Brechas que separan, puentes por construir

Ilustración © Eva Vázquez. Barrio de tipo residencial típico de los Estados Unidos. Hay algunas casas bien construidas con piscina y otras que se encuentran dentro de la piscina medio hundidas.

La reconstrucción económica de Europa en la segunda mitad del siglo xx se centró en dotar a las democracias liberales de instituciones que protegieran los derechos sociales de la ciudadanía. Y durante cuatro décadas esa fórmula funcionó. Pero en nuestro siglo, con el aumento del desempleo y la pobreza, y la contracción del gasto social a causa de la crisis, la diferencia entre ricos y pobres no para de crecer y los puentes que se construyeron son cada vez menos transitables.

En 1995, la escultora colombiana Doris Salcedo abrió una grieta enorme en la Sala de las Turbinas de la Tate Modern de Londres. Desde arriba, o desde lejos, parecía una mera ilusión óptica. ¿Cómo iban a partir en dos ese suelo de hormigón armado de la vieja fábrica en el South Bank de la capital inglesa? De cerca, en cambio, la fisura aparecía en toda su dimensión. La gente llegaba a la brecha y metía una mano, un pie o la cabeza para comprobar que efectivamente el suelo estaba roto.

Salcedo tituló su obra Shibboleth, una palabra impronunciable para los descendientes de Efraím que sirvió para distinguirlos entre los galaaditas, según el «Libro de los Jueces» del Viejo Testamento. El sonido sh en una palabra se convirtió en una especie de estrella de David del lenguaje, y se dice que más de 40.000 efraimitas fueron sacrificados por no saber pronunciarla. Salcedo quería representar en su obra el daño causado por la división de los pueblos, de los orígenes, de las lenguas, las razas o las riquezas.

Recurrimos con frecuencia a la imagen metafórica de la brecha, la grieta o el espacio vacío para referirnos a divisiones sociales que, más allá de marcar diferencias, generan, afianzan y perpetúan desigualdades. Joseph Stiglitz escribió hace unos años uno de los libros más importantes sobre el capitalismo corporativo y la desigualdad que genera, y lo tituló The Great Divide, traducido al español como La gran brecha. La diversidad aporta riqueza a nuestras sociedades complejas pero las diferencias se convierten en un problema si sirven para estigmatizar, si merman nuestra capacidad para tomar decisiones en la vida, si coartan oportunidades, si liberan a unos y atrapan a otros. El sueño del estado del bienestar de la Europa de la posguerra no aspiraba a eliminar las divisiones sociales. La crítica marxista acierta cuando denuncia la ausencia de espíritu revolucionario en aquel modelo de la Europa social, pero consensuar la urgencia de dotar a las democracias liberales de instituciones que protejan los derechos sociales de la ciudadanía, garantizando niveles aceptables de paz social, constituyó un hito histórico sin precedentes. Con hambre no hay progreso ni libertad que valga. Y quien dice hambre dice también ausencia de educación, de vivienda digna, de salud o de bienestar. El consenso social y político de entonces sirvió para un despliegue fenomenal de políticas sociales y un aumento sostenido del gasto social.

El espíritu del 45

Durante las cuatro décadas doradas que siguieron al fin de la Segunda Guerra Mundial, la reconstrucción económica en Europa se asentó sobre unas políticas macroeconómicas, monetarias y de empleo que partían de una premisa básica según la cual los mercados pueden y deben ser regulados. Puestos en perspectiva, la crisis económica que estalla en el 2008 y las políticas de austeridad como receta para hacerle frente son la culminación de un movimiento consciente de erosión de los principios que subyacían al espíritu del 45 y al que nos referimos con el desgastado término de neoliberalismo. La combinación, por una parte, del aumento de la demanda social como resultado de la crisis (en términos de desempleo, de pobreza o exclusión social) y, por otra, de una importante contracción del gasto social ha tenido como consecuencia que las brechas que nos separan crezcan y los puentes, de seguir existiendo, parezcan menos transitables.

