La nueva violencia social

Las ciencias sociales suelen relacionar la violencia que se expresa en la calle con una organización, un movimiento social o una ideología. Las nuevas formas de protesta son más difíciles de descodificar. La incertidumbre respecto de su origen no debe hacer pensar que esta violencia es ciega, que no tiene sentido. Las bases sobre las que se construye parecen desconocidas, pero se sitúan en la encrucijada de una serie de cambios sociales y culturales profundos.

Interpretar la violencia —cada vez más mediatizada por la prensa mainstream y ahora también, y de manera feroz, por las redes sociales— siempre comporta un peligro. A veces se le da demasiada importancia y demasiadas significaciones. Otras, en cambio, se la considera, con demasiada facilidad, gratuita, destructora y una señal del “asalvajamiento” de nuestras sociedades. En ambos casos, el error es el mismo: olvidarse de hacer un análisis de la violencia como tal, dejarla “enfriar”, como se dice en sociología. Siempre se olvida relacionarla con los ámbitos social y político. Y así, hoy la situación se complica enormemente, ya que, con toda evidencia, nos falta un modelo de interpretación que se adapte a nuestra “condición social moderna”, recuperando una expresión de Martuccelli. Para intentar llenar este vacío, en nuestro trabajo de teorización de las transformaciones de la violencia en España y, más en general, en las sociedades europeas, hemos defendido que hay que elaborar un nuevo paradigma comparativo (basándonos en los trabajos de Touraine, Wieviorka, Pérez-Agote y Tejerina). Este trabajo, publicado en 2016, basado en parte en la sociología del conocimiento (la mediatización y la interpretación de la violencia en la calle son, en sí mismas, un reto muy político), debería permitirnos analizar los movimientos sociales contemporáneos y los vínculos que los relacionan con la violencia, los cambios económicos y los modos de comunicación.

Movimientos como las revueltas en los guetos franceses, surgidas a raíz de la violencia policial, y también, más recientemente, el de los Chalecos Amarillos en Francia,[1] que ningún sociólogo ni ningún político supieron ver venir, confirman con creces que hay que renovar en profundidad la interpretación de los movimientos sociales y de la violencia. En el caso de España, se pueden mencionar los episodios de violencia que se produjeron en las calles de Barcelona desde las movilizaciones de septiembre de 2010 y, hace muy poco, con el caso Pablo Hasél, en febrero de 2021, perpetradas por los autodenominados “antisistema”, sin que se sepa realmente qué hay tras este nombre.[2]

Debido a la serie de violencias calificadas, de forma demasiado imprecisa, de “urbanas”, es legítimo preguntarse cómo hay que definir la violencia contestataria actual en las sociedades europeas cuando toma formas tan distintas y, sobre todo, tan deformadas por los medios y los discursos populistas. Lo que pretendemos apuntar aquí es, simplemente, la ambigüedad fundamental de la relación entre la violencia y los movimientos, en el sentido de que estos movimientos son violentos o, en cualquier caso, interpretados como tales. Las nuevas características de estos movimientos son desconcertantes: son repentinos, expresivos, ultramediatizados de manera viral (estas violencias tan expresivas tienen su público en Internet), hiperansiogénicos, objetos de una sobreinterpretación permanente.

Es evidente que la nueva configuración de la violencia plantea preguntas a cualquiera que intente entenderla: ¿la violencia que se expresa con esta configuración es siempre relacional? Es decir, ¿es siempre una función de la relación entre actores bien identificados (militantes con un proyecto político claro) que tienen objetivos y significaciones políticas claras, como había pasado hasta ahora? Lo cierto es que no es muy probable, y afirmarlo así es una hipótesis tan rotunda que rompe con un inconsciente colectivo, vigente sobre todo en las ciencias sociales, que siempre ha intentado relacionar la violencia que se expresa en la calle con una organización, un movimiento social o una ideología. La situación actual es mucho más difícil de descodificar, ya que, por un lado, existen unos movimientos sociales históricos con una ideología muy marcada que luchan por no desaparecer (como los independentismos en España) y movimientos sin ideología, a priori desorganizados, que prueban nuevas formas de estructuración, sobre todo a través del mundo digital, y que tanto pueden luchar contra la sociedad como cuestionar desde dentro el orden social tal y como intenta imponerse.

