En busca de un ‘demos’ metropolitano

Il·lustració © Ana Yael Zareceansky. Quatre columnes amb capitells d'estil jònic de diferents alçades amb escales entre la part superior d'uns i altres. Sobre les columnes i en les escales diverses persones es miren, saluden o caminen.

Lejos de su uso cotidiano, el actual consumo del espacio urbano está eliminando las funciones políticas y de identificación colectiva tradicionales en el espacio público. El objetivo de construir un demos a escala metropolitana nos obligaría a repensar el actual modelo urbano y a desplegar políticas sociales, culturales, urbanísticas, económicas y de vivienda que permitan recuperar la ciudad como espacio de relación.

En la actualidad, la urbanización se expresa a escala metropolitana a través de tramas urbanas donde se congregan millones de habitantes. Así pues, no es extraño que cada vez más expertos y estudiosos urbanos pongan énfasis en la necesidad de situar la cuestión metropolitana en el centro del debate político. Los términos que articulan este debate son, a menudo, los de la gobernanza metropolitana. Posiblemente se trata de una condición necesaria, pero en ningún caso resulta suficiente: conviene resituar la mirada en la dimensión política y plantearnos el reto de potenciar la democracia también en el ámbito metropolitano. Y hacerlo tanto desde dentro como desde fuera de las metrópolis, es decir, en la escena global.

Hace diez años, José Antonio Estévez Araújo publicó un artículo con el elocuente título de ”Que no te den gobernanza por democracia”,[1] en el que se comentaba que, desde mediados de los años noventa hasta la actualidad, el término gobernanza se ha vuelto globlamente omnipresente tanto en debates polítcos como en el ámbito de las ciencias sociales. Y a menudo como sinónimo de democracia. La gobernanza, dice el autor, es en realidad una fórmula de gobierno relacional que comparte raíces históricas con los procesos de desregulación y provatización que se originaron a mediados de los años ochenta y que ha legitimado la entrada de grupos de interés en los espacios de decisión de la política institucional.

Para fomentar la gobernanza, se adujo como argumento la participación de la sociedad civil, pero es evidente que su capacidad de influencia política es mucho más reducida que la de los grupos de interés. Las relaciones de poder en la sociedad (y los silencios sociales y políticos que propician) no solo se reproducen en el marco de la gobernanza, sino que se refuerzan como consecuencia de haber legitimado la incorporación de los grupos de interés en los procesos de decisión política.

Estos son los peligros que hay que tener en cuenta cuando trasladamos esta fórmula de gobierno al ámbito metropolitano. ¿Planteamos el debate sobre gobernanza metropolitana sin más o sobre la necesidad de profundización democrática en el gobierno de la metrópolis? La pregunta no pretende obtener una respuesta binaria, sino que plantea la necesidad de adjetivar la gobernanza (¿de qué hablamos, exactamente?) y de desempolvar la democracia. La gobernanza multinivel, por ejemplo, aporta una respuesta a la necesidad de coordinar más y mejor las diferentes esferas de nivel que operan en un mismo territorio metropolitano. Incluso la gobernanza multiactor puede convertirse en una herramienta interesante para llevar a cabo diálogos con la pluralidad de actores del territorio (universidades, sector económico, profesionales...).

La idoneidad de estas fórmulas para responder a determinados aspectos del gobierno metropolitano no tendría que obviar la salud democrática de las metrópolis. Una manera de reforzar la democracia metropolitana pasa por la configuración de un sistema de gobierno metropolitano híbrido que combine, por un lado, estructuras de gobierno supramunicipal dotadas de determinadas competencias políticas y escogidas mediante elección directa, y, por el otro, fórmulas permanentes de coordinación intermunicipal entre gobiernos locales de una misma área metropolitana. Estas fórmulas tendrían que asegurar la igualdad política entre los gobiernos municipales del centro de la metrópolis y sus periferias.

Avanzar hacia esta democracia metropolitana, sin embargo, no está exento de dificultades. No solo desde el punto vista del diseño institucional, sino también en lo que se refiere a la base material de la legitimidad democrática: ¿es posible un “demos metropolitano” (Gomà, 2018)[2] en la actual ciudad posmoderna?  

El ‘demos’ metropolitano

A finales de los años ochenta, cuando la urbanización especulativa se convirtió en el principal mecanismo de acumulación capitalista, se asentaron las bases de un modelo de ciudad difusa, metropolitana y fragmentada: la ciudad posmoderna. El tipo de urbanización de la etapa anterior estaba territorialmente delimitado en extensión. Y la forma de ciudad resultante era claramente identificable, delimitada por un marco paisajístico sin urbanizar. Actualmente, en cambio, la ciudad posmoderna se ha multiplicado sobre un espacio multiescalar, que combina cascos urbanos clásicos con enormes zonas de urbanización dispersa en las que resulta cada vez más difícil discernir dónde empieza y dónde acaba la ciudad. Las tramas urbanas metropolitanas a menudo se esparcen de manera discontinua, conectadas por infraestructuras de transporte, y conforman un paisaje intermitente entre zonas urbanizadas y no urbanizadas.


