Desigualdad en la era de la desconexión

Ilustración © Eva Vázquez. Varias personas suben las escaleras de un edificio y no pueden continuar porque un tramo de escaleras entre dos plantas está derruido.

La crisis económica ha agrandado las brechas (laboral, generacional, de género y fiscal) que contribuyen a incrementar la desigualdad. Si las sociedades siguen incrementando estas brechas y el sentimiento de desconexión entre ricos y pobres se consolida, nuestras democracias corren un serio peligro.

En un momento en que el planeta y las personas se encuentran más conectados que nunca gracias a las nuevas tecnologías de la información, entramos en la era de la desconexión. Los países se desconectan de la economía global; las ciudades, del mundo rural; las élites económicas, de la sociedad; los intelectuales, de su público; los trabajadores fijos, de los problemas de lo que Guy Standing ha denominado "el precariado"[1]; los adultos, de los jóvenes. La crisis económica ha generado una serie de grietas profundas que amenazan la cohesión social y, con ella, la democracia tal y como la conocemos. Cada colectivo o grupo social ha decidido atender a sus intereses, erosionando los discursos universalistas que llevan aparejados un fuerte sentido del concepto solidaridad. Solidaridad en el sentido clásico del término: el refuerzo de la vinculación social que conlleva obligaciones y derechos con respecto a las personas con las que convivimos[2]. Sin esa solidaridad “fuerte”, el debate sobre los impuestos se convierte en una suma entre lo que aporto y lo que recibo, entre lo que producimos y lo que dedicamos a los que no pueden producir, entre lo que recibimos a cambio de nuestra participación en la sociedad y lo que reciben otros. Una sociedad sin vínculo social está condenada a la desintegración.

El motor de estas múltiples desconexiones, a su vez causa y consecuencia, es la desigualdad. Hace apenas un par de décadas, el debate se situaba en el ámbito de la inclusión: constatábamos que el modelo económico y social era suficiente para dar cobijo a una inmensa mayoría que encontraba en el estado social una cobertura básica frente a los riesgos de la enfermedad o la vejez. El reto para lograr sociedades cohesionadas era incluir en la cobertura a la minoría excluida o marginada, por diferentes motivos sociales, económicos, culturales o étnicos. Hoy este enfoque no es suficiente. Subsiste un porcentaje de la población en riesgo de pobreza o exclusión social, como señala AROPE, el indicador más usado por parte de la Unión Europea para su medición, pero el fenómeno reciente que debemos analizar es la extensión de la desigualdad a toda la sociedad, erosionando gravemente las bases de la democracia liberal y el estado social, esto es, la clase media y las perspectivas de una vida socialmente digna y aceptable para todos.

En 2011, Pickett y Wilkinson[3] explicaron que el problema fundamental de la desigualdad es su capacidad de acentuar otros problemas sociales: las sociedades más desiguales tendían a tener peores índices de violencia delictiva, enfermedades psicológicas, tasas de abandono escolar, embarazos de adolescentes e incluso problemas nutricionales como la obesidad. Para analizar la evolución de la desigualdad, debemos centrarnos en la brecha laboral, la brecha generacional, la brecha de género y la brecha fiscal. En estas brechas se concentran las fuerzas que configuran buena parte de nuestra desigualdad social.

 

[1] Guy Standing, El Precariado. Pasado y Presente, 2015

[2] Luis M. de Sebastián, La solidaridad: el guardián de mi hermano. Ariel, 1996.

[3] Richard Wilkinson y Kate Pickett, Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva. Turner, 2009.

La brecha laboral

El acceso a un trabajo de calidad y estable es muy desigual en España. Las tasas de desempleo crecieron de manera muy acusada durante la crisis y, pese a la recuperación, están lejos todavía de los niveles previos a esta. El acceso al empleo es la primera fuente de desigualdad: una alta tasa de paro significa que una parte importante de la población no tiene acceso a la principal fuente de renta, que es el trabajo asalariado. Si además observamos las desigualdades de acceso a este, nos encontramos que las mujeres, los jóvenes y los parados de más de 45 años no cualificados son los colectivos con mayores dificultades para encontrar un empleo. Este hecho los aboca a un desempleo de larga duración que dificulta su acceso a un trabajo digno y de calidad.

La crisis ha generado también un incremento de la desigualdad salarial, que se mide a través del índice de Gini. La fuerte subida de la desigualdad salarial se debe a la también desigual evolución en las rentas salariales, particularmente a las más bajas, que fueron más castigadas. Según los datos del INE, el decil con salarios más bajos perdió hasta un 15 % de rentas salariales entre 2008 y 2016.  Este proceso se ha visto magnificado por la polarización de nuestro mercado laboral. España es, junto con Estonia, el país de la OCDE donde más ha crecido el porcentaje de población con salarios bajos y más ha retrocedido el porcentaje de población con salarios medios.[1]

El incremento de las desigualdades salariales debe entenderse como el producto de dos factores: el descenso del salario por hora trabajada y las desiguales condiciones laborales en términos de precariedad laboral, que de nuevo han afectado de manera desigual a la población. El descenso salarial ha supuesto un incremento en la tasa de trabajadores que, pese a tener un empleo, permanecen por debajo del límite de la pobreza. En 2018, el 13,1 % de los trabajadores de España vivían por debajo del nivel de la pobreza, el tercer país de la Unión Europea con mayor ratio, tras Rumanía y Grecia. No se trata solo de acceder al empleo, sino de hacerlo en condiciones de calidad y seguridad. Y desde ese punto de vista, nuestro mercado laboral está fallando.

