Ciudades inteligentes, sostenibles y éticas

Il·lustració. © Susana Blasco / Descalza

Los sistemas de inteligencia artificial serán cada vez más económicos, se convertirán en un elemento clave de la toma de decisiones y permitirán gestionar la complejidad urbana. El gran reto es conseguir que su incorporación se lleve a cabo bajo los criterios del humanismo tecnológico y la gobernanza ética.

          Barcelona 2040. Taxis-drones surfean el cielo de Montjuïc en busca de clientes saliendo del macroconcierto del Palau Sant Jordi. Luces verdes parpadean en el aire; luces rojas cerca del suelo indican los que están ocupados. La app del móvil calcula la posición exacta y el vehículo baja de forma silenciosa. Al llegar al destino, el aterrizaje del dron dispara el sensor de la farola más cercana, que se enciende solo cuando capta movimiento.

Los GPS de los coches autónomos, las cámaras de vídeo en cada esquina y el mobiliario urbano destilan datos constantemente. Estos son analizados por el “cerebro central” del Ayuntamiento. Gracias a ello en tan solo unos años de funcionamiento, los accidentes se han reducido, el tráfico se ha descongestionado, las ambulancias llegan antes. La recogida de basura es más eficiente y la limpieza de las calles tiene un coste menor gracias a los “robots serviciales”.

Los algoritmos de inteligencia artificial —perfeccionados durante años— ya son lo bastante seguros como para no lamentar errores graves. El internet de las cosas ha transformado la forma de vivir, moverse y trabajar. Barcelona late cada segundo a las órdenes de un sistema interconectado que controla cada uno de los movimientos, y la supervisión humana revisa que todo funcione correctamente.

(Esbozo de ciudad futura extraído de pruebas piloto aplicadas. Antes de que nos demos cuenta será realidad).

La Organización de las Naciones Unidas ha calculado que en 2050 la población llegará a los 9.800 millones de personas: casi el 70% vivirá en zonas urbanas. La inteligencia artificial (IA), el 5G, el blockchain, la computación cuántica, la robótica colaborativa, los coches autónomos o el internet de las cosas prometen convertirse en normalidad en los próximos años. ¿Seremos capaces de frenar el cambio climático y crear entornos más habitables?

La máquina de vapor transformó la industria y dio paso a la Primera Revolución Industrial; y la energía eléctrica y el motor de combustión interna provocaron la Segunda Revolución Industrial. El economista y sociólogo Jeremy Rifkin[1] cuenta que “a lo largo de la historia, las transformaciones económicas siempre ocurren cuando las tecnologías de la información y comunicación (TIC) entran en juego con nuevos sistemas de energía”. La Tercera Revolución Industrial de Rifkin promueve la sostenibilidad económica a largo plazo para hacer frente a un triple reto: la economía global, la seguridad energética y el cambio climático. En 2006 presentó su teoría en el Parlamento Europeo y este la avaló.

Ya se ha definido conceptualmente la Cuarta Revolución Industrial como explotación masiva del potencial de las tecnologías emergentes (además de otras que ya son una realidad, como la nanotecnología, la realidad virtual o la ciberseguridad). Pero estamos todavía muy lejos de esto.

La infancia de las ciudades inteligentes

En 2011, la calle César Martinell, de Sant Cugat del Vallès, fue considerada la “primera calle inteligente” de Cataluña. Sensores de aparcamiento indicaban en un panel las plazas libres, una papelera compactaba la basura con energía solar, una farola iluminaba cuando detectaba movimiento y un área verde medía la humedad de la tierra para automatizar el riego. Estas novedades se presentaron en la primera edición del Smart City Expo World Congress, que se lleva a cabo en Barcelona desde ese año.

Pero, tras una década, las ciudades inteligentes aún se encuentran en su infancia. Uno de los motivos principales es la recolección de los datos masivos, su análisis y su tratamiento posterior. Durante la pandemia, se vio lo complicado que es lidiar con el actual desbarajuste de datos existente en todos los países. Falta de cultura del dato, data literacy (o alfabetización en datos), sobre todo en la administración pública, pero también en el ámbito privado. La frase “el petróleo del siglo xxi son los datos” queda muy bien como reclamo, pero nadie nos ha formado para incorporar este combustible a nuestra cotidianidad. Y la principal consecuencia es que disponemos de una tecnología cuyo potencial muy pocos saben extraer y, aún menos, controlar.

En el ámbito europeo, el estudio Ethics of Using Smart City AI and Big Data: The Case of Four Large European Cities (The Orbit Journal, 2019) recoge dónde se ha desplegado alguna acción de ciudad inteligente. En Ámsterdam, una IA clasifica las quejas de la ciudadanía; Helsinki estrenó un bot de chat para facilitar el aparcamiento; y en Copenhague, una plataforma digital para el intercambio de datos.

