Abracemos el debate, ampliemos la mirada

Una dona estén el braç endavant i obre la mà amb un gest de stop. A la mà hi té dibuixat el símbol de dona en color lila. © Arianna Giménez.

 

No hace tanto que lo denominábamos “crimen pasional” y el Código Civil obligaba al “deber de obediencia marital”. Hemos superado el estereotipo de “mujer maltratada”, hemos encontrado palabras esclarecedoras como heteropatriarcado y hemos destapado violencias cotidianas normalizadas. Tenemos que dar respuesta a nuevos retos, sin eludir los debates que suponen. Hemos de tener en cuenta ámbitos de violencia más allá de la pareja, hacer prevención en la infancia y la adolescencia, y combatir las causas estructurales de la violencia.

Un presente duro, fruto de un pasado vergonzoso

La violencia machista es una lacra global y local, y lo podemos afirmar rotundamente a partir de los datos que enmarcan este artículo. Pero no siempre se ha considerado así. Conviene recordar que la ley estatal específica no llegó hasta el año 2004, que solo se contabilizan datos desde el 2003 y que no se consideró una problemática pública hasta finales de los noventa, tras el caso de Ana Orantes del año 1997, que fue mediáticamente explotado. Fue material de prensa amarilla, que lo tildó de “crimen pasional”, con toda la justificación romántica asociada que supone. Hasta el año 1981 el divorcio no fue legal en España, y hasta 1975 el Código Civil establecía que la mujer casada tenía el “deber de obediencia al marido”, que era quien administraba todos sus bienes.

 

Venimos de una sociedad que ha permitido, fomentado e incluso regulado la violencia hacia las mujeres (quién podía ejercerla, cuándo, con qué intensidad...), y es —¡todavía!— un debate abierto, como demuestran los comentarios que se producen después de casos relevantes. Hemos avanzado al dimensionar la problemática a partir de estudios y encuestas especializadas, pero ahora sabemos que esta terrible cifra oficial de 1.021[1] mujeres asesinadas desde 2003 representa solo la pequeña punta visible más grave de la problemática, que no recoge ni los asesinatos machistas que no entran en la categoría de pareja o expareja (hijos e hijas, suegras, prostitutas, desconocidas...) ni otras situaciones de gravedad que afortunadamente no han acabado con otra mujer asesinada.

Nos enfrentamos a un fenómeno sumamente complejo enmarcado en un entramado cultural, social, religioso, legal, político, mediático —y, en última instancia, emocional y personal— construido durante siglos, es decir, un sistema patriarcal al que no podremos hacer frente con varitas mágicas, sino asumiendo un largo camino por delante; eso sí, sin resignarnos y valorando la enorme potencia de lo que ya hemos conseguido.

Una gran revolución ante nuestros ojos

La lista de victorias es, como decíamos, notoria. Gracias a las demandas y luchas que empezaron los movimientos feministas, se ha conseguido que esta violencia no se considere más una cuestión doméstica privada, sino el problema social, político y de salud pública que es. Otra gran revolución reciente ha sido ponerle palabras y romper el aislamiento. Hemos incorporado términos como heteropatriarcado o interseccionalidad en nuestro lenguaje, desvelando que las múltiples violencias han sido las herramientas básicas para mantener un control social sobre nuestros cuerpos y comportamientos, las sexualidades normativas, los modelos amorosos y familiares, lo que se espera como hombres y mujeres... Ahora lo sabemos.

Pero aún hay más. Nos sabemos muchas (y muchos) enfrentadas a estas violencias de forma cotidiana, lo que ha hecho que la demanda de ayuda pueda darse con más frecuencia. Muchos servicios de atención han visto que las mujeres presentan perfiles mucho más diversos (en edad, procedencia, nivel socioeconómico y educativo...), vienen acompañadas por personas cercanas que les han ayudado a identificar la situación y las han apoyado... En definitiva, y tal y como enmarcamos los datos aquí presentados, podemos afirmar que hemos superado el estereotipo de mujer de mediana edad y perfil cultural bajo que tanto dificultaba su detección. Hemos confirmado que no existen perfiles, que estamos atravesadas por este sistema, y ​​esto nos hace prejuzgar menos, ser más conscientes de la realidad.


[1] Cifra oficial a 30 de septiembre de 2019.

 

Levantando la alfombra de las violencias sexuales

Años después de hablar de manera casi exclusiva de “violencia en la pareja”, con dificultades evidentes para identificarla y hablar de ella con libertad, la explosión de hilos de Twitter (#cuéntalo, #metoo…), los sitios web con testigos en primera persona y las manifestaciones ante procesos judiciales como el de La Manada han hecho que —¡por fin!— se ponga sobre la mesa cómo estas violencias habían estado sumamente silenciadas por las arenas movedizas sobre las que se sustentan: una falta de educación afectiva y sexual más que evidente, junto con los estereotipos de género, varios tabúes y la moralidad más clásica, que convertían a la víctima en culpable. 

