¿Hay una ciudad de las mujeres?

En la perspectiva del feminismo, la ciudad tiene que responder a la necesidad humana de habitar y no de acumular riqueza; tiene que permitir a las personas vivir donde han nacido y disponer del tipo de vivienda necesaria en cada etapa de la vida, y facilitar el encuentro, la convivencia y el vínculo colectivo. No se trata de mejorar el escenario de la vida, sino la vida misma.

Hace cincuenta años que Henri Lefebvre forjó el concepto de derecho a la ciudad, que supone mucho más que el derecho a vivir en ella; supone que en una sociedad democrática todo el mundo pueda influir en la propia naturaleza de la ciudad, en su forjarse, en su organización, en su funcionamiento. A diferencia de lo que sucedía, por ejemplo, en las ciudades medievales, en las que la distribución espacial estaba pautada en función del poder, de tal modo que el propio plano urbano permitía la lectura de quién era quién en función del grado de centralidad de los edificios correspondientes y cada gremio, cada estamento, tenía su localización bien delimitada, la ciudad democrática no puede partir de un orden preestablecido, porque no puede aceptar una jerarquía preestablecida de poderes inamovibles. Tiene que ser el pacto entre los diversos grupos e intereses lo que vaya diseñando la ciudad, la vaya construyendo, haciendo posible que todo el mundo participe en esta construcción aportando su punto de vista y sus recursos de todo tipo, y a la vez llamando la atención sobre las necesidades y demandas que pueden ser específicas de unos grupos y no de otros, pero a las que la ciudad democrática tiene que dar respuesta.

Estamos muy lejos de esta ciudad, que no ha existido nunca, como tampoco ha existido nunca una democracia que permitiera que las sociedades en que vivimos fuesen el resultado de pactos igualitarios entre los diversos grupos sociales. Es más: todo indica que no solo no nos vamos acercando a esta ciudad plenamente compartida, sino que nos alejamos de ella cada día más. Ya el “derecho a la ciudad” retomado posteriormente por tantos autores respondía a esta sospecha: la ciudad pasaba a ser, a mediados del siglo xx, un terreno de lucha entre la voluntad de ganancia y la necesidad humana de habitar. Lefebvre nos recordaba el derecho, como humanos, a intervenir en esta lucha, a tomar parte en ella para impedir que fuese devorada por un capitalismo al que ya no le bastaba con la ganancia generada en la producción de objetos, sino que conquistaba otros ámbitos, como la especulación salvaje sobre el suelo o la conversión de la vivienda en uno de los negocios más jugosos posibles.

Cincuenta años más tarde estas tendencias se han mantenido y acelerado, pese a los enormes esfuerzos que se han hecho para impedirlo. Todo hace pensar que no solamente no se ha logrado hacer realidad el derecho universal de intervenir en el diseño y la construcción de la ciudad, sino que incluso es el derecho a su uso, el hecho de habitar, simplemente, lo que está retrocediendo. La tendencia mundial a la urbanización, la aparición de una jerarquía globalizada de ciudades que incrementa enormemente el atractivo de algunas de ellas y el crecimiento mismo de la población muestran suficientemente la presión actual por la ocupación de los espacios urbanos, sobre todo en las ciudades que ocupan los primeros puestos de este nuevo escaparate global. Algunas ciudades —y Barcelona forma parte plenamente de este grupo— van dejando de ser “nuestra casa”, el escenario de nuestra vida, para convertirse en objetos de negocio y de consumo, un producto más de un mercado que todo lo ha transformado en una “marca” sujeta a cotización y dispuesta a sacrificarlo todo para mantener un ranking glamuroso.

La expulsión de la gente joven que se está produciendo en este momento es una buena prueba de cómo, dejada a la lógica capitalista, la ciudad se ve abocada a un conjunto de desequilibrios que apuntan a una decadencia incluso demográfica de sus habitantes. Vivir en la ciudad empieza a ser un privilegio vetado para muchos grupos sociales; no solo los jóvenes, sino también las personas en paro, los inmigrantes, los trabajadores pobres, están siendo expulsados de ellas, pese a que en muchos casos hayan nacido allí.

