La irrelevancia de la verdad

Il·lustració. © Susana Blasco / Descalza

La historia ha demostrado que el poder no le debe tanto al conocimiento y la defensa de la verdad como a la posibilidad efectiva de configurar e imponer un discurso. El verdadero problema de nuestro tiempo es haber consentido que el desideratum neoliberal y neocón haya llegado a convertirse en dogma incuestionable falsamente avalado por la ciencia, y a conquistar no solo la política y la ética, sino el territorio mismo de la verdad.

En los últimos tiempos, quien haya tenido los ojos abiertos habrá podido ser testigo del alarmante crecimiento de una de las peores amenazas para la supervivencia de cualquier ordenamiento humano digno de ser llamado civilización: la falta de interés por la verdad. Podría parecer una aseveración extrema, pero, si acaso nos quedaba alguna duda, el relato y la gestión de las últimas “crisis” —financiera, migratoria, sanitaria, bélica— están dejando bien claro, ante la razón y la honradez, que —más que la economía, la seguridad, la salud o la paz— lo que realmente peligra en nuestra civilización es la verdad.

Tal vez, al leer esto, alguien podría suponer —precipitadamente— que voy a referirme a las fake news, a los bulos que circulan por las redes sociales, a las llamadas teorías conspiranoicas o a otras formas de intoxicación de la verdad introducidas en el imaginario social desde los márgenes del sistema, pero no. Aunque todas esas manifestaciones puedan ser tomadas como muestra eventual de la creciente falta de respeto por la correspondencia objetiva entre las aseveraciones y los hechos, voy a referirme a lo más alarmante para la existencia de una civilización digna de su nombre: a la presencia naturalizada de este mismo fenómeno en las propias entrañas del sistema, a la desconexión normalizada del relato oficial con respecto a los hechos y a las evidencias, a una falacia estructural y continuada que crece día a día y que amenaza con seguir creciendo hasta usurpar por completo el territorio de la verdad. Voy a referirme a una constatación que, aunque no nos sorprenda demasiado, debería ser aterradora: que, para sostener la credibilidad del discurso oficial, la verdad también resulta irrelevante.

No obstante, no seamos ingenuos: esto no es algo estrictamente nuevo. La historia ha demostrado muchas veces que el poder no le debe tanto al conocimiento y la defensa de la verdad como a la posibilidad efectiva de configurar e imponer un discurso; y precisamente por eso, porque todos los sistemas de poder suelen hallarse asentados sobre discursos interesados y falaces, la búsqueda de la verdad ha sido siempre un acto subversivo.

El poder, en nuestro tiempo, no es, pues, ninguna excepción a esta regla: es, como lamentablemente cabría esperar, el producto de una versión, acaso más sofisticada y más hipócrita, de la ya aludida práctica ancestral de configurar e imponer el discurso con independencia de la verdad. Un ejemplo de esa sofisticación es que incluso un término como posverdad, acuñado para denunciar de manera eufemística algunas falacias del relato oficial de la Administración Bush padre, ha sido ya adoptado por el propio sistema para desacreditar el discurso de quienes, eventualmente, consideran sus oponentes ideológicos. Y lo mismo podría decirse de la resemantización interesada de otros términos como demagogia y populismo.

Pero no perdamos el hilo. La realidad —y esto es lo grave— es que, a estas alturas, el propio relato del sistema no es ya otra cosa que un esmerado logro de la misma práctica demagógica y populista que finge censurar: la de la posverdad, la de otorgar a las creencias defendidas un rango de verdad, al margen de los hechos objetivos, y modelar a partir de ellas un relato interesado y falaz con el que cebar la opinión pública hasta lograr que dicha narrativa sustituya en la conciencia colectiva a la propia realidad. Tan destructivos y tóxicos, pues —aunque de peor tesitura moral—, como un bulo malintencionado, una opinión insolvente en Twitter o una descontrolada selección de contenidos generada por un algoritmo, pueden ser, por la parte oficial, el falseamiento de datos y el análisis tergiversado de estadísticas, las declaraciones contrarias a los hechos, el silenciamiento de lo que debería ser noticia, la demonización de personas o ideas políticas, la declaración de “temas tabú”, la imposición de líneas editoriales para la creación de un estado de opinión favorable permanente, o la designación de una agenda mediática al servicio del poder establecido para generar adhesión o aversión a determinadas personas, ideas o proyectos, al margen de cualquier análisis honesto y crítico, es decir, al margen de la verdad. Unas prácticas, todas ellas, a las que estamos tristemente acostumbrados y de las que podemos encontrar sobrados ejemplos cotidianos en la vida política nacional e internacional.