A este punto tan importante de la revolución se suma el hecho de que, en el último año, las denuncias por violencias sexuales han aumentado por la confianza de que el doble juicio será menor, es decir, que socialmente la víctima obtendrá mayor comprensión y empatía, a pesar de que judicialmente todavía nos enfrentamos a los mismos procedimientos victimizadores y a menudo estereotipados que todavía vemos de forma masiva en órganos judiciales.

Ahora bien, desde que en el año 1989 los delitos en materia de violencia sexual en el Código Penal dejaron de estar recogidos bajo el capítulo de “delitos contra la honestidad” (un ataque contra la moralidad de toda una sociedad) para ser considerados “delitos sobre la libertad sexual” (individual), los cambios han sido mínimos, y nos encontramos de nuevo ante demandas que apuntan a una nueva modificación. El reto ahora es entender que la violencia sexual se debe combatir en términos estructurales, no a base de reformas penales que de forma sensacionalista piden aumento de penas o la criminalización de más conductas. Porque no es una cuestión de años, ni de saltarse las garantías procesales, ya que, precisamente, no tiene sentido pedir la solución a un sistema profundamente patriarcal, racista y clasista como el represivo (legislación, policía, juzgados...). Por ello, es imprescindible que centremos las políticas en la libertad sexual de las mujeres y rehuyamos la búsqueda de seguridad absoluta (espacios protegidos, discotecas seguras...) ya que, aparte de ser algo imposible de conseguir, alimenta los miedos, invalida el deseo y, en definitiva, vuelve a juzgar a las mismas mujeres. Incluso las acciones más benévolas, como las que censuran determinados elementos culturales supuestamente sexistas (por ejemplo, cuando el concierto de C. Tangana fue eliminado del programa de fiestas de Bilbao), recaen en una lógica protectora que no deja espacio a la crítica y vuelve a colocar a las mujeres (muy a menudo jóvenes, con todo el paternalismo del mundo) en el mismo lugar. Es una gran conquista que los espacios de ocio se miren a través de las gafas violetas, pero debemos ser conscientes de que este debate, también dentro del feminismo, es más urgente que nunca. 

 

Caminando juntos, movimiento feminista y sociedad

Es el momento de dar respuesta a los retos de futuro. Ampliemos la mirada para ver cómo se nos despliegan múltiples violencias atravesadas por el género, que interseccionan a la vez con procesos migratorios, origen, clase social, expresión e identidad de género, orientación sexual, diversidad funcional, salud mental... Y vayamos más allá de la identificada violencia en la pareja, interviniendo especialmente en los ámbitos familiar, laboral y comunitario (trata con finalidad de prostitución forzada, matrimonios forzados y servidumbre, mutilación genital femenina, agresiones sexuales...).

Tengamos en cuenta los diversos momentos vitales: infancia y adolescencia, juventud, adultez y personas mayores. El sistema de protección a la infancia se nos revela completamente insuficiente para la intervención, ya que se basa en una lógica en la que lo que cuenta es asegurar que tenga una persona que se pueda hacer cargo, que no responde a las situaciones de violencia machista, donde las niñas y los niños son a menudo usados ​​como moneda de cambio o vehículo para continuar perpetrando esta situación. Seguimos con un marco muy precario y a menudo revictimizador para la correcta detección e intervención de las violencias sexuales en niños, cuya denuncia puede acabar penalizando a las propias madres y profesionales que la hacen. Con la misma urgencia, hay que revisar los espacios de atención a adolescentes para adaptarlos a sus necesidades, tiempo y, sobre todo, autonomía a la hora de pedir ayuda. 

Tengamos claro que señalar las múltiples y cotidianas violencias heteropatriarcales, lejos de alimentar el victimismo —como algunos grupos de ultraderecha usan para atacar el movimiento feminista—, destapa una realidad a gritos que hay que identificar y rodear para construir estrategias de resistencia y superación, individuales y también colectivas. Porque es muy importante que asumamos estos retos con una gran complicidad comunitaria: vecindad, comercios, transportes, medios de comunicación, creaciones culturales, espacios de atención y educación...

Solo así, atacando a la vez desde muchos puntos, reduciremos la complicidad (omitiendo, mirando hacia otro lado, siguiendo la broma...) que cualquier acto violento necesita, podremos apoyar a las personas que lo padecen y fomentaremos la reflexión personal sobre el género, el uso de la violencia y las relaciones sexuales y afectivas para crear nuevos referentes. Y eso solo lo conseguiremos escuchándonos y afrontando los debates complejos que tenemos sobre la mesa, como movimiento feminista y como sociedad. 

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