En Cataluña se apuesta por “la administración proactiva”, que consiste en comunicar a la ciudadanía qué ayudas sociales puede solicitar, según su edad, situación económica, nivel de estudios, etc. En 2020, el Ayuntamiento de Gavà se enroló en un proyecto piloto, el Gavius, en el que un asistente virtual ayudaba a tramitar las ayudas de forma rápida a través del móvil. El piloto forma parte de la Urban Innovative Actions, una iniciativa de la Unión Europea que financia innovaciones tecnológicas para avanzar hacia ciudades más sostenibles.

Tanto el gobierno catalán[2] como el Ayuntamiento de Barcelona[3], desde hace un par de años, desarrollan estrategias de IA para abrir las puertas a ofrecer servicios a la ciudadanía y gestionar mejor los recursos públicos. Durante los meses de verano de 2020, el Ayuntamiento de Barcelona instaló cámaras térmicas en las playas para controlar el aforo mediante el análisis de la arena. La aplicación —aún activa— usa el aprendizaje automático (machine learning) para comparar la misma imagen cuando la playa está vacía y llena.

En julio de 2022 se presentó el Observatorio Global de la Inteligencia Artificial Urbana (GOUAI, por sus siglas en inglés) y el Atlas de la Inteligencia Artificial urbana, en el que se recogen 106 proyectos de 36 ciudades. El Atlas recoge el ejemplo de MARIO, el nombre dado al algoritmo de machine learning y de procesamiento del lenguaje natural que clasifica las consultas de la ciudadanía barcelonesa. Según fuentes municipales, antes se tenían que reasignar el 50% de las peticiones, y con la IA la tasa de éxito supera el 85%. Para la tramitación de ayudas sociales el consistorio de la capital catalana hace tiempo que usa una IA. De media anual, recibe 50.000 primeras visitas por varios problemas: desde económicos o de adicciones hasta violencia machista. Más de 700 profesionales gestionan todos los casos, pero un algoritmo proporciona apoyo en la toma de decisiones y sugiere los recursos públicos más adecuados en cada caso.

En el ámbito global, el Artificial Intelligence Index Report 2022 recoge los últimos avances en IA y también constata los errores cometidos hasta hoy. Desde los sistemas de reconocimiento facial que discriminan a las personas negras (o de piel oscura) hasta las herramientas para seleccionar currículums que penalizan a las mujeres, o la salud clínica sesgada en función de la situación económica de los pacientes. “Los procesadores de lenguaje natural son más potentes que nunca, pero también están más sesgados que nunca”, detallan en el AI Index. La esperanza es que las cuestiones éticas se han convertido en un tema de investigación científica recurrente en todo el mundo y que la legislación sobre la IA se ha incrementado en la mayoría de los países del mundo. Desarrollar sistemas inteligentes es cada vez más barato, y el tiempo de entrenamiento para ponerlos en funcionamiento se ha reducido notablemente. Todo apunta a que dentro de poco tendremos mucha IA dispersa en nuestras ciudades, de manera invisible, y esperemos que sea también muy segura.

La confianza es clave

El informe Big Data y la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible explica que es necesaria una acción consensuada para explotar toda la capacidad de los datos masivos. El desarrollo sostenible dependerá de cómo se gestione el crecimiento urbano, especialmente en países de ingresos bajos y medios, donde se prevé que el ritmo de urbanización sea más rápido. Satisfacer las necesidades de vivienda, transporte, energía, ocupación, educación y salud serán los retos comunes de todos los gobiernos. Para afrontarlos, sistemas inteligentes gestionarán los recursos públicos disponibles. Unos sistemas que estarán entrenados con datos (del pasado o en tiempo real) a partir de sensores y dispositivos móviles. El reto será cómo perfeccionarlos para que de verdad ayuden en la toma de decisiones humanas y no comporten errores graves para las personas. Es lo que se ha definido como “humanismo tecnológico”, que pretende que la tecnología esté al servicio de las personas y no al revés. Si no se consigue, corremos el riesgo de perder la confianza en nuestras instituciones, en nuestros gobiernos y en las empresas que nos prestan servicio.

No podemos hacer otra cosa que confiar en el potencial tecnológico que tenemos enfrente. La tecnología no es ni buena ni mala. Es el uso que hacemos de ella lo que nos reporta consecuencias positivas o negativas. Hacen falta políticas públicas que certifiquen la integridad y la calidad de los datos, y que aseguren su privacidad y seguridad. Para conseguirlo se debe contar con la participación activa de la ciudadanía. Involucrar a las personas desde las etapas de ideación de la IA tendrá siempre un mayor impacto positivo que hacerlo cuando ya se ha diseñado el producto o servicio. La gobernanza ética de los datos y de la IA será clave para sentar las bases de las ciudades inteligentes de la próxima revolución industrial.

 

[1] Jeremy Rifkin ha estudiado durante décadas el impacto de los cambios científicos y tecnológicos en la economía, el trabajo, la sociedad y el medio ambiente. Ha sido asesor de varios gobiernos y ha escrito más de veinte libros que proponen fórmulas para garantizar la vida en la Tierra, como La economía del hidrógeno (Paidós, 2002).

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