Aunque nos resistamos a creerlo, confiamos, pues, en un sistema más interesado en promover el relato de su conveniencia que en actuar de acuerdo con la verdad; y, para que esta afirmación tan rotunda no pueda ser tomada por una mera aseveración ideológica (pese a los flagrantes ejemplos cotidianos), conviene preguntarnos por qué extrañas razones la eterna aspiración de marcar el discurso dominante al margen de la verdad alcanza hoy cotas inéditas.

Hagamos una pequeña reflexión histórica. Puede que, desde tiempos muy antiguos, el poder haya sido tenido por una prerrogativa de la divinidad y ejercido de manera vicaria por personas supuestamente emparentadas con ella o por sus representantes en el mundo terrenal; pero, desde el momento en el que ha habido un grupo de individuos con poder económico, estos se han afanado todo lo posible por transmutarlo en poder político: es decir, por conseguir que las decisiones pudieran ser tomadas por ellos, no tanto con la noble intención de reorganizar el sistema en pro de la justicia —si bien, en ocasiones, pudo ser así—, como con la menos noble de orientarlo hacia la salvaguarda de sus propios intereses. Precisamente para combatir esta dinámica nació, un lejano día, la democracia: un sistema idealista y radical concebido para que la desigualdad económica y de clase fuera contrarrestada por la igualdad política; pero esa es otra historia. El hecho es que el seguimiento de la eterna voluntad de convertir la riqueza en poder podría servirnos para reconstruir la historia del mundo.

En los tiempos actuales, en los que el crecimiento desbocado de la economía financiera globalizada ha generado ya una concentración de la riqueza sin precedentes, comprobamos que las pocas manos que acumulan tan ingente poder económico siguen interesadas, por supuesto, en la vieja alquimia de transmutarlo en un ingente —y nuevo— poder político. Su principal herramienta financiera para este cometido ha sido, hasta ahora, el control del dinero y de la deuda. Mediante esa herramienta —o arma de destrucción masiva— se han ido haciendo, a ritmo galopante, con los recursos naturales, las fuentes de energía, la propiedad del suelo, los mercados de seguridad y armamento, los grandes medios de comunicación de masas, el sector farmacéutico… y han conseguido que allí donde los idealistas veían un derecho —la alimentación, la salud, la vivienda— exista hoy un coto privado de especulación y de enriquecimiento.

El control de la deuda ha sido el arma material, sin duda, pero el arma psicológica ha sido y sigue siendo la generación permanente de una posverdad. Si en otros tiempos, cuando la verdad era representada por los dogmas de la fe, el sistema dominante tuvo de su lado a la religión (y no es que esta provechosa simbiosis haya dejado ya de existir), ahora, cuando la única garantía universal e incuestionable de verdad parece provenir de la ciencia, el sistema trata de hacer creer que cuenta con su aval permanente, aplicando la perversa estrategia de presentar los postulados de su ideología como postulados de la ciencia para evitar que sean puestos en cuestión.

Il·lustració. © Susana Blasco / Descalza Ilustración. © Susana Blasco / Descalza

Con este cometido operan actualmente en el mundo numerosos think tanks e “instituciones académicas” consagradas a construir y promover, con métodos opacos e ingentes recursos materiales y humanos, el marco teórico que avale de manera “científica” la narrativa interesada del sistema dominante. Desde el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés), el Instituto Fauci o la Fundación Bill & Melinda Gates en el tema de las vacunas mRNA y la covid-19, hasta la National Endowment for Democracy (NED) en la promoción de la estrategia estadounidense en Ucrania. Ellos son responsables de que creamos una cosa, aunque la realidad demuestre otra. De que creamos, por ejemplo, que “la salud es lo primero”, aunque diez mil personas pierdan la vida cada día por no poder costearse atención sanitaria o no tener acceso a los sistemas de salud, aunque la tendencia de los gobiernos en todo el mundo —con numerosas peticiones explícitas de la Comisión Europea a los Estados miembro— sea hacia los recortes en sanidad y pensiones y hacia la privatización de los sistemas públicos, y aunque la salud ya sea hoy uno de los terrenos más prósperos de enriquecimiento empresarial y de especulación financiera. De que creamos, por ejemplo, que “estamos por la paz”, aunque un 11% de la humanidad viva actualmente en estado de guerra, envuelta en conflictos de los que somos, en buena medida, responsables, y de los que no tenemos apenas noticia. O de que creamos, también, por ejemplo, que, gracias a los planes de austeridad de la Troika, Grecia es ahora “una economía fortalecida y viable” —como declaró el Eurogrupo cuando decidió sacarla a los mercados—, aunque, desde que fue metida en los “rescates”, su deuda haya ascendido del 129% de entonces al 230% de hoy, haya perdido el 25% de su PIB y una de cada cuatro personas viva bajo el umbral de la pobreza.

