La ética de cuidar

Il·lustració. © Maria Contreras Coll

Todo el mundo tiene derecho a ser cuidado y todo el mundo tiene la obligación de cuidar. Los cuidados se han convertido en una necesidad básica a la cual hay que hacer frente no solo desde la familia, sino también desde las políticas públicas. La pandemia de la COVID-19 nos ha puesto ante una realidad que rehuíamos: somos frágiles y vulnerables y dependemos los unos de los otros. Cuidarse de uno mismo implica inevitablemente cuidar de los demás.

Ya hace unos decenios que la ética considera el valor de cuidar como uno de sus valores fundamentales. Cuidar de las personas que lo necesitan ha sido siempre una ocupación y una actividad humanas, pero ha sido una actividad invisible, que nadie ha reconocido como un trabajo imprescindible. La explicación es sencilla: quien siempre se ha hecho cargo de los cuidados ha sido la institución familiar y, en el seno de la familia, las madres, esposas e hijas, que desde tiempo inmemorial se han hecho cargo de los niños, los enfermos, las personas discapacitadas o quien fuera que no pudiera valerse por sí mismo. El título del libro de Katrine Marçal habla por sí mismo: ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? Tener la comida lista en la mesa, la ropa limpia y planchada y los niños vigilados eran supuestos que se daban por descontados; alguien se ocupaba de todo y no había que preguntar quién, eran ocupaciones secundarias, sin importancia.

Gracias a los estudios de la psicóloga feminista Carol Gilligan, el hecho de cuidar ha pasado a ser un concepto básico de las éticas aplicadas, en especial las relacionadas con el ámbito sanitario. Cuidar —dijo Gilligan— “es un valor tan importante como la justicia”. Dar importancia a los cuidados y exigir su reconocimiento explícito es una manera de ratificar el eslogan feminista de los años setenta del siglo pasado: “Lo que es personal es político”. Efectivamente, los cuidados se han convertido en una necesidad básica a la cual hay que hacer frente no solo desde el ámbito de la familia, sino también desde las políticas públicas.

 Cada vez más, a causa sobre todo del envejecimiento de la sociedad, se hace imprescindible atender a las personas que sufren diferentes grados de dependencia. Además, la atención a las personas discapacitadas ha dado un giro loable en los últimos años con el fin de potenciar su autonomía y la situación de normalidad. Sin embargo, el progreso científico en materia de salud y la innovación tecnológica al servicio de una vida más larga y saludable no hacen prescindible la actuación humana. Vivir más años no siempre significa vivir con la calidad deseada; la pérdida de autonomía, la soledad y la falta de recursos económicos requieren compañía, asistencia y protección, por parte de los familiares y también por parte de las instituciones públicas. Los cuidados son un complemento de la asistencia sanitaria reconocida como un servicio público esencial. Huelga decir que la pandemia del coronavirus ha agravado las necesidades asistenciales y nos ha puesto ante una realidad que habíamos olvidado alegremente: que somos frágiles y vulnerables, que dependemos los unos de los otros, que nos necesitamos mutuamente y que cuidarse a uno mismo implica inevitablemente cuidar a los demás.

   ¿Qué significa dar valor al hecho de cuidar? ¿Qué cambios deben tener lugar a fin de que la relación entre las personas sea más cuidadosa, solidaria y empática? ¿Qué tiene que cambiar para que las sociedades abandonen la lógica individualista a favor de una lógica relacional que tenga en cuenta que somos seres interdependientes, que nos tenemos que percibir como a proveedores y también como a receptores de cuidados, dada la debilidad de la condición humana?

La ética del hecho de cuidar no es una ética femenina

Lo primero que tiene que cambiar es la percepción de los cuidados como una cuestión exclusiva de las mujeres. La ética del cuidado no es una ética femenina, porque la ética no tiene género y porque atribuir solo a las mujeres y a las familias la responsabilidad de cuidar a los que lo necesitan va contra la equidad más elemental. Que las personas cuidadoras sean mayoritariamente mujeres no quiere decir que tenga que seguir siendo así, ni que las mujeres estén especialmente capacitadas para estas tareas. Mientras solo han cuidado las mujeres, y lo han hecho gratuitamente, los cuidados no han sido considerados un trabajo. Hacerse cargo de los niños, los enfermos o los dependientes no ha sido concebido como un trabajo productivo; cuidar ha formado parte de la vida reproductiva, un ámbito femenino por definición.

          Por diferentes razones que no hay que analizar, esta visión de las cosas no es sostenible ni equitativa. Cuidar es una responsabilidad universal, de la cual nadie tiene que quedar dispensado. El trabajo de los cuidados tiene que ser visto como un trabajo (remunerado o no, según las circunstancias), un trabajo reconocido como tal y compensable de alguna manera. El siglo XIX no tiene que seguir perpetuando la división de funciones ancestral entre hombres y mujeres: ni ellos son los únicos proveedores de la manutención familiar, ni ellas las únicas que tienen que asumir la responsabilidad de los cuidados. Las economistas llevan tiempo haciendo notar que el valor económico de los cuidados no es nada despreciable y que se tendría que traducir, cuando menos, en un reconocimiento social equiparable con lo que tiene el trabajo productivo.

