De la estafa hipotecaria a la estafa del alquiler

Ilustración © Eva Vázquez. Una casa dividida en cuatro trozos como si fuera un pastel y, en medio, crece un árbol lleno de buitres.

Una década después de que estallara la peor burbuja inmobiliaria de la historia, el acceso a la vivienda sigue siendo uno de los mayores problemas sociales. Y lo es porque los estados operan como un engranaje más de la industria financiera e inmobiliaria. La realidad de Barcelona lo confirma: tanto la burbuja hipotecaria de ayer como la burbuja del alquiler de hoy han sido políticamente cocinadas desde las administraciones.

Aunque ya casi no hablemos de ella, han pasado pocos años desde la peor burbuja inmobiliaria de la historia. Algo más de una década. Nada si se compara con la duración y profundidad de sus terribles consecuencias: centenares de miles de familias desahuciadas, deudas de por vida, decenas de suicidios y vidas en la cuneta. Y sin embargo, por increíble que parezca, hoy volvemos a hablar de la vivienda como drama. La burbuja del alquiler no para de crecer y, cada pocos minutos, una familia pierde la casa por no poder pagarla. Los escasos ingresos y la salud de muchos se esfuman al mismo ritmo que crecen los beneficios inmobiliarios. ¿Cómo es posible? ¿Qué está fallando?

La fábula del mercado autorregulado

Los apologetas del capital inmobiliario siempre tiran del mismo argumento. Para ellos, todo se reduce a un problema de oferta y demanda. Demasiada gente queriendo vivir en las ciudades e insuficientes viviendas para satisfacer esas necesidades, lo que supuestamente hace subir los precios. La gran solución, para ellos, sería liberalizar y dejar construir sin límite, como ya hizo el gobierno de José María Aznar en 1998. Pero sucede que los sistemas de vivienda no funcionan como un mercado de competencia perfecta, en el que oferta y demanda se equilibran entre ellas, autorregulándose y fijando el precio. Esa ficción teórica solo aparece en los libros de texto de algunas escuelas de negocio y facultades de economía. La realidad va por otro lado. Solo hay que ver lo que pasó entre 1998 y 2007, cuando se construyó el doble de viviendas que hogares se crearon, y sin embargo los precios se dispararon como nunca. O entre 2008 y 2013, cuando el precio del alquiler bajó a pesar de que el número de inquilinos aumentaba.

De hecho, si algo demuestra la actual crisis de la vivienda es el fracaso de los diagnósticos neoliberales que nos han conducido hasta ella. Y si seguimos sin ver la luz es, en parte, porque algunos de sus predicadores, famosos por haber negado la burbuja financiera hasta el último minuto, aún disponen de importantes altavoces. Aun así, no se puede engañar eternamente a la gente. Incluso entre aquellas instituciones muy proclives a dejar la vivienda en manos del mercado, están emergiendo voces críticas. Sin ir más lejos, un artículo de 2018 publicado por la Reserva Federal de Estados Unidos concluye que, aunque la oferta aumentase un 5 %, su impacto en los precios sería casi nulo.

Lo cierto es que el mercado de la vivienda es algo mucho más complejo de lo que la palabra parece sugerir. Solo hay que realizar un diagnóstico superficial en una ciudad como Barcelona para ver que la realidad se aleja de la caricatura que se dibuja en las escuelas de negocio. Baste con mirar algunas distorsiones en la llamada oferta para hacerse una idea. En la actualidad, 9.600 viviendas cuentan con licencias turísticas, cortesía de la Generalitat, que les permiten operar como hoteles clandestinos en lugar de hogares. Más de 10.000 viviendas están deshabitadas, según el censo de 2019. Y la oferta que se incorpora al mercado como nueva vivienda está cada vez más monopolizada por fondos internacionales que la mantienen como inversiones de lujo o segundas residencias.

En otras palabras, mercado, oferta y demanda explican muy poco. En realidad, operan como fetiches que encubren tanto el denso entramado de actores y fuerzas sociales que operan sobre el terreno, como el papel determinante del estado. No hay que olvidar que la administración pública regula todos y cada uno de los aspectos que afectan a la vivienda: los usos del suelo, los regímenes de propiedad privada, la construcción, los contratos de alquiler, el sistema hipotecario, la política de desahucios y realojos, la política fiscal, la articulación con el sistema financiero y un largo etcétera. Probablemente no hay mercado más construido por lo público que el de la vivienda.

