Cuando la estabilidad parece una utopía

Il·lustració © Joan Alturo

La creciente precariedad laboral de las últimas décadas se ha instalado en la sociedad, afectando especialmente a las generaciones más jóvenes. El retraso en el acceso a un empleo de calidad provoca un aplazamiento de todos los ritos de paso a la edad adulta: la emancipación a través del acceso a la vivienda, el inicio de la vida en pareja y la formación de una familia.​

La crisis económica de 2008 tuvo un saldo récord en las tasas de paro en España. La focalización de la crisis en los sectores de la industria y la construcción tuvo como consecuencia niveles históricos de desempleo que afectaron principalmente a la población masculina. Según datos de la Encuesta de Población Activa, durante el primer trimestre de 2013 la tasa de paro en España alcanzó niveles sin precedentes: el 26,7 % entre los hombres y el 27,3 % entre las mujeres. En el caso de los hombres, esta tasa de paro se había triplicado desde 2008, mientras que para las mujeres se había duplicado. Posteriormente, las tasas de ocupación se recuperaron, pero la calidad de muchos de los nuevos puestos de trabajo no ha aumentado. Así, la crisis hizo un efecto catapulta de un proceso de creciente precarización laboral que había empezado mucho antes, con la reforma laboral de 1984, que llevó a España a la primera posición en la proporción de trabajo temporal dentro de Europa (Lozano y Rentería, 2018).

La precariedad laboral, tal y como la definimos hoy en día, tiene su origen en la década de los 70, caracterizada por la crisis del petróleo y el consiguiente cambio en la matriz energética y económica mundial (Kallberg, 2009). El camaleónico sistema que se había alimentado del trabajo irregular e informal de las economías de periferia, estrena en esta década un nuevo mecanismo en las economías de centro, caracterizado por romper la herencia fordista y keynesiana de empleo estable. Bajo el título amable de la “flexibilidad” nace la precariedad, que puede adoptar múltiples formas: la incertidumbre sobre la continuidad del empleo, la falta de control sobre las horas y las condiciones laborales, la insuficiente protección social o la vulnerabilidad económica.

Si bien el aumento de la precariedad es un fenómeno de las sociedades postindustriales, en España ha aumentado de manera más notoria respecto a los países de su región. Actualmente, la oferta laboral precaria en España es del 34 %, mientras que en la Unión Europea es solo del 19 % (Lozano y Rentería, 2018).

El impacto de la precariedad laboral entre los jóvenes

Aunque la precariedad laboral es un problema que se observa en todas las edades, cuando se instala en las generaciones más jóvenes trae consigo un encadenamiento de retrasos que provocan olas expansivas en el ámbito social. Estudios anteriores (Lozano y Rentería, 2018) indican que los hombres que hoy tienen 40 años (nacidos en 1978) han trabajado, de media, durante 2,1 años en condiciones de precariedad, mientras que sus homólogos de la generación nacida en 1957 únicamente trabajaron 0,8 años en esta situación. En el caso de las mujeres, el trabajo precario era de 1,4 años para la generación de 1957, mientras que estas cifras ascienden a 3,5 años para la generación de 1978. Esta desigualdad de género en las condiciones laborales tiene una manifestación particular entre las mujeres con mayor nivel educativo. Si en el caso de los hombres, tener un nivel superior de educación es un mecanismo de protección ante las inclemencias del mercado de trabajo, para las mujeres no es ninguna garantía de una situación laboral más resguardada.

La consecuencia más directa y tangible de la precariedad laboral es la percepción de ingresos menores. Según un estudio del Banco de España, la crisis ha truncado un proceso de mejora generacional del ingreso. Los resultados de este estudio indican que quienes han nacido en 1987 con bajos estudios, a la edad de 30 años ganan un 20 % menos que la generación de 1977 a esa misma edad (Banco de España, 2019). Además de los salarios, la búsqueda de trabajo permanente es otra cara de la precariedad. Una de cada cuatro personas que busca trabajo está ocupada, según datos de la Encuesta de Población Activa (INE). Dentro de las personas que están ocupadas, la búsqueda de empleo es más alta entre quienes tienen jornada parcial no deseada y los trabajadores temporales.

