Ciudades refugio: ¿una alternativa?

Igual que se aceptan las fronteras como realidad inevitable, cada vez parece más difícil pensar una política migratoria que no pase por la defensa a ultranza de la soberanía territorial de los estados y de una ciudadanía cada vez más excluyente. Como pasa en el ámbito de la política económica, la discrepancia con el discurso securitario de la derecha europea parece haber quedado reducida a meros gestos simbólicos o a cuestiones de matiz. En este contexto de discursos hegemónicos sin réplica, hay que preguntarse hasta qué punto las ciudades podrían ofrecer una alternativa.

Las migraciones están en boca de todo el mundo. Las imágenes que nos llegan diariamente a través de los medios de comunicación nos hacen pensar en un mundo en constante movimiento en que las personas se desplazan de Sur a Norte, de África hacia Europa o de América Latina hacia Estados Unidos. Las imágenes conforman nuestra manera de entender el mundo, pero no se corresponden necesariamente con la realidad. Según Hein de Haas, no estamos viviendo una época de migraciones sin precedentes. Si bien es cierto que el número de migrantes internacionales ha crecido de 93 millones en 1960 a 244 en 2015, la población global ha aumentado proporcionalmente, con lo cual las personas migradas siguen representando un 3 % del conjunto de la población mundial. Los números también muestran que los movimientos son mayoritariamente de Sur a Sur. El 86 % de los refugiados viven en países vecinos.

¿Por qué entonces las migraciones se han convertido en uno de los grandes retos del mundo contemporáneo? Porque el binomio globalización-fronteras comporta una contradicción inherente. Por un lado, con la liberalización de los mercados, los bienes circulan libremente y cada vez más rápido. También lo hacen las ideas, los deseos y las expectativas de vida. Tal como recuerda Ivan Krastev, la globalización y en concreto las nuevas tecnologías han hecho del mundo un pueblo. Actualmente, las personas ya no comparan sus vidas con las de sus vecinos, sino que las comparan con las de los habitantes de los países más ricos. Por otro lado, vivimos en un mundo en que las fronteras se han convertido en paisaje habitual e incuestionable. Aunque los medios de transporte permiten viajar a cualquier punto del planeta en pocas horas, las fronteras inmovilizan a la mayoría de sus habitantes. No solo imposibilitan la llegada, sino también la salida. No solo están hechas de muros, vallas y concertinas o de mares y desiertos cada vez más mortíferos. Las fronteras más efectivas son de papel y tienen forma de visado.

Es, pues, la expectativa de inmigración cero en un mundo cada vez más globalizado y desigual el hecho que nos lleva a esta percepción de migraciones crecientes. Es también esta misma expectativa la que nos hace ver crisis migratorias donde no las hay. O que nos lleva a concluir que las políticas migratorias no funcionan. De ahí la adhesión a proyectos políticos que prometen soluciones fáciles a problemas difíciles, no solo de partidos populistas y de extrema derecha, sino también y cada vez más de los partidos tradicionales en todo el espectro político. En este contexto, las ciudades son clave. Es a las ciudades a donde llegan la mayor parte de migrantes, tanto internos como internacionales. Es en las ciudades donde viven, trabajan, se relacionan. También es en las ciudades donde se sufren más directamente las consecuencias de una mala gestión de la inmigración, de unas fronteras que se imponen implacablemente sobre los que ya están o de unos discursos xenófobos que convierten la exclusión en fractura social y la fractura social en conflicto.

De las políticas a la política

Pese a no tener competencias en política migratoria, las ciudades nunca han sido sujetos pasivos. La literatura académica hace años que pone de manifiesto el “giro local de las políticas de integración”. Diversos autores han señalado que las ciudades se han convertido en actores fundamentales, como consecuencia de la globalización y la pérdida de importancia del estado-nación, pero también y sobre todo como resultado de los procesos de descentralización administrativa. Esta misma literatura caracteriza a las políticas locales como inherentemente más inclusivas, con una gobernanza más de abajo arriba y unos objetivos alejados de la politización y los debates simbólicos a escala nacional. Mientras que algunas ciudades aluden a cuestiones de tipo político/moral, argumentando que todo residente en la ciudad ha de tener unos derechos sociales básicos garantizados, la mayoría de las ciudades justifican medidas más inclusivas por razones eminentemente pragmáticas relacionadas con la salud pública, la seguridad ciudadana o la cohesión social.

Para muchas administraciones locales es más importante incorporar al conjunto de la población en el sistema sanitario, saber quién reside en la ciudad o evitar asentamientos irregulares o infravivienda, que la supuesta “lucha” contra la inmigración irregular y el control de fronteras. Por ejemplo, mientras que los gobiernos nacionales impulsan leyes cada vez más excluyentes, las administraciones locales acostumbran a estar más preocupadas por las implicaciones de esta exclusión en la salud pública, como sucede en relación con el aumento de enfermedades contagiosas. No es extraño, pues, que las ciudades, de colores políticos muy diversos, introduzcan medidas concretas para dar cobertura sanitaria a aquellos que no la tienen. Muchas administraciones locales ofrecen también algún tipo de alojamiento a personas vulnerables sin acceso a la vivienda. En este caso, además de los derechos sociales de las personas afectadas, se prioriza la lucha contra la infravivienda y los asentamientos irregulares por encima del control migratorio.