Pero todo ello no tiene que hacernos renunciar a seguir reclamando el derecho a la ciudad en los múltiples aspectos en los que ha sido definido este concepto. El derecho a habitar, como primer nivel indiscutible: al igual que la tierra, la ciudad es un legado común de los humanos, forjada a lo largo de milenios de esfuerzos de nuestros antepasados. Nadie tiene que poder privatizar esta herencia. Pero eso no basta: tenemos que seguir reivindicando también el derecho a la ciudad democrática, aquella que lleva la marca de toda su población, de todos sus grupos sociales. En un mundo dominado por el individualismo como el nuestro, las personas están cada vez más solas: los vínculos familiares se disuelven y, de una manera creciente, se disuelven también los vínculos laborales: más personas viven solas, trabajan solas; el vínculo social obligado, por así decir, el estructural, se debilita. El género humano es de naturaleza social, ha sobrevivido y progresado por el carácter comunitario de su esfuerzo y de su creación cultural, pero en este momento de la historia este carácter comunitario ha ido perdiendo elementos concretos: la ciudad es, hoy, lo más potente que tenemos para seguir sintiéndonos parte de un proyecto común.

Mejorar la vida como objetivo

La ciudad feminista no es mejorar un escenario de vida, sino la vida misma (Sara Acuña)

Entre los grupos humanos largamente excluidos de soberanía sobre la ciudad hay uno especialmente importante, porque no es una minoría, sino la mitad —e incluso un poco más— de la sociedad y de la ciudad misma. Su exclusión es, por tanto, chocante. Podríamos pensar que en compensación por esta exclusión del derecho a la ciudad se ha dado a las mujeres otro espacio, el doméstico, donde, supuestamente, son las “reinas del hogar”. Todo el mundo sabe que se trata de una falacia: ni las mujeres han podido nunca diseñar los espacios domésticos, ni han tenido uno propio reservado para ellas.

El gran acierto de Virginia Woolf al reclamar una habitación propia es un grito que aún resuena con fuerza; hasta aquel momento probablemente muchas mujeres habían echado de menos un espacio propio en el que poder sustraerse al continuo deber de atención al resto de la familia, pero ni tan solo se habían atrevido a formularlo. El primer deber de una mujer es estar disponible para los demás, según el mandato genérico milenario, y una habitación propia implica una separación, un límite, que hace evidente que la entrega a los demás no es total, que la mujer tiene algún pedazo de vida, algún espacio, algún tiempo, que puede dedicar a sí misma.

Las mujeres no poseemos el espacio, ni el privado ni el público. No solo no se nos educa para poseerlo, para sentir que tenemos derecho a usarlo, sino que se nos educa para todo lo contrario: para renunciar a él, sabiendo que no es nuestro, y que cualquier incursión en el espacio público es, en cierto modo, una transgresión que puede ser castigada. En los años sesenta los Setze Jutges cantaban la Cançó de la taverna: “Tots són homes, no hi ha dones, que els hi fa vergonya entrar” [Todos son hombres, no hay mujeres, pues les da vergüenza entrar]. Aparentemente lo hemos superado, pero cada juicio por violación trata de convencernos de que la culpa es nuestra, de que si no hubiésemos ido no nos habría pasado nada.

Las mujeres vamos conquistando el derecho a la ciudad en el sentido del uso del espacio público, pero muy lentamente. He explicado ampliamente en otros lugares qué pasa en las escuelas, cómo los patios han estado enteramente colonizados por los deportes, y eso significa por los chicos, y las chicas se lo miran desde los rincones. La pauta profunda es la misma, pese a algunas conquistas innegables. Ahora bien, si el derecho a la ciudad significa, más allá del uso, el derecho a intervenir en el diseño de la ciudad, en su construcción simbólica y física, las mujeres seguimos estando totalmente excluidas de él. A medida que retrocede el patriarcado como ley de los padres que excluye a las mujeres y las pone bajo su dominio, se hace más visible otro aspecto: el androcentrismo, como norma configuradora del mundo, que identifica visión masculina y realidad posible, y, como tal, excluye incluso la posibilidad de imaginar configuraciones alternativas.