Pérdida de ingresos

Con la perspectiva de cierto recorrido temporal y numerosísimos análisis, hoy sabemos que el repunte de la desigualdad aparece con mucha más intensidad en unos países que en otros, y se produce fundamentalmente por la pérdida de ingresos de las personas situadas en la parte más baja de la distribución, mientras que la parte más alta apenas si se ha visto afectada. En Europa, el derrumbe de los hogares con las rentas más bajas ha sido mucho más pronunciado en el sur. En el periodo 2008-2013, la pérdida de ingresos de la decila más baja fue del 51% en Grecia, 34% en España, 28% en Italia y 24% en Portugal (Pérez y Matsaganis, 2018). El aumento de la desigualdad por el deterioro de las condiciones de vida de los hogares con menos ingresos implica a su vez un mayor riesgo de pobreza para esos hogares, a no ser que actúe el estado del bienestar. Mientras que en la UE-10 el porcentaje de personas en riesgo de pobreza y exclusión social no varió de manera sustancial antes y después de la crisis, en los países mediterráneos, especialmente en España y Grecia, el efecto fue significativo. En España, la tasa de pobreza pasó del 24% en 2008 al 27% en 2017; en Grecia, del 28% en 2008 al 35% en 2017.

Los cambios en las nuevas necesidades sociales en términos absolutos fueron aún más dramáticos: la población en riesgo de pobreza aumentó en la Europa Occidental un 4,4% entre 2008 y 2013, casi toda ella concentrada en los países del sur: incluso si comparamos lo que ha sido probablemente el peor año de la crisis, el 2013, con el 2008, de un total de aproximadamente 7,2 millones de personas en riesgo de pobreza, 5 millones vivían en el sur. En nuestro país, en el transcurso de casi una década, el riesgo de pobreza ha aumentado en un 13,4%. Además, la idea misma de pobreza ha cambiado durante la crisis. Según algunas microsimulaciones, las personas que se encontraban en la decila más pobre en el 2013 (los “nuevos pobres”) experimentaron pérdidas de ingresos mucho más severas entre el 2009 y el 2013 que aquellos que se encontraban en esa misma decila en el 2009, es decir, los “viejos pobres” (Matsaganis y Leventi, 2014). Por decirlo llanamente, los pobres de ahora son más pobres que los pobres de antes de la crisis. Además, en la decila inferior de ingresos se encuentran ahora más personas sin empleo y menos pensionistas, por lo que el perfil de la persona en riesgo de pobreza y exclusión social es el de alguien potencialmente activo en el mercado de trabajo. En todos los países del sur de Europa, el sistema de pensiones ha conseguido proteger a la población mayor del riesgo de pobreza: aumenta la proporción de pensionistas sobre el total de la población, mientras que a su vez disminuye su representación entre las personas más pobres, pero el estado del bienestar no ha tenido la misma capacidad de reacción en el caso de la pobreza en hogares con menores. Si tenemos en cuenta la pobreza infantil relativa (la ratio de hogares con personas menores de dieciocho años que caen por debajo de la línea de pobreza, medido como la mitad de los ingresos medios del total de hogares), España tenía en el 2015 el peor registro, de nuevo porque el desplome de las rentas bajas afectó a muchos hogares con niños y por la limitada acción de las políticas dirigidas a familias en situación de vulnerabilidad.

El fuerte aumento de demanda social en España (en los peores momentos, el desempleo alcanzó el 26% de la población activa), y en la Europa mediterránea en general, podría haber sido amortiguado con políticas redistributivas que compensaran la pérdida de ingresos de sectores importantes de la población. Sin embargo, el comportamiento del gasto durante la crisis económica consiguió proteger a algunos colectivos pero ahondó en el desamparo a muchos otros y supuso una ruptura muy significativa con la pauta de convergencia europea de las décadas precrisis. Las drásticas reducciones presupuestarias de los últimos tres años de recesión económica y un cierto mantenimiento del gasto en el resto de países comunitarios han hecho que la distancia con la media de los países de la Unión Europea comenzara a aumentar, por lo cual se han recuperado los niveles de partida del año 2000. En la práctica totalidad de los presupuestos sociales, los recortes nos devuelven a niveles de hace más de una década, cuando estábamos más bien a la cola de los sistemas de bienestar europeos.