Gracias a esta estrategia generalizada, durante las últimas décadas del siglo pasado y lo que va de este, los postulados del neoliberalismo, las aspiraciones del neoconservadurismo anglosajón y las ambiciones de la economía financiera globalizada han conseguido un verdadero “salto cualitativo”: elevarse subrepticiamente de la categoría de cuestionables teorías económicas y geopolíticas a la de incuestionables dogmas científicos, suscitando así un extraño consenso, casi universal, que ha catapultado hacia cotas inéditas el poder de facto de la élite económica global y que ha propiciado que esta promueva, incluso, la creación de estructuras supranacionales para convertirlo en un poder de iure por encima de los estados tradicionales, de las constituciones, de los gobiernos nacionales y de otros eventuales “obstáculos” a sus particulares intereses, como las conquistas seculares del estado de derecho o de la propia democracia. Fruto de este exitoso “salto” es, por ejemplo, la creación de grupos plutocráticos (G8, G12, Tríada) que actúan con opacidad y descaro al margen de la —ya maltrecha— Organización de las Naciones Unidas, la negociación semisecreta de polémicos tratados de libre comercio (TTIP), el resurgir de la OTAN como presunta garantía de paz y libertad en el mundo y, en general, el sospechoso proceder de instituciones como el FMI, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo: la famosa Troika de las políticas de austeridad, que antepusieron la ambición de los acreedores a la supervivencia de los deudores y que han socavado con hechos incuestionables la credibilidad de la propia Unión Europea como proyecto solidario y progresista.

Hay que reconocer, como autocrítica de la propia sociedad, que, al pernicioso objetivo de que el relato dominante sea percibido como verdad avalada por la ciencia, han contribuido generosamente todos los que entienden la política como un juego de relaciones públicas para la salvaguarda de intereses privados y todos los que, por pereza reflexiva o cobardía, deciden secundar el discurso oficial de manera acrítica. Porque, hasta hace poco, lo valorado era tener espíritu crítico e indagador; pero hoy se ha generado una fuerte tendencia colectiva a degradar frívolamente a la condición de “terraplanista”, “conspiranoico” y “asocial” —sin consideración de la solvencia de objeciones o argumentos— a todo el que cuestione el relato oficial, pues oponerse al relato oficial es percibido como una descabellada oposición a la ciencia. Hemos preferido regresar al principio de auctoritas, ejercido hoy por las “instituciones”, los “medios” y los “bienpensantes”, y ya no es que los ortodoxos tengan reconocido su derecho a equivocarse y los heterodoxos no (lo cual es, de por sí, una injusticia flagrante), sino que los ortodoxos, aunque se equivoquen, saben que nunca serán cuestionados ni represaliados, mientras que los heterodoxos lo serán, aunque los hechos acaben demostrando que tenían razón.

Al paso que vamos, pronto —muy pronto— nuestras acciones para afrontar las “crisis” no estarán ya regidas por la razón crítica ni por la ciencia, sino por la fe en el discurso dominante. El verdadero problema de nuestro tiempo, a mi entender, es precisamente ese: haber consentido que —con la connivencia interesada de las élites, el “pesebrismo intelectual y académico, la falta de rigor de la prensa y la credulidad pasiva de la sociedad en su conjunto— el desideratum neoliberal y neocón haya llegado a convertirse en dogma incuestionable falsamente avalado por la ciencia, y a conquistar demoledoramente no solo la política y la ética, sino el territorio mismo de la verdad. Este es el verdadero problema; lo demás —todo lo que vivimos hoy— son solo consecuencias.

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