Futuros vulnerables y desmodernizadores

Il·lustració © Sonia Alins

La crisis ha dejado un escenario polarizado, con un claro empobrecimiento de las clases medias y trabajadoras. La digitalización continuará alterando el sistema de empleo y de producción, las relaciones sociales, las identidades y el poder. Llegamos a una nueva época donde el trabajo humano se va a hacer masivamente prescindible o reformulable. La pregunta es bajo qué condiciones y límites.

Paul Krugman analizó en La era de las expectativas limitadas (1990) el gran cambio estructural que implicaba la combinación del posfordismo, las nuevas tecnologías y la libertad de mercado. Vaticinó que, por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el nivel de vida de los hijos no iba a superar al de sus padres, poniendo en duda la lógica permanente del ascensor social y el crecimiento de las clases medias. Se daba paso a una nueva era de expectativas limitadas con una menor redistribución de la riqueza y una mayor precarización laboral y social.

Poco después, Pierre Bourdieu y su equipo de jóvenes sociólogos diseccionaron las consecuencias de la globalización neoliberal en La miseria del mundo (1993), anticipando las cicatrices de vulnerabilidad que más tarde se han convertido en heridas abiertas e irresolubles. El abandono de las periferias urbanas, la xenofobia de los más afirmados patriotas y la retracción de un estado del bienestar debilitado, que no responde a los nuevos riesgos sociales, son patrones sociopolíticos ahora contemporáneos que Bourdieu supo sintetizar como “dimisión del estado” ante el nuevo orden neoliberal.

La “dimisión del estado” fue reinterpretada por Alain Touraine (1997) bajo el concepto de desmodernización. Históricamente, la modernidad equilibró la relación entre el estado, el mercado y los actores sociales con los treinta años gloriosos del bienestar (1945-75) como máximo exponente de un pacto keynesiano entre capital y trabajo, que ahora parece irrepetible. La desmodernización es un proceso de descomposición y de anomia recurrente, con un estado-mínimo que permite reinar al capital financiero en una sociedad mundial sin reglas de gobernanza que conduce a procesos de acumulación y desposesión, a una escala inimaginable por Marx o por Adam Smith.

Más tarde, Colin Crouch (2004) nos habló de “posdemocracia” como un reflujo devaluador de la democracia parlamentaria donde permanece la institucionalidad como una cáscara vacía, dado que las decisiones se toman en círculos de poder y poliarquías ajenas a la ciudadanía y a la transparencia. La crisis de la zona euro y la no imputabilidad de la gran banca y agencias financieras se saldaron entronizando el dogma de la austeridad y la disciplina del déficit como fetiches posdemocráticos. La pérdida de soberanía real en el castigado sur europeo (Grecia, España, Italia…) tuvo un impacto vulnerabilizador y de desposesión, tanto material como simbólica, de alcance traumático que explica el reajuste a la baja de las expectativas antaño optimistas sobre un progreso lineal y creciente.

La reciente publicación por parte de la OCDE del informe Bajo presión: la reducción de la clase media (2019a) viene a confirmar las tesis de la nueva era de las expectativas limitadas con un ascensor social averiado y la retracción de la clase media en términos de tamaño, ingresos y estatus. La débil recuperación tras la gran recesión ha dejado un escenario desolador de mayor desigualdad y polarización social entre rentas altas y bajas, siendo más certero hablar de descenso social y empobrecimiento tanto para las clases medias como para las trabajadoras y para sus respectivos hijos (Intermon-Oxfam, 2019; Nachtwey, 2017; Martínez-Celorrio y Marín, 2016; Dobbs, 2016).

La polarización social y el declive de las clases medias son procesos dañinos y estresantes para la democracia y la cohesión comunitaria; abren espacios de conflicto y crean un malestar difuso que está siendo capitalizado por populismos de distinto tipo. Precisamente los populismos iliberales (con Trump a la cabeza) nos están llevando a las puertas de una nueva recesión por los cambios geopolíticos del nuevo desorden mundial. Todo parece dibujar un gran mural de lo que Ulrich Beck llamaba “irresponsabilidad organizada”. Es el mismo sistema de gobernanza democrática el que ha entrado en colapso al hacer ingobernable una globalización sin límites que cabalga arrasando empleos, mercados locales, comunidades y el propio equilibrio sostenible del planeta. Si Max Weber levantara la cabeza, seguramente quedaría horrorizado por los resultados de un proceso de racionalización que contribuyó a teorizar y que ha traspasado los extremos de lo tolerable y lo legítimo.

El desorden globalizador ha convertido el planeta en un mercado total donde hasta la privacidad se ha convertido en negocio para las grandes firmas tecnológicas. Una privacidad que apareció como espacio íntimo y distintivo para las burguesías del siglo xix y que más tarde se democratizó como estilos de vida y preferencias que ahora son parametrizadas por el big data y la inteligencia artificial como una mercancía más. En China, el gobierno aprobó en 2014 un sistema de crédito social obligatorio como carnet cívico por puntos que mide la credibilidad y reputación de los ciudadanos por su comportamiento en redes sociales y en espacios públicos. China se ha convertido en el Gran Hermano orwelliano, con cámaras de videovigilancia con inteligencia artificial en las calles, datos biométricos de todos, control de los historiales de navegación por la web, policías con gafas inteligentes que pueden identificar a cualquiera o penalizaciones a los ciudadanos con baja puntuación en su crédito social. La distopía de ciertos capítulos de Black Mirror supera ya a la ficción. China puede ser el primer país en instaurar un sistema de castas según la estratificación digital del comportamiento de sus ciudadanos.

