Inseguridades subjetivas

  • Abr 19
  • 5 mins

La inseguridad objetiva está relacionada con los fenómenos delictivos que afectan a la población, mientras que la subjetiva tiene que ver con las opiniones de la ciudadanía sobre aspectos como el grado de seguridad en entornos cotidianos o la eficacia de la acción policial. Las encuestas de victimología muestran que, a menudo, la inseguridad objetiva y la subjetiva guardan muy poca relación.

La seguridad siempre ha sido un tema controvertido. Ignorado (irresponsablemente) por la izquierda y explotado (irresponsablemente) por la derecha, la preocupación por la seguridad y la inseguridad ha determinado campañas políticas, monopolizado la agenda pública y protagonizado una parte importante del gasto de la Administración a todos los niveles.

Pero no fue hasta los años ochenta, con la generalización de las encuestas de victimología, cuando empezó a observarse que la inseguridad objetiva y la subjetiva a menudo guardan poca relación. Es decir, los habitantes de una ciudad o país pueden tener una percepción de inseguridad muy aguda incluso en épocas de reducción sostenida de la inseguridad objetiva. Del mismo modo, una sociedad puede sentirse segura sin que los datos de victimización disminuyan, o tener miedos que poco tienen que ver con la realidad. En los últimos 40 años, por ejemplo, la sensación de inseguridad está muy vinculada al ámbito local y proviene de la pequeña delincuencia común (robos, asaltos), mientras que los temores vinculados a los grandes desastres naturales o ambientales tienen poca presencia cotidiana.

Este divorcio entre la seguridad objetiva y la subjetiva ha sido profusamente explotado. El ejemplo más citado es el de Rudolph Giuliani, alcalde de Nueva York entre 1994 y 2001. Giuliani conquistó la alcaldía después de una campaña política centrada casi exclusivamente en el problema de la seguridad. El éxito de esta campaña supuso un cambio significativo en cómo se abordaba la delincuencia tanto en el ámbito legal como operativo. El énfasis y los esfuerzos policiales se centraron en los pequeños delincuentes y en los pre-delincuentes, colectivos de jóvenes de origen humilde a los que se empezaron a aplicar políticas de tolerancia cero. Teóricamente, las actitudes desviadas de estos grupos (consumo de cannabis, robos sin violencia, etc.) eran la antesala de una vida de delincuencia mayor que debía atajarse lo antes posible. Resulta que el Gobierno de Giuliani coincidió con unos años de descenso continuado de la delincuencia, por lo que este enfoque centrado en la “mano dura” se acabó aplicando en todo el país y a todos los niveles, a pesar de que muchos expertos indicaban que el descenso de la delincuencia en Estados Unidos había sido un fenómeno generalizado y se había producido también en ciudades donde no se aplicaba la “receta Giuliani”.

A pesar de los datos, la utilización de la seguridad con fines políticos sigue siendo un recurso rentable que aprovecha esta disociación entre realidad y percepción; ello supone, por ejemplo, que a menudo la ciudadanía proyecte temores por situaciones poco probables, mientras ignora otros riesgos más cotidianos. En Estados Unidos, por ejemplo, los padres y madres declaran que sufren, sobre todo, por la posibilidad de que sus hijos e hijas sean secuestrados, lo que les lleva a limitar las actividades en espacios públicos y sin supervisión, y prefieren hacer recorridos en vehículo privado como medida de seguridad, cuando en realidad una de las primeras causas de mortalidad accidental entre menores en ese país son, precisamente, los accidentes de coche. En una especie de parábola macabra, el remedio contra la inseguridad subjetiva se convierte en el responsable de la inseguridad objetiva.

Así, las sociedades actuales tienen bastantes dificultades para calibrar riesgos de forma objetiva, y sus miedos tienen más que ver con la cobertura mediática de la delincuencia o lo que consumen a través de la televisión, el cine o internet, que con los fenómenos que, estadísticamente, resultan más probables (accidentes de coche, caídas o intoxicaciones).

Esto ha convertido la seguridad en un tema muy sensible a la manipulación y la instrumentalización pública y política: desde los medios, que movilizan el miedo con la sobrecobertura de casos anecdóticos —como método para tener más audiencia—, hasta los políticos, que utilizan este temor para vender medidas que, a menudo, no aportan una mejora de la seguridad objetiva de la población. En el peor de los casos, estas recetas son incluso contraproducentes.

Esta combinación entre política y medios de comunicación hace a menudo muy tentador recurrir a medidas de seguridad vistosas y visibles —como la adquisición de tecnología o el despliegue de agentes de seguridad—, por encima de políticas de larga duración que incidan en las causas reales de la delincuencia (desde la pobreza y la desigualdad hasta la impunidad ante crímenes económicos). Las políticas vistosas y visibles tienen más posibilidades de acabar en portada y de generar votos que los estudios profundos de los fenómenos sociales. Esto convierte la seguridad en una bomba de relojería política y social en la que no tienen cabida ni los debates rigurosos basados en datos y evidencias ni la atención a los factores causales, tanto directos como indirectos.

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