Cuidar, un derecho y un deber universales

De las reflexiones anteriores deriva un axioma que tendría que pasar a ser uno de los principios básicos de la ética: “Todo el mundo tiene derecho a ser cuidado y todo el mundo tiene la obligación de cuidar”. Todo el mundo”, con todas las letras y sin hacer trampas: nadie tiene que quedar dispensado de un deber que no tiene que ser necesariamente considerado femenino. Que las profesiones dedicadas a cuidar sean mayoritariamente femeninas, como la enfermería, es una distorsión que solo se explica por una inercia cultural que contribuye a reproducir estereotipos de género.

          Tener cuidado es un deber universal, porque deriva de un derecho igualmente universal. Los derechos, si nos los tomamos en serio, tienen que ser garantizados por la única institución que tiene el poder de hacerlo, que es el Estado. Si aceptamos que el hecho de cuidar se ha convertido en una necesidad básica, considerarlo un derecho es una consecuencia de esta necesidad. Se convierte así en un derecho social más, con entidad propia y complementario de otros derechos, como la protección de la salud, la educación, la vivienda o el trabajo. De hecho, cuidar a las personas en las situaciones más desfavorables es procurarles el acceso a los bienes básicos que todo el mundo tendría que poder disfrutar.

          El problema de los derechos sociales es que, a diferencia de los derechos a la libertad, requieren una intervención del Estado, que se produce, cuando lo hace, con deficiencias conocidas. Los derechos sociales son vistos más como una especie de derechos programáticos, ideales a realizar si se puede, que como a “deberes positivos” de cumplimiento obligado. No es necesario poner ejemplos. Cuesta entender que la vivienda o el trabajo sean entendidos realmente como derechos; la Ley de la Dependencia nació fracasada a causa de la inexistencia de recursos para aplicarla; las políticas de conciliación, que tendrían que hacer compatibles los cuidados con el trabajo remunerado, no son mucho más que una declaración de intenciones.

          Los derechos sociales son demasiado a menudo fórmulas vacías de las cuales no derivan medidas proactivas destinadas a realizarlos. Podemos estar bastante satisfechos de cómo se han implementado entre nosotros el derecho a la educación y el derecho a la protección de la salud, pero no podemos decir lo mismo de otros derechos sociales ni de un posible derecho a los cuidados. La realidad de la mayoría de los derechos sociales contrasta con eslóganes propagandísticos de los gobiernos y organizaciones de todo tipo, como el que propugna “la atención centrada en las personas”, una afirmación sin ningún propósito concreto si no se traduce en un esfuerzo efectivo por atender, proteger y acompañar a las personas que requieren ayuda y protección.

Il·lustració. © Maria Contreras Coll Ilustración. © Maria Contreras Coll

Cuidar, una disposición privada y pública

Joan Tronto, una de las teóricas más convincentes de la ética de los cuidados, insiste en que los cuidados tienen que ser un proceso individual y público consistente en “detectar necesidades y repartir responsabilidades”. Es lo que se propone la red de las llamadas ciudades cuidadoras, que han entendido que la proximidad de la política municipal ofrece una oportunidad idónea de detectar las necesidades que más llaman la atención y satisfacerlas desde todos los frentes imaginables. Una ciudad se convierte en “ciudad que cuida” cuando, principalmente, la ciudadanía asume la responsabilidad de cuidar a las personas que tiene más cerca, pero también cuando todos los agentes sociales y profesionales proyectan su actividad al servicio de las personas que requieren una atención especial; y también, por último, cuando la Administración pública se convierte en un servicio real al ciudadano, un servicio próximo, cálido, flexible y verdaderamente cuidadoso de las necesidades de los menos favorecidos.

          Atender las necesidades de las personas es verlas en su singularidad. Como ha escrito Martha Nussbaum, “las personas mayores muestran una gran variedad de necesidades que no se corresponden con las necesidades del ciudadano ‘corriente’”; por eso, una de las primeras cosas que las políticas tienen que reconocer es la “variedad y heterogeneidad” de la vida de las personas mayores.

Finalmente, exigir una “democracia cuidadosa”, como la llama Joan Tronto, no tendría que reducirse a una serie de “prestaciones” esenciales. Los cuidados como valor ético y político real no son tan solo un conjunto de servicios; son una disposición de las personas en su relación mutua, una manera de actuar de las instituciones con respecto a las personas a las que sirven. Al estado social de derecho se le tiene que exigir que sea un estado solícito, considerado, respetuoso y amable. Además de ejecutar políticas de cuidados, la Administración tiene que ser diligente y próxima a la ciudadanía, proveedora de cuidados y “cuidadosa” en la manera de administrar. La actitud cuidadosa es básica —dice Virginia Held—, para que “sin un mínimo de dedicación cuidadosa [care concern], la moralidad deja de existir”. Si no nos sentimos comprometidos y concernidos por las injusticias existentes, no exigiremos más justicia, más equidad y más derechos.

Referencias bibliográficas

Gilligan, C., In en Different Voice: Psychological Theory and Human Development. Cambridge, 1982 (trad. esp.: La moral y la teoría: Psicología del desarrollo femenino. Fondo de Cultura Económica, 1994).
Held, V., The Ethics of Care: Personal, Political, and Global. Oxford University Press, 2006.
Marçal, K., ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? Madrid, Debate, 2016.
Nussbaum, M.; Levmore, S., Envejecer con sentido: Conversaciones sobre el amor, las arrugas y otros pesares. Barcelona, Paidós, 2018.
Tronto, J., Caring Democracy: Markets, Equality, and Justice. New York University Press, 2013.

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