Ahora bien, históricamente, la acción política ha contribuido a hacer de la vivienda un negocio de primer orden. Una mercancía antes que nada. En ese sentido, hablar de política de la vivienda es hasta cierto punto falaz, puesto que presupone la existencia de un estado intrínsecamente benevolente. La experiencia histórica es otra: en términos generales, los gobiernos no han trabajado para garantizar el acceso universal a la vivienda, sino más bien para mantener el orden político y para facilitar la acumulación de capital a través de ella.

La hegemonía de la propiedad

Respecto a la cuestión política, seguramente no ha habido un proyecto de gobierno social más exitoso en el último siglo que el de la vivienda en propiedad. Que las élites políticas de casi todo el mundo se empeñen desde hace décadas en priorizarla como única forma de acceso, no responde a criterios científicos. Tampoco que se hayan dedicado a estigmatizar el alquiler, convirtiéndolo en una forma de tenencia volátil e insegura. Y aún menos que hayan fabricado mitos nacionales, como el de que la propiedad es la base moral de la familia o de la seguridad. Se trata de una decisión política, consistente en alinear los intereses de las élites con las clases medias, y orientada a proteger el sistema de políticas más justas y redistributivas. Se parte de la premisa de que, si la gente accede a una minúscula parte del pastel, será mucho menos proclive a rebelarse y asaltar la parte más grande.

Al fin y al cabo, el objetivo de extender la vivienda en propiedad es tan viejo como las ciudades contemporáneas, que emergen con la industrialización. Ya en la segunda mitad del siglo xix, la burguesía reformista lo plantea como forma de domesticar a los de abajo: el nuevo proletariado urbano que, ante la falta de alternativa, se veía obligado a vivir en barrios de chabolas. Sin embargo, tuvieron que pasar casi cien años hasta que algunos países consiguieran extender la vivienda en propiedad (mediante todo tipo de ayudas públicas) a amplias capas de la población. El franquismo, en ese campo, es pionero. Hay pocos proyectos de propietarización tan exitosos como el iniciado a finales de los años cincuenta, y prolongado por los gobiernos del PSOE y del PP hasta la crisis de 2008.

En ese sentido, es importante también desmentir el tópico según el cual la oferta de alquiler habría caído gradualmente debido a los contratos indefinidos establecidos por la ley de 1964. Lo cierto es que el peso del mercado del alquiler siguió disminuyendo tras el decreto Boyer de 1985, que quitó garantías a los inquilinos con el pretexto de hacer lo contrario. Y la explicación es sencilla: la política descarnada, desde los años sesenta, para hacer que la compra sea la única forma de acceso a la vivienda. Desde el “no queremos un país de proletarios sino de propietarios”, del ministro Arrese en 1957, hasta las deducciones a la compra y el crédito fácil de la última burbuja.

No hace falta pensar mucho para imaginar los efectos sociopolíticos del modelo de acceso a la vivienda mediante la compra. De entrada, permite individualizar el problema del acceso a la vivienda, reduciéndolo a un sálvese quien pueda. Tiene efectos perversos, como que los pequeños propietarios tienden a compartir con las élites el interés de que se mantengan los precios altos para que su patrimonio no pierda valor, a costa de hacer la vivienda inasequible para el conjunto de la sociedad; o que apoyen políticas regresivas, como la eliminación del impuesto de sucesiones, lo que actualmente sucede en diversas comunidades autónomas.

La colonización de las finanzas

Más allá de su vertiente política, la vivienda se ha convertido en un elemento cada vez más importante para el capitalismo global. Y de un modo diferente al que lo venía haciendo. Si bien la extracción de rentas —la apropiación de riqueza sin que medie la producción de valor añadido— siempre ha sido una característica del sistema económico, en los últimos años ha adquirido una función casi central. De ahí que los procesos de desposesión que padecemos en el espacio de vida, en el hogar, son hoy a menudo tan feroces como aquellos que sufrimos donde trabajamos. 