[1] Estévez Araújo (2009), “Que no te den gobernanza por democracia”, Mientras Tanto, 108-109: 33-49.

[2] Gomà (2018), “Dret a la ciutat, municipalisme global i democràcia metropolitana”, Revista Treball, 13 de julio de 2018.

La discontinuidad en el espacio se conjuga, paradójicamente, con una continuidad en el tiempo: la ciudad está disuelta, pero sus trozos se han esparcido en un territorio muy amplio que crea una sensación de ciudad interminable. En muchas ocasiones, estos parches urbanos constituyen entornos residenciales de baja densidad, clonados los unos de los otros, que configuran secuencias inacabables de viviendas, infraestructuras de transporte, gasolineras y comercios (Muñoz, 2010).[1]

La ciudad posmoderna se expresa a escala metropolitana y es definida por algunos como no lugar (Augé, 1992)[2] porque se encuentra constituida por enclaves urbanos cerrados en sí mismos y desprovistos de espacios públicos comunes. Así pues, el hecho urbano posmoderno configura no ciudades. Espacios urbanos donde las calles dejan de ser elementos de interacción para convertirse en meros apoyos materiales de uso funcional: el aparcamiento, la movilidad o la separación de espacios.

[1] Muñoz (2010), Local, local! La ciutat que ve, Barcelona: CCCB, Diputación de Barcelona.

[2] Marc Augé (1992), Non-lieux: introduction à une anthropologie de la surmodernité, París: Éd. du Seuil.

 

Mientras las nuevas formas urbanas se construyen sin espacios públicos, los que ya existen quedan vacíos de contenido. Los centros urbanos, por ejemplo, van quedando deshabitados de sus antiguos residentes y se convierten en parques temáticos para el consumo de los turistas. O se vuelven centros sujetos a un consumo masivo, pero esporádico, vinculado a usos meramente profesionales, comerciales, de ocio o de mero tráfico. Este consumo del espacio urbano en sustitución de su uso cotidiano elimina las funciones políticas, de significación e identificación colectiva que tradicionalmente se han llevado a cabo en los espacios públicos y en la ciudad en sentido amplio. Esta es una de las grandes pérdidas que ha supuesto el tránsito de la ciudad moderna a la ciudad posmoderna.

En este contexto, la construcción de un demos a escala metropolitana se vuelve una misión difícil que nos obliga a repensar el actual modelo urbano y a desplegar políticas sociales, culturales, urbanísticas, económicas y de vivienda que permitan recuperar la ciudad como espacio de relación. Y también que permitan dotar de diferentes centralidades las metrópolis para que la urbe (la ciudad material) se convierta también en polis y civitas, es decir, que se vuelva también un espacio de construcción política y social de la ciudadanía.

Las agendas globales, ¿una ventana de oportunidad?

La Nueva Agenda Urbana (NAU), adoptada en Quito en 2016 en el marco de la cumbre mundial Habitat III de Naciones Unidas, se hace eco del debate metropolitano e identifica algunas cuestiones fundamentales respecto a las que es necesario garantizar un ámbito de gestión política a escala metropolitana: el transporte, las infraestructuras urbanas, la movilidad y la relación con el entorno periurbano y rural.

Como hoja de ruta para los próximos años en materia urbana, resulta preocupante que en ningún momento el texto se refiera a la democracia o emplee algunos de sus derivados. En cambio, menciona repetidamente la gobernanza en relación con el gobierno de los territorios. Los gobiernos locales y metropolitanos, que tuvieron un papel importante durante el proceso de negociación de la NAU, persiguen una mayor voz política, tanto dentro de los estados como frente a las organizaciones multilaterales. Y aducen como argumento principal que son la esfera de gobierno más próxima al ciudadano y, por lo tanto, con más capacidad de representar sus necesidades. Utilizan, por lo tanto, la democracia local como elemento central de sus reivindicaciones.

Es necesario que estos reclamos no solo sirvan para ganar un espacio en la llamada “mesa global”, sino que también articulen los mensajes que los gobiernos territoriales y las redes que los representen defiendan en las agendas globales, especialmente las relacionadas con las ciudades. Y que lo hagan sin crear nuevas jerarquías entre ciudades (ciudades metropolitanas versus ciudades de periferia). La investigación de un demos metropolitano también pasa por incidir en las agendas globales, reivindicando el policentrismo democrático como modelo urbano y la necesidad de asegurar la igualdad material y política de los diferentes territorios de las metrópolis. Tanto si son centros como si son periferias.

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