Asimismo, aparte de una reducción en los ingresos, o como consecuencia de ello, el acceso al empleo de calidad se convierte en un aspecto vertebrador en la transición a la vida adulta y catalizador de los rituales de paso en las sociedades industriales. Por tanto, la prolongación de los años en empleo precario trae consigo un encadenamiento de retrasos. Todo lo que en el pasado solía suceder a los 20 años, actualmente tiende a postergarse a la edad de 30: la emancipación a través del acceso a la vivienda, la entrada a la vida de convivencia en pareja y la formación de la nueva familia.

Il·lustració © Joan Alturo © Joan Alturo

 

El efecto en la precariedad residencial

El acceso al empleo de calidad es un aspecto clave que condiciona la emancipación residencial. Las dificultades en el acceso a la vivienda y el temor a perderla provocan que muchos no dejen el hogar paterno o que opten por emanciparse residencialmente compartiendo piso. Según datos de 2017 en España, el 61,2 % de los jóvenes de 18 a 34 años vivía con sus padres (Esteve y Treviño, 2019). En el momento que los y las jóvenes toman la decisión de emanciparse, se encuentran dos procesos que tienen como resultado la doble limitación en el acceso a la vivienda. Por un lado, tropiezan con los vestigios de un mercado inmobiliario desfigurado por la especulación bancaria, que ha sido especialmente voraz en el mercado español. Como consecuencia de la crisis de 2008, los fondos buitre se apoderaron de gran parte del mercado de la vivienda. Por ejemplo, las SOCIMI, Sociedades Anónimas Cotizadas de Inversión Inmobiliaria, que constituyen un marco regulatorio que beneficia la actividad de los fondos buitre, controlan el 50 % de las transacciones del mercado residencial (Janoschka, 2018). Este fenómeno, emparejado con el sostenido aumento del turismo en España, que impactó en el acceso a la vivienda, configura un escenario complicado. Por otro lado, las condiciones que establece el mercado residencial para el acceso a la vivienda resultan excluyentes. En parte porque el trabajo estable es uno de los requisitos de los agentes inmobiliarios para acceder a la vivienda, y la consecuencia inevitable ha sido la disminución del acceso a la vivienda en propiedad. Las postrimerías del siglo xx encontraban a la población entre 16 y 29 años con el acceso a la vivienda en propiedad en niveles aproximados al 70 %, frente a un escaso acceso a la vivienda en alquiler, situado en un 20 %. Sin embargo, a partir de 2012 esta tendencia se revierte y la forma de acceso a la vivienda en estas edades comienza a ser principalmente a través del alquiler (Módenes, 2019).

Una vez sorteados los obstáculos del acceso a la vivienda, el desafío es lograr sostener la emancipación residencial. En este sentido, los datos indican la fragilidad que envuelve este proceso. Según datos de 2016, en España más de la mitad de los hogares encabezados por menores de 45 años teme perder su vivienda a corto plazo. Si observamos el caso de los jóvenes que están en situación de alquiler de mercado, es muy probable que más del 80 % pierda la vivienda en los próximos seis meses. Estos resultados posicionan a los jóvenes españoles muy por encima de la media europea, situada apenas por debajo del 50 % (Módenes, 2019).

El efecto en la fecundidad frustrada

La búsqueda de un trabajo de calidad es un motivo central para posponer la formación de familia. Según los datos del Instituto Nacional de Estadística, la edad media de la maternidad del primer hijo o hija en 2018 era de 31 años, mientras que en 1978 estaba situado en los 25 años. La reciente Encuesta de Fecundidad realizada en 2018 indica que el 52 % de las mujeres entre 30 y 34 años no tienen hijos, mientras que este porcentaje era de únicamente un 26 % en 1999, según la Encuesta de Fecundidad de ese año (INE).

