Esplendor, decadencia y recuperación de la plaza Reial

El passatge de Madoz l'any 1980, amb el bar Vivancos a l’esquerra, actualment el restaurant Les Quinze Nits. © José Antonio Sancho

Pocos espacios de Barcelona han sido tan dinámicos y cambiantes, tan céntricos y a la vez tan recónditos, como la plaza Reial. Lugar prostibulario en su inicio, más tarde fue un convento y, posteriormente, una plaza que resumía los anhelos de la burguesía barcelonesa. Un lugar elegante –situado en medio de donde vivían las familias acomodadas hasta la construcción del Eixample–, que se encanalló y tocó fondo en las últimas décadas del siglo xx. Todo este recorrido, hasta el renacimiento de la plaza a principios de este siglo, explica buena parte de la historia de Ciutat Vella.

 

La plaza sin plaza

En la Edad Media, donde ahora se halla la plaza Real funcionaba el burdel de Viladalls, el único que podía abrir legalmente en la ciudad. El establecimiento daba nombre a la vía que pasaba a su lado, y que a partir del siglo xiv se conoció como calle del Vidre, por la fundición de vidrio que se instaló allí. Desaparecidos prostíbulo y taller, acabada la guerra de Sucesión se ofreció el terreno a los monjes capuchinos, que habían perdido su casa en los combates. El convento que se construyó se dedicó a santa Madrona y se inauguró en 1723, con entrada por la Rambla.

Aquella Barcelona era un lugar donde la gente vivía amontonada y sin espacios públicos. La idea de construir una plaza fue del capitán general de Cataluña, Antonio Ricardos, que propuso trasladar a los capuchinos al abandonado monasterio de Sant Pau del Camp. Casi treinta años más tarde, un periodista del Diario de Barcelona recogió la propuesta y se inició un debate que convenció al Gobierno para que construyera la plaza y, así, en 1822 se derribó la casa de los capuchinos. Desgraciadamente, al año siguiente las tropas francesas ocuparon la ciudad, acabaron con el Trienio Liberal y ordenaron su reconstrucción, ahora con entrada por la nueva calle de Ferran.

Santa Madrona no fue incendiado durante la quema de conventos de 1835, aun así, echaron a la comunidad y se habilitó para otros usos. Era la sede de los periódicos El Constitucional y El Vapor. Fue el colegio de Santa Àgueda y la escuela Lancasteriana para niños sin hogar. Fue cuartel militar, y la segunda casa-cuartel que tuvo la Guardia Civil en nuestro país. Y el teatro de Caputxins, transformado después en el teatro Nou. Finalmente, en 1848 se derruyó el convento y se puso la primera piedra de la futura plaza, que diseñaría el arquitecto Francesc Daniel Molina.

Vista de la plaça Reial el 1893. © Arxiu Fotogràfic de Barcelona / Autor: Hauser i Menet. Vista de la plaza Reial en 1893.
© Arxiu Fotogràfic de Barcelona / Autor: Hauser i Menet.

El sueño burgués

El primer nombre formal de este lugar fue plaza de Caputxins, pero a partir de 1850 empieza a ser llamada plaza Reial. Las obras se iniciaron por el futuro pasaje Madoz, por la finca conocida como la Casa Plandolit, en su tiempo la más lujosa de la ciudad. En aquellos años ya dormían los mendigos, hacían sus batallas de piedras los niños y se dejaron ver los primeros ladronzuelos. Popularmente, era conocida como la plaza de las Dides (“nodrizas”), porque las chicas del servicio doméstico se encontraban allí con soldados que buscaban pareja.

Pronto abrieron la Farmacia del Globo, el Bazar de los Andaluces y los grandes Almacenes El Águila, así como los mejores cafés y restaurantes del momento, como el Café Restaurante de París, el primero en servir cubitos de hielo y granizados de café. O el Café Suizo, conocido por ser donde nació la receta del arroz Parellada. Estaban el Café Restaurante de Europa, el Café del Universo y el Café Español. El más famoso fue el Café Restaurante de Francia, con un cocinero francés que había trabajado para el emperador Napoleón III. Él sería el gran pedagogo de la burguesía barcelonesa, a la que enseñó a comer y a beber.

La plaza se dio por acabada en 1864. Medía 55 por 83 metros, con unos porches de 5,50 metros de ancho. Los edificios tenían influencia del Palais Royal de París, con unos áticos atrasados detrás una balaustrada de piedra. A pesar de parecerlo, la nueva plaza no era cuadrada. Metida entre la Rambla y el laberinto de callejones irregulares que la rodeaban, uno de los lados presentaba una arcada más que los otros. Cuatro años más tarde, con el estallido de la revolución de 1868, la plaza fue rebautizada como plaza Nacional, y no recuperó su nombre hasta 1875. En aquella época pusieron una fuente comprada en París, dedicada a las tres Gracias. Y dos farolas, diseñadas por un joven arquitecto llamado Antonio Gaudí. Y tuvo visitantes ilustres, como el expresidente de los Estados Unidos Ulysses S. Grant, o la emperatriz austríaca Sissí. También nacieron los corros, improvisados debates políticos donde se podía hablar de todo, bautizados como el Hyde Park barcelonés.

