El poder transformador del voluntariado en la adolescencia

Ilustración. ©Genie Espinosa

Las experiencias de participación comunitaria durante la infancia y la adolescencia tienen un impacto positivo en el bienestar psicológico y favorecen el desarrollo de la ciudadanía activa. En un periodo evolutivo especialmente crítico, se instauran hábitos de comportamiento altruista, se diversifican las redes personales y se entra en contacto con adultos que pueden ejercer de mentores informales.

Desde que tenía siete años, Sara empezó a salir de excursión con el grupo scout de su pueblo. Su madre la había advertido del bienestar que proporciona el contacto directo con la naturaleza y la animó a apuntarse. Sin embargo, Sara no esperaba que fuese tan divertido. Cada vez que iban a los pinares de Oromana o a la Sierra Norte, volvía entusiasmada. El grupo de Castores ocupaba la mayor parte del tiempo en juegos, canciones y actividades al aire libre. Aunque lo que más le gustaba era salir de acampada, también participaba en algunas visitas educativas y colaboró en varias iniciativas de voluntariado. El primer sábado de cada mes, pasaba la tarde con las personas mayores en una residencia geriátrica. Más tarde, empezó a asistir a la plantación de árboles que cada año organizaba una asociación ecologista local. También colaboró en dos ocasiones con la campaña de recogida para el Banco de Alimentos. Ahora, con trece años recién cumplidos, tiene un fuerte sentido de pertenencia al movimiento scout, del cual forman parte también muchos de sus amigos.

Las experiencias de participación comunitaria durante la infancia y la adolescencia tienen un impacto positivo en el bienestar psicológico y favorecen el desarrollo de la ciudadanía activa. Como en el caso de Sara, las prácticas tempranas de voluntariado e implicación comunitaria forman a los menores en valores prosociales y ofrecen oportunidades para el desarrollo de competencias personales. A través de actividades educativas en la naturaleza, los menores no solo mejoran su conocimiento del medio, sino que aprenden a manejarse en un grupo y desarrollan la empatía, las habilidades sociales, la capacidad para aceptar críticas y el respeto a la diversidad cultural. Para muchos, es una primera experiencia con el mundo asociativo, que tendrá consecuencias a medio y largo plazo. Los adolescentes que participan se vuelven más autónomos, ganan confianza en sí mismos y mejoran su capacidad de autorregulación. En consecuencia, en un periodo evolutivo crítico, se instauran hábitos de comportamiento altruista o se adquieren valores de tolerancia y solidaridad. Como se verá a continuación, esto puede tener efectos incluso durante la vida adulta.

Este artículo se centra en el valor formativo y transformador de la participación durante la adolescencia. Sucesivamente, muestra que el voluntariado genera bienestar en quienes participan y predice una mayor implicación cívica durante la vida adulta. Además, se trata de una experiencia transformadora con la que se adquieren valores, conocimientos y competencias especialmente valiosos.

Los beneficios del voluntariado

El desarrollo de la autonomía personal, la autoestima y una identidad madura en los adolescentes depende, en parte, de disponer de oportunidades para participar en actividades positivas. Por el contrario, cuando tienen pocas responsabilidades o no encuentran un rol social definido, pueden darse situaciones de alienación, soledad y un pobre autoconcepto. Se ha comprobado que, tanto el voluntariado como el aprendizaje-servicio, les permiten implicarse en actividades significativas y ejercer un rol de ayuda a los demás. Del mismo modo, reducen el tiempo que pasan en contextos de riesgo o en que están expuestos a modelos negativos de comportamiento. De acuerdo con ello, la participación en acciones de voluntariado disminuye el riesgo de embarazo adolescente, el abuso de drogas y el fracaso escolar, entre otros problemas sociales.

Participar en actividades con una dimensión comunitaria también se asocia con una mayor satisfacción con la vida. A los adolescentes no solo les ofrece la oportunidad de funcionar de manera independiente, sino que les permite desarrollar relaciones de apoyo con sus compañeros o con otros miembros de la comunidad. Gracias a su implicación en iniciativas ciudadanas, diversifican sus redes personales, entran en contacto con adultos que pueden ejercer de mentores informales y se integran en el entorno local. Por ejemplo, en el caso que encabeza este artículo, las actividades de los scouts tienen un claro componente social. Los participantes se integran en un grupo con el que desarrollan relaciones amistosas. También forman redes intergeneracionales, al entrar en contacto con los mayores de las residencias de ancianos o con los monitores que les proporcionan una guía educativa.