El retraso de la maternidad, que con el tiempo puede transformarse en renuncia, lleva a que en la actualidad España se encuentre en una situación de baja natalidad, con 1,3 hijos/as por mujer en 2017 (Esteve y Treviño, 2019). Aunque no se ha alcanzado un consenso en el debate demográfico sobre los beneficios o perjuicios de la baja natalidad, sí que constituye un problema para quienes viven una situación de fecundidad frustrada, es decir, cuando no se tienen los hijos e hijas que se quisiera tener. Según los datos de la reciente Encuesta de Fecundidad, el 82 % de mujeres de esta generación sostiene que quiere ser madre, pero su deseo está truncado por alguna limitación. Casi la mitad de ellas declara que el obstáculo reside en las dificultades económicas o de conciliación familiar (Esteve y Treviño, 2019). Respecto a las que sí tienen hijos, la fecundidad real es mucho menor que la deseada: el número de hijos e hijas depende de las condiciones de vida y no de la cantidad que se aspiraba a tener.

La ola expansiva de la precariedad laboral

Al efecto dominó de los altos costos sociales tangibles de la precariedad laboral se le suma el del envejecimiento de la población, donde el impacto que el empleo precario tiene en los ingresos y en la recaudación del Estado condiciona el magro sistema de bienestar, ya vapuleado por el saldo de la crisis. Todos estos aspectos impactan en la sostenibilidad del sistema de bienestar y de pensiones. La reducción del número de trabajadores producida por una caída de la fecundidad se suma a la disminución de los ingresos al Estado por parte de los empleos precarios, dificultando la estabilidad del sistema de bienestar y las pensiones de las generaciones mayores. Si pensamos que la alternativa que tienen los jóvenes para sortear esta situación, especialmente acuciante en España, es la migración internacional, tenemos noticias aún menos alentadoras a corto, medio y largo plazo. La fuga de cerebros tiene un coste importante.

Esta época ha sido descrita por Zygmunt Bauman como la “modernidad líquida”, haciendo referencia a que todo lo que antes era sólido se ha vuelto hoy líquido (Bauman, 2006). La incertidumbre en el mercado laboral desencadena un efecto dominó a otras esferas de la vida, desde la emancipación del hogar paterno a la formación de una familia propia. Las generaciones más jóvenes serán más longevas y seguramente gozarán de más libertad de la que gozaron sus padres, pero serán las que vivirán en incertidumbre durante mucho más tiempo del que experimentaron sus predecesores. Esta será la generación del alquiler más que de la propiedad, de las paredes de yeso más que de ladrillos, de perros o gatos más que de hijos o hijas, de vueltas cada vez más largas en la rueda de la mala fortuna de la precariedad laboral.

 

Referencias bibliográficas

Banco de España, La juventud en España: retos y oportunidades. En: https://www.bde.es/f/webbde/GAP/Secciones/SalaPrensa/IntervencionesPubli... [Último acceso: 17.11.2019]

Bauman, Z., Vida líquida. Editorial Planeta, Barcelona, 2006.

Esteve, A.; Treviño, R., “Los grandes porqués de la (in)fecundidad en España”. Perspectives Demogràfiques, 15: 1-4, 2019.

INE - Instituto Nacional de Estadística. www.ine.es [Último acceso: 17.11.2019]

Janoschka, M., “Gentrificación en España Reloaded”. Papers: Regió Metropolitana de Barcelona, 60: 24-33, 2018.

Kalleberg, A., “Precarious Work, Insecure Workers: Employ­ment Relations in Transition”. Ame­rican Sociological Review, 74 (1): 1-22, 2009.

Lozano, M.; Rentería, E., “El imparable aumento de los años en precariedad laboral de los adultos jóvenes en España, 1987- 2017”. Perspectives Demogràfiques, 12: 1-4, 2018.

Módenes J.A., “El insostenible aumento de la inseguridad residencial en España”. Perspectives Demogràfiques, 13: 1-4, 2019.

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