Capacidad mermada

En definitiva, las políticas de austeridad unidas al extraordinario repunte del desempleo hicieron “regresar” a nuestro estado del bienestar a un diseño clásico en el que preservar pensiones y protección por desempleo exigió sacrificar prácticamente todo lo demás, especialmente los ámbitos de política más marginales desde el punto de vista presupuestario, como vivienda, familia o exclusión social, pero también aquellos más universalistas, como educación y sanidad. Tenemos hoy una capacidad mermada para hacer frente a los nuevos riesgos sociales. La evolución de la educación y la sanidad es igualmente preocupante, dado el importante papel que tienen en la cobertura de derechos sociales básicos y sus elementos de inversión social. En ambos casos, los cuatro países del sur de Europa gastaron en el 2015 alrededor de la mitad de lo que gastaron el resto de los países de la Europa Occidental, mostrando un debilitamiento significativo con los sucesivos recortes. La situación fue particularmente dramática en Grecia, donde el gasto per cápita en el 2015 se situaba alrededor del 59% en educación y el 64% en salud por debajo de la media UE-10.

Prácticamente una década de austeridad nos deja un paisaje con fracturas más profundas, donde la fragmentación es, a su vez, cada vez más compleja. Ha crecido la distancia entre los ricos y los pobres porque estos últimos están, en términos relativos, peor de lo que estaban en los años anteriores a la crisis. En nuestro país, el aumento de la pobreza es un reflejo de esta desigualdad y de la escasa capacidad de nuestro estado del bienestar de compensar o atenuar estas distancias. Unas diferencias que se convierten para algunos en cadenas incluso antes de nacer. Las desventajas tienen un efecto multiplicador con importantes ramificaciones. En pleno siglo xxi, el determinismo social que vincula esperanza de vida, salud o éxito escolar al nivel de renta es contrario a cualquier proyecto de emancipación social. En ciudades como Barcelona, estas dinámicas refuerzan una segregación horizontal según la cual los distintos grupos sociales cada vez se cruzan menos. Numerosos y variados Shibboleth invisibles se superponen al trazado urbano para crear la cartografía de la desigualdad. Esto no es nuevo, el capitalismo siempre ha tenido una cruda expresión espacial, pero lo que Doreen Massey llama la geometría del poder necesita hoy, más que nunca, respuestas políticas desde distintos frentes de gobernanza. Recuperar un proyecto de vida en común exigirá grandes dosis de coraje y audacia.

Referencias bibliográficas

Blanco, I. y Nel·lo, O. (2018). Barrios y crisis. Crisis económica, segregación urbana e innovación social en Cataluña. Valencia, Tirant lo Blanch.

León, M. i Pavolini, E., “Crisis y políticas sociales en el sur de Europa”. Informe Foessa, 2019.

Matsaganis, M. y Leventi, C., “The Distributional Impact of Austerity and the Recession in Southern Europe”, South European Society and Politics, volum 19 (3), 2014, pp. 393-412.

Pavolini, E., León, M., Guillén, A. M. y Ascoli, U., “From Austerity to Permanent Strain? The EU and Welfare State Reform in Italy and Spain”, Comparative European Politics, 13 (1), 2015, pp. 56-76

Pérez, S. y Matsaganis, M., “The Political Economy of Austerity in Southern Europe”, New Political Economy, 23 (2), 2017, pp. 192-207.

Stiglitz, Joseph E., La gran brecha. Barcelona, Taurus, 2015.

Publicaciones relacionadas

  • The Spanish Welfare State in European ContextAshgate, 2011
  • Llibre: The Transformation of Care in European SocietiesPalgrave, 2014

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