Este cambio empezó a fraguarse en los años ochenta, a raíz de la intervención decidida de los estados para hacer de la vivienda un activo de primer orden, cada vez más vinculado a los objetivos de las finanzas, que desde entonces han acumulado mucho poder. Durante las burbujas hipotecarias del pasado (1986-1992 y 1997-2007) vivimos la primera fase de este proceso. Se introdujo la titulización, que permitía a los bancos comercializar grandes cantidades de hipotecas en los mercados financieros, vendiéndolas a terceros y generalmente de espaldas a los prestatarios. Un negocio depredador, con prácticas próximas al saqueo, que adquirió popularidad con la crisis subprime en Estados Unidos y entró en barrena con el estallido de la burbuja.

Sin embargo, algunos dieron a las finanzas por muertas antes de tiempo. En los últimos años, la vivienda ha seguido siendo un objetivo primordial para los grandes fondos de inversión y bancos. Algunas estimaciones apuntan que el 30 % de todo el dinero mundial se destina a la inversión inmobiliaria. En otras palabras, hay una parte muy importante del capital mundial cuya reproducción depende del crecimiento del precio de la vivienda y el suelo. Y de nuevo, ha hecho falta una intervención del estado a medida de estos actores.

En España, este cambio se dio durante el último mandato del PP. A la vista de que una parte cada vez mayor de la población optaba por vivir de alquiler, el Gobierno hizo todo lo posible por trasladar el negocio inmobiliario a este terreno. La principal labor del ejecutivo de Rajoy consistió en adaptar las condiciones de vida de millones de hogares con inquilinos, muchos de ellos nuevos, a los objetivos de los fondos. Fue una operación rápida y decidida. En 2012, creó un régimen especial según el cual las sociedades de inversión (SOCIMI) dejaban de pagar impuesto de sociedades y se beneficiaban de otros regalos fiscales. Y en 2013 cambió la ley de arrendamientos y redujo los contratos de alquiler a tres años, haciéndolos coincidir con el periodo mínimo obligatorio durante el cual una sociedad debe tener una vivienda arrendada. En otras palabras, generó pérdidas al erario y precarizó las vidas de innumerables hogares con tal de supeditarlo todo a los intereses de negocio de los accionistas.

Hoy no son pocos los fondos de inversión o consultorías que reconocen que el mercado inmobiliario se recuperó (bonito eufemismo para referirse al crecimiento de precios y a las expulsiones) gracias al papel de los grandes fondos. Lo que no dicen es que las finanzas están alterando por completo los sistemas de vivienda de las grandes ciudades y sus ecosistemas sociales. Al comprar la vivienda a precios desvinculados de los ingresos locales, a menudo en operaciones muy especulativas, alejan el mercado inmobiliario de las necesidades vecinales. Las SOCIMI son el paradigma de esta lógica: sociedades que adquieren miles de viviendas para que inversores a distancia puedan lucrarse, invirtiendo en ellas a corto plazo, extrayendo rentabilidades que provienen del bolsillo de hogares inquilinos y vulnerando derechos humanos, tal y como ha denunciado Naciones Unidas.

Ilustración © Eva Vázquez. Sobre el suelo de un edificio, una pancarta publicitaria muestra una casa presionada por una prensa. © Eva Vázquez

Proteger la vivienda

Decía Raquel Rolnik, tras su paso por el gobierno de Brasil y por la relatoría de vivienda de Naciones Unidas, que actualmente los estados operan como un engranaje más de la industria financiera e inmobiliaria. Nuestra realidad local lo confirma: tanto la burbuja hipotecaria de ayer como la burbuja del alquiler de hoy han sido políticamente cocinadas, mediante una intervención pública muy decidida. La buena noticia es que eso también nos recuerda que hay remedio. El mercado no es un fenómeno meteorológico, sino un campo de poder: de correlación de fuerzas entre quienes especulan con la vivienda e inquilinos, entre industria inmobiliaria y barrios. De organizar esa fuerza colectiva para garantizar el derecho a la vivienda, poniéndola a la altura de la sanidad o la educación, dependerá nuestro futuro y el de nuestros hijos.

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