Más allá de medidas concretas, en los últimos años varias ciudades se han opuesto explícitamente a las políticas de sus estados. Lo han hecho a través de sus políticas (policies en inglés) pero también han hecho de ello una cuestión política (politics en inglés). Aquí es donde radica la diferencia principal. Las primeras en hacerlo fueron las autoproclamadas “ciudades santuario” en Estados Unidos y Canadá. Desde la década de los ochenta, ciudades como San Francisco se han opuesto a las políticas federales de inmigración. En la práctica, han rechazado perseguir a los sin papeles. En el ámbito discursivo, les han dado la bienvenida. Se estima que actualmente hay más de quinientos estados y ciudades con políticas santuario en Estados Unidos. En el Reino Unido, a partir de mediados de la década del 2000, ciudades como Sheffield y Glasgow también se proclamaron ciudades santuario. Más que un posicionamiento político en contra de las políticas migratorias, las ciudades santuario del Reino Unido apuestan por una cultura de bienvenida y por la provisión de más servicios a los solicitantes de asilo.

Exceptuando el Reino Unido, hasta hace muy poco las ciudades europeas han gestionado las diferencias con sus estados más desde las políticas que desde la política. El año 2015, no obstante, marcó un punto de inflexión. La denominada crisis de los refugiados, que más que una crisis de números fue una crisis de política y de políticas dentro de la Unión Europea, llevó a Barcelona a crear una red de “ciudades refugio”. La confrontación, esta vez, fue eminentemente política: el Ayuntamiento de Barcelona, con la alcaldesa Ada Colau al frente, denunció a la Unión Europea y a los estados miembros por sus “políticas de la vergüenza” y reclamó insistentemente un mayor papel de las ciudades en las políticas de recepción de refugiados. Años después, a lo largo de la primavera y el verano de 2018, diversas ciudades italianas denunciaban la política de Salvini en contra de las ONG de salvamento marítimo, y ciudades como Barcelona y Valencia pedían al nuevo gobierno español que abriera sus puertos. Este es un ejemplo más de cómo las ciudades se han convertido en sujetos políticos, esta vez también en cuestiones de control fronterizo y políticas migratorias y en la arena internacional.

¿Las ciudades como alternativa?

Haciendo referencia a la política migratoria del recién estrenado gobierno socialista de Pedro Sánchez, Javier de Lucas señalaba la incapacidad de la izquierda europea de ofrecer un discurso alternativo a las posiciones securitarias e instrumentalistas de la derecha. Del mismo modo que se aceptan las fronteras como una realidad inevitable, cada vez parece más difícil pensar una política migratoria que no pase por la defensa a ultranza de la soberanía territorial de los estados y de una ciudadanía cada vez más excluyente. Igual que con la política económica, la discrepancia parece haber quedado reducida a meros gestos simbólicos o a cuestiones de matiz. En este contexto de consensos generalizados, de discursos hegemónicos sin réplica, ¿hasta qué punto las ciudades representan o podrían representar la alternativa? ¿Hasta qué punto, tal como reivindica Benjamin Barber, las ciudades lo harían mejor?

Por su naturaleza, las ciudades son diferentes. En primer lugar, el estado-nación gobierna sobre un territorio, y las ciudades lo hacen sobre personas. Mientras que la comunidad nacional coincide con la territorial, haciendo de la defensa de las fronteras una defensa del nosotros, las ciudades son por definición espacios afectados por una alta movilidad. Las ciudades no tienen fronteras. Una ciudad son el conjunto de personas que conviven en ella en un momento determinado. Precisamente por eso —y esta es la segunda diferencia— la ciudadanía urbana es por definición más inclusiva. Es ciudadano quien vive en una ciudad, independientemente de orígenes, pertenencias y a menudo también papeles. Si bien el concepto de ciudadanía es por definición excluyente –incluye a los de dentro para excluir a aquellos que quedan fuera–, la ciudadanía urbana desdibuja sus límites. Por último, las ciudades son diferentes también cuando hablamos de seguridad. Mientras que las políticas migratorias se justifican por el miedo al otro y la defensa de la seguridad propia por encima de la seguridad del resto, las ciudades saben por experiencia propia que la seguridad a largo plazo solo se puede construir desde la inclusión de unos y otros. La inclusión es la otra cara de la seguridad, como la exclusión acaba siendo la otra cara del conflicto.

Ahora bien, ¿cómo hacer de estas diferencias la base para un nuevo paradigma de gobernanza global de las migraciones? Externamente, es necesario construir una verdadera alianza de ciudades que vaya más allá de la gesticulación política y el branding de cada una de ellas en la arena internacional. Internamente, pasa por una verdadera política social que atenúe las desigualdades y luche contra la exclusión. Solo así podemos evitar que las ciudades acaben siendo caldo de cultivo de discursos xenófobos. No olvidemos derivas excluyentes también por parte de algunas administraciones locales: en Francia e Italia muchas ciudades han empezado a excluir a los extranjeros y los ciudadanos europeos de determinados servicios sociales; en España algunos ayuntamientos dificultan la inscripción en el padrón a los inmigrantes en situación irregular.

Solo desde una verdadera política social pueden las ciudades convertirse en refugio, no solo para los que tienen que llegar, también para quienes ya están allí. Ciudades que expulsan, ciudades que olvidan a parte de su ciudadanía, ciudades que abandonan, no pueden ser ciudades refugio. Pueden proclamarse así, pueden hacer de eso una cuestión política con sus estados. Pero sin policies no hay politics que valgan.

Publicaciones recomendadas

  • Research and Migration. Filling Penninx' heuristic model. (amb A. van Heelsum) Amsterdam University Press, 2013

Referencias

Barber, Benjamin R. (2013) If mayors ruled the world: Dysfunctional nations, rising cities. Yale University Press.
De Lucas, Javier (2018) “Vorrei, ma non poso”, Revista Contexto, 27 d’agost 2018.
Haas, Hein de (2017) “Myths of Migration. Much of What We Think We Know Is Wrong”, Der Spiegel, 21 de març 2017.
Krastev, Ivan. After Europe. University of Pennsylvania Press, 2017.

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