Hace años que pienso en esta cuestión: cómo sería la ciudad de las mujeres, no la de las mujeres solas, sino aquella ciudad para todos que reflejaría las necesidades y deseos de las mujeres, en una situación ideal en que el deseo femenino no hubiera sido cortado de raíz. He hablado con bastantes mujeres, les he preguntado, he intentado hacerlas sentir lo bastante libres para expresar un deseo no sometido al límite inmediato de la realidad imperante. ¿Cómo querrías que fuese tu ciudad si fueses una diosa cuya voluntad se cumpliera sin ninguna traba? Ejercicio difícil, casi sin respuestas, o con respuestas mínimas, derivadas de lo que no queremos, no de una alternativa posible: quisiera una ciudad segura, con calles bien iluminadas, con aceras anchas por las que caminar cómodamente, con mucho transporte público, con rampas que no obstaculizasen a los carritos y cochecitos, con árboles, con bancos... Una ciudad en la que lo indispensable, el trabajo, las tiendas, estuvieran cerca de casa, en la que los pequeños pudieran jugar en la calle... Y poco más. De momento somos capaces de señalar lo que nos angustia, no de imaginar el orden de un espacio propio en el que poder desplegar un proyecto ginocéntrico, por decirlo de algún modo, o al menos andrógino.

Me da la impresión de que no hay, de momento, un diseño preciso de la ciudad de las mujeres. Tampoco me sorprende: la dominación de unos grupos por encima de otros no implica solo la capacidad de imponer los modelos de vida de los dominadores, sino también la capacidad de imaginar modelos de vida. La desigualdad se manifiesta incluso en la capacidad de organizar en función de los intereses propios. No existe todavía ni la utopía de una ciudad feminista, dado que es a través del feminismo como se puede llegar a pensar un mundo alternativo. Y cuando digo alternativo insisto en esto: no únicamente habitado por mujeres, o hecho en función de las mujeres, pues el pensamiento central del feminismo apunta siempre a un mundo compartido. Cuando interrogo a mujeres feministas sobre esta cuestión, me describen la sociedad que querrían, no la ciudad. La ciudad es la plasmación en el espacio de una sociedad determinada y, como dice Sara Acuña, a quien he citado más arriba, la ciudad feminista no es mejorar el escenario de la vida, sino la vida misma. Y aquí sí que existe una alternativa feminista: igualitaria, andrógina, pacífica, colaborativa, que pone por encima de todo el valor de la vida, lejos del valor económico como medida de todas las cosas. Es lo que se está formulando desde la economía feminista, por ejemplo, partiendo claramente de una contraposición: aquella que enfrenta capitalismo y vida como objetivos antagónicos, en este momento. Un objetivo, pues, que no corresponde a una necesidad particular de las mujeres, sino a una necesidad general, a la que las mujeres, por una serie de razones históricas relativas a nuestro género tradicional, somos más sensibles.

¿Quiere decir esto que aún no podemos participar en el diseño de la ciudad, en la formulación de nuestras necesidades y deseos? En absoluto. Hay una serie de cambios que podemos considerar “reformistas”, por decirlo así, y que ya están claramente formulados, porque corresponden a lo que ya sabemos que no queremos, que es la ciudad androcéntrica. Pero, más allá de estas concreciones, empezamos a tener hilos para urdir un proyecto más ambicioso: un proyecto en el que la ciudad responda a la necesidad humana de habitar y no de acumular riqueza. Un proyecto que permita que las personas puedan vivir donde han nacido, que puedan disponer del tipo de vivienda que necesitan en cada etapa de la vida, un proyecto que facilite el encuentro, la convivencia, el vinculo colectivo.

La necesidad de libertad, en las ciudades, se convierte en soledad, desarraigo, falta de sentido de la vida. Nuestras sociedades echan de menos la comunidad, a la vez que la destruyen; hay que reencontrar unas formas de comunidad que no supongan el excesivo control social, que permitan desarrollar las capacidades individuales sin renunciar al encuentro, al proyecto colectivo. Ir construyendo nuestras ciudades en función de las necesidades humanas, y en este aspecto el criterio de las mujeres es fundamental.

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