La plaza Reial cumplía los ideales de la burguesía local, incluso con unas exóticas palmeras plantadas a partir de 1883. Los periódicos más importantes del momento tenían la redacción allí, como El Diluvio, La Vanguardia, El Barcelonés o El Progreso. Y abrían los clubes políticos desde donde se gobernaba la ciudad, como el Círculo Fusionista. Un mundo complaciente y tranquilo que se vio alterado por la bomba que estalló en 1892, que mató a una persona e hirió a otras. En esas fechas abría la camisería Furest, pero pronto sus clientes se mudarían al Eixample, y Furest con ellos.

La plaza popular

A principios del siglo xx se planteó abrir el hotel Ritz. Aun así, la plaza Real ya no era la misma; las familias acomodadas se habían ido y el centro de la ciudad se iba llenando de trabajadores y de locales de ocio nocturno. En 1902 se estrenó otra de sus piezas icónicas, hoy desaparecida. Se trataba de una fuente bautizada como la Fuente Mágica, veintisiete años anterior a la de Montjuïc, que sustituyó la de las Tres Gracias. Lanzaba cascadas de agua y luces de colores, iluminada por noventa y seis arcos voltaicos de gran potencia. Los burgueses la visitaban cuando salían del Liceo, y después hacían el resopón en alguno de los restaurantes de la plaza. Pero la proximidad con el Barrio Chino estaba modificando el vecindario.

Durante la Primera Guerra Mundial, se convirtió en asilo de extranjeros refugiados que vivían de la limosna. Acabado el conflicto, la inflación y el aumento de precios provocó grandes protestas obreras. En 1918, en la plaza se reunían las amas de casa, durante la Huelga de Mujeres. Un año más tarde, abría el Museo Pedagógico de Ciencias Naturales, del taxidermista Lluís Soler i Pujol. Y poco después, la Bolsa Filatélica dominical y el café restaurante Glacier, dos de los iconos de la plaza. El año 1925 ya era evidente que la fuente mágica no funcionaba, así que volvió la de las Tres Gracias.

Durante la segunda república, le cambiaron el nombre por el de plaza Francesc Macià. Entonces acogía el bar Bretaña, en cuyo sótano había un cabaré macabro llamado La Cova de les Bruixes (“La Cueva de las Brujas”). Y también el Gran Cabaret Francès y el bar Automático, sin camareros y donde todo funcionaba con máquinas expendedoras que se ponían en marcha con calderilla. También aparecieron los primeros vendedores de cocaína, que ofrecían papelinas de un gramo. Con el estallido de la Guerra Civil, vivió actos patrióticos y veladas artísticas. Durante los Hechos de Mayo quedó bajo control anarquista y, más tarde, abrió un local el PSUC. La plaza tampoco se escapó de los bombardeos, concretamente durante el ataque del 23 de noviembre de 1938, cuando una de las bombas cayó en la calle de Colón.

En marzo de 1939, las nuevas autoridades la rebautizaron nuevamente como plaza Reial. En la posguerra perdió definitivamente su carácter burgués, y se volvió un espacio sucio y degradado, lleno de pensiones y realquilados. Entre los establecimientos de aquellos años figuran un trapero, un almacén de fruta y dos fábricas de paraguas y pañuelos. Esto cambia a partir de 1941, cuando abre el bar Canarias, pionero al organizar campeonatos de bebedores de cerveza. En los años cincuenta la plaza empezó a llenarse de gente atraída por los tanques de cerveza y los calamares a la romana. Aprovechando el éxito que conoció el Canarias, pronto le salió competencia. La primera fue la cervecería Vivancos, seguida por la Taberna del Rey, las cervecerías Bonet (posteriormente convertidas en los bares Colón y Ambos Mundos), y el bar Brindis (futuro Jamboree), donde empezó la Bodega Andaluza (futuro Los Tarantos).

El Brindis fue uno de los primeros locales de la Sexta Flota de los Estados Unidos, cuyos marineros frecuentaban la plaza. Los americanos iban al Zodiac, a la cervecería Tirol, al Montparnasse o al Texas, bares de camareras dedicados a ellos. Quizás el establecimiento más relacionado con la Sexta Flota fue El Tobogán, la primera sede a Barcelona de la USO, un organismo encargado de entretener a las tropas estacionadas fuera del país.

Los norteamericanos propiciaron la recuperación de la plaza, que se convirtió en el centro del ocio barcelonés durante en las décadas de 1950 y 1960.

