La ciudad (global) no es para mí

Las grandes urbes globales encarnan el espíritu de nuestra época, mientras que las ciudades pequeñas y medias desindustrializadas recelan del futuro y tienen nostalgia de un pasado que identifican con orden, prosperidad y orgullo nacional. El conflicto entre ambas ha sustituido al histórico entre ciudad y campo.

El conflicto entre el campo y la ciudad suena a cosa del pasado. Corresponde a una fase del desarrollo económico que los países ricos superaron hace tiempo. Y, sin embargo, bajo nuevas formas y modulaciones, parece haberse reactivado con la llegada de la crisis económica y la cristalización de los efectos más desigualitarios de la globalización económica.

Las grandes ciudades, las ciudades globales, se han transformado en los nodos centrales de redes económicas, empresariales y culturales de alcance transnacional. Son capaces de atraer a los ganadores del mundo globalizado, concentran el talento, la alta cualificación y una visión cosmopolita.

El desarrollo de las ciudades globales pone en cuestión algunos consensos básicos sobre el significado de la redistribución económica, la soberanía política y la naturaleza del estado como unidad política.

La propia lógica económica que hace de las ciudades globales centros de dinamismo e innovación, condena a la irrelevancia a las viejas ciudades industriales. Esta fractura se traduce políticamente. En los núcleos urbanos alejados de la corriente globalizadora, sus habitantes tienen sensación de desamparo, de haber quedado abandonados por los partidos tradicionales. En esas condiciones surgen partidos nuevos que prometen revertir la situación y que arremeten contra los valores encarnados por las grandes ciudades globales.

No hemos encontrado aún instrumentos para hacer frente a este nuevo eje de conflicto.

En el proceso de modernización económica y social, los países sufren un éxodo del campo a la ciudad. De forma más o menos rápida, grandes masas de población abandonan el mundo agrario y se instalan en centros urbanos. Los sociólogos y los economistas han analizado esta transformación histórica, así como sus consecuencias de todo tipo, con sumo detalle.

Los intereses y las necesidades de los habitantes de la ciudad no tienen por qué coincidir con los de quienes permanecen en el campo. De ahí que en la fase de industrialización surjan de forma recurrente conflictos entre el mundo urbano y el mundo rural a propósito sobre todo de fiscalidad y comercio.

Tras la etapa de posguerra, en los llamados “treinta gloriosos”, parecía que el viejo conflicto había sido completamente superado en los países occidentales. De hecho, a partir de los años ochenta, el peso de la agricultura en la economía se volvió minúsculo, especialmente si se mide como porcentaje de trabajadores que siguen empleados en el mundo rural. No es de extrañar, en este sentido, que los partidos agrarios, típicos de la Europa escandinava, tuvieran que reinventarse para sobrevivir, pues la importancia económica de la tierra pasó a ser muy menor.

Los partidos políticos dejaron de hablar del conflicto campo-ciudad, y en todo caso el campo se reinventó como un sector desfavorecido que necesitaba protección. En nuestro país el abandono del mundo rural ha llegado a tal extremo que el debate sobre “la España vacía” ha resurgido con fuerza. Recorrer carreteras españolas durante decenas de kilómetros sin encontrar núcleo de población alguno es una experiencia insólita en Europa occidental.

La crisis económica de 2008 ha desequilibrado los sistemas políticos de los países desarrollados. Por un lado, la carga de los sacrificios y ajustes de la crisis no ha sido simétrica, se ha concentrado en las capas más desfavorecidas de la población. En consecuencia, los indicadores de desigualdad han aumentado considerablemente, sobre todo en aquellos países que, como España, tienen sistemas redistributivos más ineficientes. Por otro lado, el vendaval de la crisis ha hecho más visibles las consecuencias y contradicciones del proceso de globalización actual, lo que ha supuesto, entre otras cosas, que se hayan ido perfilando los ganadores y perdedores de la transformación globalizadora de la economía con mayor nitidez.

Crisis del sistema de partidos

Estos cambios han acabado afectando a los sistemas de partidos, en pleno proceso de desestructuración, según puede comprobarse en fenómenos como la caída de la socialdemocracia, hoy en su nivel más bajo de apoyo electoral desde el final de la Segunda Guerra Mundial, o el ascenso de partidos xenófobos o de izquierda radical. En esta transformación acelerada, uno de los fenómenos más llamativos es la segregación territorial del voto. En las recientes elecciones de Italia, el sur optó masivamente por el Movimiento 5 Estrellas, el norte se fue con la Liga. En la elección de Trump, se produjo un aumento del voto al partido republicano en la zona del rust belt desindustrializado. En el referéndum del Brexit, los londinenses votaron a favor de la permanencia; en cambio, en los municipios medios y pequeños del norte de Inglaterra el voto fue en contra. En las elecciones francesas, el Frente Nacional, que consiguió superar el 20 % en el conjunto del país, no llegó al 5 % en París. En España, el voto a Podemos fue mucho mayor en las grandes ciudades que en las medianas y pequeñas.

¿Qué está pasando exactamente? ¿Por qué se forman pautas geográficas tan diferenciadas en el apoyo a los partidos (viejos y nuevos)?

No es la oposición antigua entre campo y ciudad, eso parece claro. Más bien, la división territorial se solapa con la división entre analógicos y digitales (Belén Barreiro), entre quienes tienen los recursos culturales, laborales y económicos para poder vivir plenamente la transformación digital y global de la sociedad y quienes se ven al margen de dicha transformación, ya sea porque no la entienden, porque no les interesa o porque no pueden engancharse a la misma aunque les gustaría hacerlo.