 

[1] OCDE Employment Outlook, 2019.

La brecha generacional

La pobreza infantil ha despuntado como el principal problema de desigualdad de España, y también se ha extendido, en los últimos años de la recuperación económica, hasta los menores de 30 años. Este cambio de composición en la pobreza supone un elemento importante de transformación en la naturaleza de nuestra desigualdad, al tiempo que se erige como un reto para nuestro estado social, ya que señala las dificultades que tenemos para abordar la desigualdad en las etapas más tempranas de la vida, con graves consecuencias para las trayectorias vitales de las personas. La desigualdad en la población más joven es el principal obstáculo para la movilidad social intergeneracional y, por lo tanto, para la igualdad de oportunidades a lo largo de la vida. Según un estudio de la OCDE, en España una familia pobre necesitará cuatro generaciones para alcanzar la clase media, una cifra que, siendo menor que el promedio de la OCDE, es el doble que en países como Dinamarca[1].

La pobreza en etapas tempranas se traslada hoy hacia las etapas juveniles. El desempleo juvenil y la precariedad en el empleo han hecho que los más jóvenes hayan sufrido el mayor incremento de pobreza relativa de toda la población, que se ha incrementado en más de diez puntos de 2008 a 2017. La combinación de la pobreza en la infancia y en las etapas tempranas de la vida adulta suponen un importante reto para la cohesión social en el medio y largo plazo, y esta brecha se agudiza todavía más si tenemos en cuenta el género.

 

[1] A Broken Social Elevator? How to Promote Social Mobility. OCDE, 2018.

La brecha de género

Entre hombres y mujeres, las diferencias de salarios, acceso a niveles de decisión y reparto de los tiempos de cuidados suponen una de las principales vías de generación de desigualdad en España. Sea cual sea la condición socioeconómica o edad, las mujeres están peor. Siete de cada diez personas con salarios bajos son mujeres, cifras que se invierten para los tramos salariales más altos. Como promedio, las mujeres cobran en España el 16 % menos que los hombres, sufren mayor temporalidad y son hasta el 60 % de las personas ocupadas subempleadas. La desigualdad económica vinculada a la brecha de género está muy relacionada con el ámbito de los cuidados. De acuerdo con Libertad González[1], la brecha salarial de género se amplía considerablemente con el nacimiento del primer hijo, y se mantiene a lo largo de toda la vida laboral. De las personas inactivas que no buscan trabajo por tener a su cargo los cuidados de niños o mayores, el 92 % son mujeres.


[1] Libertad González, “La brecha salarial de género se amplía tras la maternidad (y ahí se queda)”, blog Nada es gratis, entrada 8/5/2019.

 

La brecha fiscal

España se enfrenta al reto de reducir los impactos de la desigualdad a través de los mecanismos de redistribución de la renta y, particularmente, a través de los ingresos y gastos públicos. Sin embargo, junto a Italia, es uno de los países de la Unión Europea donde el sector público tiene menos capacidad de redistribución. Las razones hay que buscarlas en factores de economía política: quién y cómo paga impuestos y cómo se deciden las prioridades de gasto público. En la recaudación de impuestos, nos situamos por debajo de la media de la Unión Europea en siete puntos del PIB, con un sistema ineficiente y poco progresivo, donde los pobres pagan proporcionalmente más impuestos que la clase media, y solo contribuye más el decil superior de los más ricos. De la misma manera, los gastos públicos asignados en los presupuestos del Estado no suponen un ejercicio de redistribución. Según la OCDE, y atendiendo a las transferencias monetarias, en España el decil más pobre de renta recibe solamente el 4 % de todas las transferencias monetarias del sector público.

Conclusiones

La crisis económica, y la posterior recuperación, han dejado profundas brechas en la cohesión social del país. A un mercado laboral fragmentado y precarizado, se une la rebaja de expectativas vitales para toda una generación que está comenzando su vida en condiciones precarias. El estado social actual ya es incapaz de hacer frente a estas brechas sociales. Las tentaciones de desconexión de los más afortunados se multiplican, debilitando en gran medida las bases sociales sobre las que se establecieron las democracias de la posguerra mundial. Puede que las palabras del economista David Lizoain, que habla del fin del Primer Mundo[1], o del sociólogo Christophe Guilluy[2], que vaticina el final de la clase media, sean demasiado negativas. Pero su intuición va en la buena dirección: si las sociedades siguen agrandando estas brechas y el sentimiento de desconexión se consolida, nuestras democracias corren un serio peligro.

 

[1] David Lizoain Bennett, El fin del Primer Mundo. Catarata, 2017.

[2] Christophe Guilluy, No Society. El fin de la clase media occidental. Taurus, 2019.

Publicaciones relacionadas

  • España 2030: Gobernar el futuro. Estrategias a largo plazo para una política de progresoEdiciones Deusto, 2016

El boletín

Suscríbete a nuestro boletín para estar informado de las novedades de Barcelona Metròpolis