que hemos heredado, y que va del museo al centro de arte en el que nos hallamos, es el espacio donde se agrupan un conjunto de obras de arte y, por tanto, de conocimientos, pero también de medidas enfocadas a orientar los pensamientos y los gestos de quien entra en él, de dirigir el discurso y la práctica de gente como tú. Mira esto, lee aquí, aprende así, nos dice. Y eso es exactamente lo que hacemos cuando entramos en una exposición. La mano invisible que tiene ese poder, la que ordena y enseña (en el doble sentido de modelar y mandar, de mostrar e instruir) tanto a los objetos como a los visitantes, ya está tan integrada que la seguimos a ciegas. Aceptar las normas, lo llamamos. Y eso es precisamente lo que no ha querido hacer el artista Martí Anson, que propone intervenir los códigos desde dentro a través de la parodia y la interacción.

Contra la gravedad de la sala expositiva, contra la simple inscripción y transmisión de saberes, Anson pone en suspenso todo lo que hemos aprendido para hacerlo saltar por los aires. El desnivel espacial y la indefinición temporal que introduce anulan cualquier visión externa y uniforme de la exposición, a la vez que permiten la continuidad entre plantas, entre obras. Una manera de buscar, liberado, las múltiples paradojas que se mueven entre la pesadez y la gracia del acto creativo; de disponer (en el doble sentido de desplegar y ofrecer) para poner en juego el valor estético y estático de la obra de arte. Inconformista pero tenaz, Anson altera todos los condicionantes de tiempo y espacio, pero se ajusta al presupuesto y se impone una disciplina: venir cada día a trabajar con lo que hay en la sala. Profesor en la universidad, traslada aquí sus clases de los martes, e invita a los alumnos y a cualquier visitante a hacer lo mismo, con o sin él. Anson sabe que impugnar la lógica heredada supone no darlo todo de entrada, sino acoger lo imprevisto, cuanto más anónimo y atemporal mejor. Por eso plantea esta exposición como una construcción que se revela de forma intuitiva y constante, que cobra forma y sentido a medida que el tiempo avanza. Como la vida misma. De ahí el título, Una exposición verdadera –aquello que para David Lynch era Una historia verdadera y para Akira Kurosawa, simplemente, Vivir–. Sin imposturas de manual, esquivando al máximo las prescripciones burocráticas, el artista y el espacio se unen para hacer aparecer la práctica artística como acto en potencia: para invitar a pensar a través del arte y no sobre el arte.

Concebir la exposición como un proceso vivo desplaza el interés del objeto a la acción, que no puede ser preestablecida u obligada sino que se manifiesta en cada uno de forma espontánea trabajando con el contexto. Por eso el artista se ha negado a dar explicaciones, porque no las hay. No hay relato alguno ni dedo que lo señale: aquí no se enseña nada, se hace. La experiencia es lo único que cuenta, y ante la exigencia discursiva, Anson responde con un montón de anécdotas. Como la de aquel jugador de fútbol, el Trinche, que, habiendo llegado solo a la portería rival, paró la pelota y no chutó a gol; como las grandes nevadas que bloquearon Mataró en 1867 y en 1962, y que le hacen predecir la próxima para de aquí a cuarenta años; o como los récords mundiales de salto de esquí y de natación, detenidos en la inmortalidad de la proeza. Historias congeladas, sin cerrar, valoradas más por el gesto que por el resultado, difíciles de colocar en una vitrina. Este es el gran salto al vacío que da y reclama Anson. Y ver la sala como una gran página en blanco el día de la apertura lo dejaba claro: lo importante no es inserir estos relatos triviales en la seriedad del Arte, sino parodiar con ellos el ritual expositivo para descubrir su carácter irrepresentable. No se trata de introducir parodias para agrietar el expositor o derribar la institución, sino de destapar la parodia inherente a la propia institución para localizar la infinidad de posibilidades que contiene y que se abren entre los límites impuestos, ya sea el techo de la sala o la fecha de la inauguración.

Dicen que la parodia viene de la rapsodia, de cuando los rapsodas callaban y entraban unos actores que le daban la vuelta a todo lo que se había dicho, ya fuera por simple diversión o para reclamar la atención del espectador más distraído. Eso es lo que hace Martí Anson: detener el sistema expositivo tradicional para ponerlo del revés e introducir así al visitante. Contra el peso de la historia y del arte como leyendas, que reducen y aíslan el relato, aquí la exposición es un campo de minas –solo aparentemente desnuda, repleta de ideas y decisiones pero también de dudas, donde todo se mueve entre el poder y la posibilidad–. ¿Qué pasa si el mensaje no está previamente fijado? ¿Es posible que se haga y se deshaga en el curso de la exposición? ¿Podemos pensar una exposición como una praxis colectiva? La cuestión, avancémoslo, no es qué innovadora idea o presentación realizamos de las obras del artista, sino cómo podemos activarlas, hacerlas disponibles, y eso pasa por motivar un uso común del espacio expositivo. Rebatir el orden establecido para hacer el arte más accesible, libre y democrático no es solo desaprender sus estrategias, y menos que el artista cree en solitario contra toda norma, sino aprender a jugar con ellas, inventar colectivamente nuevas formas de usar este sistema estancado. 

Una exposición verdadera no se puede mirar a distancia, solo se puede experimentar. Entrar en ella es salir de la contemplación a la que nos tiene acostumbrados el museo y tomar partido: decidir qué tiempo le dedicamos, con qué acciones. Si queremos participar de este juego con la eventualidad, contra los cánones y sin espectáculos, deberemos afrontar el compromiso de la pregunta que se hacía Eugene Smith: «Yo no escribí las reglas, ¿por qué tendría que seguirlas?».

 

 

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