O, si se prefiere una formulación alternativa, la nueva oposición tiene que ver con la división entre la vieja economía industrial y la nueva economía global en la que el valor añadido requiere altas cualificaciones, flujos de información, trabajo en red y concentración espacial (véanse los múltiples trabajos de geografía económica de los últimos veinticinco años).

El conflicto no está, pues, entre el campo y la ciudad, sino entre grandes urbes globales y ciudades medias y pequeñas desindustrializadas. Las primeras encarnan el espíritu de nuestra época, protagonizan la globalización económica y cultural; las segundas han perdido el tren de la historia, recelan del futuro y tienen nostalgia por un pasado que identifican con orden, prosperidad y orgullo nacional.

Las ciudades globales son heterogéneas, mestizas, promiscuas e inabarcables. Atraen a jóvenes preparados y a turistas de todo el planeta, los ejecutivos de medio mundo compran pisos en sus centros históricos, las grandes multinacionales se instalan en ellas, tienen las mejores universidades. Son conscientes de las ventajas de la globalización, desarrollan una actitud cosmopolita, favorable a la integración supranacional y al libre movimiento de personas.

Las antiguas ciudades industriales contemplan cómo su población más joven huye, saben que el valor de su propiedad urbana se está reduciendo (o, cuando menos, crece muy por debajo del valor de la vivienda en las ciudades globales), no ven con claridad su futuro económico, se sienten desatendidas y abandonadas por las elites políticas. Si alguien les promete devolverles su grandeza y revitalizar su tejido social, aunque sea a costa de limpiar la ciudad de forasteros, prestan atención e interés.

Ganadores y perdedores de la globalización

El conflicto entre ganadores y perdedores de la globalización se reproduce espacial o geográficamente. Los ganadores se concentran en las ciudades globales, los perdedores en las ciudades desindustrializadas del interior.

Por supuesto, la distribución no es homogénea ni pura. Dentro de las ciudades globales hay también barrios de gente precaria, desposeída, sin oportunidades, como dentro de las ciudades desindustrializadas hay también elites económicas. No obstante, la contraposición que acabo de señalar tiene sentido y nos ayuda a pensar sobre retos y conflictos que están a la vuelta de la esquina.

El peligro de las ciudades globales es claro. Pueden pensar que están en una liga propia, que desborda el nivel de los estados realmente existentes y que genera nuevas relaciones de poder a escala no estatal, nuevas formas de identidad y lealtad políticas, nuevas forma de redistribución, y nuevas formas de pensar la política.

Nuevas relaciones de poder porque una red de ciudades globales puede ser más potente y dinámica que una alianza entre estados. Sería algo así como si tuviéramos muchos Singapur y los conectáramos en una red que rompe con la lógica de las fronteras territoriales.

Nuevas formas de identidad y lealtad porque los habitantes de la ciudad global lleguen a la convicción de que tienen más en común con los habitantes de otras ciudades globales que con los de las pequeñas localidades de su propio territorio.

Nuevas formas de redistribución porque el estado de bienestar se ha ido anquilosando, mostrándose incapaz de corregir el volumen de desigualdad que produce el capitalismo global. En consecuencia, la vivienda aparece hoy como una de las principales fuentes de seguridad económica. Quien tiene una vivienda en una ciudad global sabe que la revaloración de su activo está asegurada, es una inversión con la que hacer frente a las contingencias, mientras que una vivienda en una urbe decadente es tan solo un lugar para vivir, no un seguro económico.

Y, finalmente, nuevas formas de pensar la política porque el concepto tradicional de soberanía, asociado a una nación concentrada en un territorio extenso y con fronteras, con capacidad suprema y constituyente de decisión, queda triturado ante la pujanza de las ciudades globales. A las ciudades globales no les interesa el estado clásico.

Entre la complacencia y el resentimiento

La historia de éxito de las ciudades globales invita a la complacencia. Y genera, en esa misma medida, resentimiento entre los perdedores, resentimiento que se traduce en una reacción de la que estamos siendo testigos en numerosos lugares. Es la reacción contra el cosmopolitismo, contra las élites económicas que pasan la mitad del año en la capital de su país y la otra mitad en Londres, París o Nueva York, contra el discurso bienintencionado de acogida al inmigrante, contra la gente sofisticada y contra los expertos, contra la alta cultura y contra el precio astronómico de la vivienda en los centros de las grandes ciudades.

¿Cómo superar ese enfrentamiento, que acaba teniendo una traducción en la política estatal mediante el enfrentamiento entre “provincianos” y “cosmopolitas”? ¿Se puede establecer algún tipo de reconciliación entre la cultura de la ciudad global y la vieja cultura nacional?

El entusiasta irrestricto de la metrópolis global piensa que la ciudad debe ser el motor dinámico del territorio, el centro de gravedad que arrastre al resto de la población. Pero hay algo de ingenuidad en ello. La globalización, como han mostrado los economistas, produce ganadores y perdedores. Y los perdedores no se contentan con que se les invite a ser ciudadanos globales. Los perdedores buscan seguridad; si no la obtienen, apuestan por fuerzas políticas que les prometan una restauración del viejo orden perdido.

Este es un problema grave en las sociedades avanzadas. Las grandes ciudades crecen, se integran en los circuitos económicos y culturales transnacionales, pero no tienen instrumentos para compensar a los perdedores, a los territorios que quedan desenganchados. Esta contradicción se ha convertido en una de las principales fuentes de inestabilidad política de nuestro tiempo. Ya no es el campo frente a la ciudad. Son ciudades industriales contra ciudades globalizadas.

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