En paralelo, la desmodernización se compensa con un encantamiento de triunfalismo tecnológico de la mano de las tecnologías 5G, que tendrán una conexión 40 veces más rápida que la actual y facilitará un nueva infraestructura para el desarrollo de la cuarta revolución industrial y la digitalización de la economía y de la vida cotidiana. La digitalización es más que un salto tecnológico, como lo fueron la máquina de vapor, la electricidad, el motor de explosión o el chip que extendió la informática. Supone un cambio disruptivo que alterará, aún más, el sistema de empleo, de producción y de consumo, así como las relaciones sociales, las identidades y el poder.

Manuel Castells (2019) nos advierte que en 2014 había unos 1.600 millones de objetos/máquinas conectados, pero en el 2020 se estima que serán 20.000 millones. La velocidad de interconexión ultrarrápida será factible gracias a una enorme densidad de miniantenas cuyos campos electromagnéticos generarán riesgos para la salud aún no bien evaluados. Pero como tantas otras veces, serán minimizados para no poner barreras a un progreso o, mejor dicho, a una racionalización weberiana, que corre ciega y determinada a crear el nuevo modo capitalista de producción digital.

Con las tecnologías 5G aumentará la confluencia de avances tecnológicos y una mayor integración entre la inteligencia artificial, la robótica, el internet de las cosas, los vehículos autónomos, la impresión 3D, la nanotecnología, la biotecnología, la ciencia de materiales, el almacenamiento de energía, la cirugía 5G o la computación cuántica, por nombrar los más importantes. Todas estas tecnologías han sido alumbradas por el avance de las ciencias y del conocimiento en un crecimiento exponencial que ahora va a dar saltos de gigante. De hecho, el 90 % de los científicos que ha contado la historia de la humanidad ahora están vivos y trabajan expandiendo las fronteras de lo conocido y lo posible sin detenerse en dilemas morales que el conjunto de la sociedad no puede deliberar a tiempo. Ulrich Beck (1998) apuntaba a los laboratorios de investigación como caballos de Troya de la anómica desmodernización que no podemos gobernar. La innovación permanente y turboacelerada que Paul Virilio ya vislumbró, es la nueva fuente de riqueza, junto a un cognitariado —o clase experta y creativa— que pilota la globalización líquida sin contrapeso alguno.

Según el informe The future of jobs, del Foro Económico Mundial, el 52 % de todas las tareas productivas serán realizadas por máquinas en el 2025 y, aunque se destruyan millones de empleos, habrá creación neta de 52 millones de empleos hasta ese año. Por su parte, la OCDE (2019b) estima que, con la robotización, el 52 % del empleo en España está impactado por el riesgo o bien de desaparecer (22 %) o bien de sufrir cambios significativos (30 %). Según un informe de la Fundación Cotec (2017), el 40 % de los españoles no se considera capacitado para competir en un mercado laboral automatizado. Otros informes señalan que el 47 % de los trabajadores españoles perciben que sus capacidades quedarán obsoletas en los próximos cinco años.

La robotización de la industria y los servicios aumentará la productividad un 30 % a costa de reducir los costes laborales entre un 18 % y un 33 %, según ciertas estimaciones. Ahí está la clave de la cuestión. La historia del capitalismo es la historia de su plusvalía y su tasa de ganancia a costa del trabajo humano. Ahora estamos ante el umbral de una nueva época donde el trabajo humano se va a hacer masivamente prescindible o reformulable. La pregunta es bajo qué condiciones y límites. Las nuevas condiciones fuerzan la definición de un nuevo contrato social, de nuevas formas de propiedad y de cogestión en las empresas y una nueva fiscalidad equitativa donde los robots y los gigantes tecnológicos también paguen impuestos. Por eso conviene abrir debates y regulaciones sobre el tipo de sociedad 4.0 que se nos viene encima y el tipo de soberanía ciudadana que queremos ejercer.

¿Podemos decidir que ya toca repartir el tiempo de trabajo, adelantar la edad de jubilación, redistribuir las enormes plusvalías de la robotización, garantizar la cogestión en las empresas y avanzar hacia un modelo de poscapitalismo más ético y ambientalmente más sostenible? La era de las expectativas limitadas ya ha dado a luz a posdemocracias con virus populistas muy invasivos. Está por ver cómo serán metabolizados y qué nuevo fenómeno los sustituirá, porque, a pesar de Fukuyama, la historia nunca se detiene y mucho menos las fuerzas históricas de la verdad, la dignidad y la justicia.

Referencias bibliográficas

Beck. U., La sociedad del riesgo. (Fecha de publicación original, 1986). Paidós, Barcelona, 1998.
Bourdieu, P. (coord.), La miseria del mundo. (Fecha de publicación original, 1993). Akal, Madrid, 1999.
Castells, M., “La revolución 5G” en La Vanguardia (30 de marzo de 2019).
Crouch, C., Posdemocracia. Taurus, Madrid, 2004.
Dobbs, R. (dir.), Poorer than their parents? Flat or falling incomes in advanced economies. McKinsey Global Institute, Nueva York, 2016.
Fundación Cotec, La percepción social de la innovación en España. COTEC, Madrid, 2017.
Intermon-Oxfman, ¿Realidad o ficción? La recuperación económica, en manos de una minoría. Oxfam, Madrid, 2018.
Krugman, P., La era de las expectativas limitadas. Planeta, Barcelona, 1990.
Martínez-Celorrio, X. y Marín Saldo, A., Crisi, descens social i xarxes de confiança. Fundació Jaume Bofill, Barcelona, 2016.
Nachtwey, O., La sociedad del descenso. Planeta, Barcelona, 2017.
OCDE (2019a). Under Pressure: The Squeezed Middle Class. OECD, Paris.
OCDE (2019b). Employment Outlook-Spain. OECD, Paris.
Touraine, A., ¿Podremos vivir juntos? Iguales y diferentes. PPC, Barcelona, 1997.

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