Nens a la plaça Reial el 1978. © Maria Espeus.
Miratge de 1987. Aparador de la botiga Taxidermia Palaus. © Pepe Encinas.
Vista aèria de la plaça Reial, cap al 1988. © Arxiu Fotogràfic de Barcelona / Autor desconegut. Vista aérea de la plaza Reial, hacia 1988. © Arxiu Fotogràfic de Barcelona / Autor desconocido.

 

Los abismos de la droga

En la segunda mitad de los sesenta ya se registraba un progresivo incremento de la criminalidad a la plaza, sobre todo en cuanto al tráfico de estupefacientes. Además, aumentaron espectacularmente los robos. Los populares pulinches hurtaban abrigos y maletas, y lo vendían allí mismo en una especia de encantes. También hicieron su aparición hippies de todas partes del mundo, de paso hacia Ibiza, que ocupaban los bancos y fumaban marihuana. Y artistas como Ocaña o Nazario, ya que la plaza quedaba muy cerca de la zona de ocio gay, por debajo de la calle de Escudellers.

Al 1978 abría el Karma, y tres años después el Sidecar. En aquellos tiempos había decenas de vendedores de droga en la plaza, un mercadeo que al principio estaba en manos de clanes gitanos que residían en el barrio, pero que a finales de los setenta empezó a ser un negocio internacional. Los compradores neófitos que iban a comprar una dosis se encontraban los estupefacientes más adulterados de Barcelona.

Por aquellos años empezaba la remodelación de la plaza, a cargo de los arquitectos Federico Correa y Alfonso Milá, que suprimieron la circulación de vehículos, eliminaron los parterres y la empedraron. El resultado fue una plaza dura, muy a la moda del momento. A pesar de la polémica que generó, no obtuvo los resultados esperados. La plaza había cambiado, pero aquellos serían sus peores años, cuando se decía que era como el patio de la Modelo. En estas circunstancias, se mudaron la escritora Maria Aurèlia Capmany y el arquitecto Oriol Bohigas, además del cantautor Lluís Llach, el músico Marc Almond, el artista Lindsay Kemp, el escritor argentino Cope o el cantante Jaume Sisa. En principio, la teoría era cambiar a los vecinos para restaurar la tranquilidad, pero tampoco funcionó.

Los años 1985 y 1986 fueron críticos, era extraño el fin de semana que no había peleas entre grupos de jóvenes de izquierdas y bandas de skinheads. El 22 de febrero de 1988 se vivió uno de sus episodios más dramáticos, cuando bandas de africanos se enfrentaron con palos, cuchillos y machetes a los gitanos, por el control del mercado de la droga. El siguiente fin de semana, un fanático religioso apuñaló a dos travestís. Después, una partida de droga adulterada provocó la muerte de 25 toxicómanos. En consecuencia, instalaron permanentemente una furgoneta de la policía en medio de la plaza.

Los Juegos Olímpicos fueron un espejismo, al acabarse todo volvió a ser igual que antes. No obstante, el sida y los enfrentamientos entre bandas echaron a los vendedores, la heroína dejó de estar de moda y la plaza vivió un resurgimiento.

Vista actual de la plaça Reial. © Pepe Navarro Vista actual de la plaza Reial.
© Pepe Navarro

Escaparate turístico

En los primeros años del siglo xxi, la plaza se convirtió en una atracción turística. Aparecieron nuevas terrazas, desaparecieron las pocas prostitutas que quedaban y los mendigos se mudaron a otro lugar. La apertura del bar Ocaña y del hotel de cinco estrellas DO supusieron un revulsivo. Con los porches ocupados completamente por los locales de restauración, y la fuente central por los turistas, se recuperó la paz perdida. El coste fue la desaparición de los antiguos vecinos, que antes no querían marchar para no perder alquileres muy baratos, y ahora eran directamente expulsados por los precios que se les pedían. Las viejas pensiones, transformadas en domicilios particulares, se convirtieron en apartamentos turísticos.

La plaza ha cambiado pero el estigma sobrevive, al menos entre unas determinadas generaciones. Los jóvenes, que no han conocido la parte más oscura de este lugar, la frecuentan como punto de encuentro. Para ellos es un lugar de moda, compartido con los turistas. La mayoría de los restauradores no están muy entusiasmados con la gestión del Ayuntamiento, se quejan de que quiere eliminar terrazas y reducir horarios, aunque ellos defiendan que ha sido precisamente eso lo que ha permitido recuperar la plaza. El debate se mueve entre dejar que siga siendo un espacio marginal, o permitir que sea un escaparate turístico. Se tendrá que saber si no será peor el remedio que la enfermedad. Todo dependerá de los barceloneses, si la vuelven a hacer suya o la dejan morir de éxito.

Publicaciones

  • Vida i miracles de la plaça ReialCoedició: Albertí Editor i Ajuntament de Barcelona, 2019

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