Sin embargo, para que estos beneficios sociales y de desarrollo cognitivo no sean solo puntuales, sino que se mantengan en el tiempo, es importante que los adolescentes participen de manera continuada. Tanto la adquisición de competencias como el propio proceso de participación suelen requerir de una duración prolongada.

Ilustración. ©Genie Espinosa Ilustración. ©Genie Espinosa

Aprendiendo a participar

La adolescencia es un periodo evolutivo crítico en el que se instauran hábitos que pueden tener una repercusión durante la vida adulta. Por eso se asume que la escuela secundaria funciona como un contexto de desarrollo fundamental para el compromiso cívico. En el instituto, los adolescentes aprenden sobre sí mismos y sobre los demás. Como se trata de un contexto que promueve relaciones de confianza orientadas al aprendizaje, les permite experimentar mientras participan en actividades que pueden tener una repercusión en el entorno comunitario. Estas primeras experiencias de participación los ponen en contacto con organizaciones no gubernamentales y mejoran su conocimiento sobre las oportunidades de voluntariado. También los acercan a los colectivos en situación de riesgo, por lo que pueden promover una mayor sensibilidad hacia los problemas sociales. En ocasiones, la participación directa suscita el interés por acercarse al mundo asociativo, a la vez que aumenta la autoeficacia percibida de la implicación en acciones colectivas.

El resultado es que los jóvenes que han realizado voluntariado o que han participado en programas de aprendizaje-servicio es más probable que colaboren en ellos activamente durante su vida adulta. Concretamente, las experiencias tempranas de participación predicen una mayor implicación en iniciativas locales, la afiliación a asociaciones, la colaboración en acciones de voluntariado o incluso la probabilidad de votar en las elecciones durante la adultez. Por lo tanto, contamos con un conjunto de evidencias que indican que, a participar, se aprende participando.

El voluntariado como experiencia transformadora

En los estudios sobre el voluntariado ha sido muy frecuente analizar las motivaciones que llevan a los voluntarios a participar e implicarse en actividades de ayuda. Los valores religiosos, el compromiso político o la búsqueda de la satisfacción personal y la autorrealización se cuentan entre los motivos más habituales. Sin embargo, se ha explorado en mucha menor medida la capacidad transformadora de las experiencias de participación cívica e implicación comunitaria.

Adoptando este segundo punto de vista, es la acción la que determina los valores, y no al contrario. Esto significa que hacer voluntariado desarrolla la sensibilidad social y promueve valores prosociales en los adolescentes. Así lo confirma también la investigación previa. Los jóvenes voluntarios tienen actitudes más positivas hacia la sociedad que aquellos que no participan. Las experiencias tempranas de participación desarrollan el sentido de pertenencia junto con la responsabilidad por el bienestar de la comunidad.

Retomando el ejemplo del principio, cabe suponer que colaborar en la plantación de árboles puede redundar en una mayor concienciación sobre el medio ambiente, así como en actitudes favorecedoras de un comportamiento ecológico responsable. También puede fomentar competencias útiles para la acción comunitaria. Por ejemplo, a través de las actividades educativas en el grupo scout, los menores aprenden a escribir cartas sobre el cambio climático. Más tarde, podrían emplear dichas habilidades ejerciendo el activismo en una asociación ecologista.

El futuro de la participación

Las organizaciones no gubernamentales han comprobado cómo, en los últimos años, han surgido nuevas formas de voluntariado en las que predomina un estilo de vinculación online, con pautas de implicación puntual o episódica. Los líderes de asociaciones muestran a veces su preocupación por las crecientes dificultades que encuentran para garantizar el compromiso a medio y largo plazo con la misión de la organización.

En este contexto, la población adolescente es la cantera natural con la que garantizar la renovación generacional del compromiso cívico. Como se ha mostrado, la educación para la participación es una práctica basada en la evidencia que puede resultar efectiva no solo para asegurar la continuidad del voluntariado, sino también para fomentar los valores y las pautas comportamentales que le darán forma a la participación del futuro.

Referencias bibliográficas

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