[1] 2018-2019; se estima que más de 3 millones de manifestantes participaron en el emblemático episodio de violencia, el saqueo del Arco de Triunfo de París, el 1 de diciembre de 2018.

[2] Jordi Mir, “Hablemos de violencias”, en El País, 7 de marzo de 2021.

Un nuevo tipo de relación entre violencia, movimientos y política
Tomemos el caso de España, un país modelado por unos nacionalismos históricos potentes y que ahora se ve sacudido, como otras sociedades, por nuevos retos culturales, identitarios (memoria histórica, religión, género, raza) y por la brutal degradación de las condiciones económicas y sociales vitales de los jóvenes en particular y de los asalariados en general. Esta incertidumbre crónica, que atenaza la vida y el futuro de las personas, se ha radicalizado con la experiencia omnipresente de la pandemia actual, que acelera el movimiento de desintegración social. Esta configuración produce una violencia social inaudita y engendra, automáticamente, expresiones violentas que ya no se corresponden con los marcos clásicos de la política reivindicativa y orquestada característica de las sociedades industriales. Hoy la violencia es más ambivalente, de modo que cuesta discernir a qué categoría política pertenece. Puede ser una lucha con objetivos identitarios, nacionales, religiosos o, simplemente, no tener ningún objetivo aparente, sin que eso implique que no tenga la capacidad de constituirse en movimiento social y de estructurar una violencia más allá de la mera rabia. Sin embargo, la incertidumbre respecto de su origen no debe hacer pensar que esta violencia es ciega, que no tiene sentido. Si bien las bases sobre las que se construye parecen desconocidas, no deja de ser cierto que se sitúa en la encrucijada de la serie de cambios sociales y culturales profundos que surgen en las sociedades europeas.

Cuando estudiamos la kale borroka del País Vasco durante los años 1990-2000, ya pudimos apreciar su transformación, lo que nos valió bastantes críticas por parte de quienes veían a ETA detrás de todos los actos de insurrección en la calle.[1] Nosotros, en cambio, observábamos que la violencia identitaria, nacionalista y radical podía resurgir una vez desaparecido un potente movimiento social que aseguraba su adhesión histórica. Así, mostramos que a partir de finales de los años ochenta la kale borroka se alimentaba de otros activismos nacidos de la nueva cuestión social globalizada, pero no necesariamente nacionalistas.[2]

Tomemos ahora el ejemplo de Francia. Recientemente, el sociólogo Sommier ha elaborado una base de datos inédita compuesta por 6 000 episodios de violencia política acontecidos desde 1986 hasta la actualidad, que ha clasificado según la causa que defendían: ideológica, independentista, religiosa, profesional o social. Sin restar importancia al drama de los atentados terroristas de París en 2015 ni a los disturbios sediciosos de los últimos años, la clasificación matiza la idea del crecimiento de la violencia política en Francia, donde hoy la cantidad de ataques a personas es muy inferior a los ataques a bienes materiales. Así, confirma un retroceso de la violencia independentista, pero al mismo tiempo revela toda la diversidad de las expresiones de una ira contra la democracia representativa que va en aumento y contra un mundo del trabajo cada vez más agresivo y que está perdiendo sentido. La lección que se puede sacar es clara: la intensidad con la que los antiguos movimientos sociales luchaban a favor de la integración social en las sociedades estructuradas por clases es la misma con la que hoy los nuevos movimientos repentinos y fragmentados luchan contra la desintegración social en una sociedad en que se intenta reinventar los lazos de solidaridad, un proyecto que a veces pasa por la violencia y la confrontación.

[1] La kale borroka se ha convertido en un estereotipo que sirve para denunciar cualquier violencia callejera. Recientemente, el líder de Vox, Santiago Abascal, acusó a los manifestantes de Barcelona de ser “bandas organizadas de terrorismo callejero”.

[2] “El giro social de la ‘kale borroka’”, en El País, 31 de marzo de 2012.

 

Il·lustració © Nicolás Aznárez

Nuevas propiedades: el paradigma de los Chalecos Amarillos
Quien siga los movimientos sociales y su relación con la violencia durante un periodo largo seguro que se sorprenderá por la espontaneidad que hoy caracteriza los “movimientos callejeros”, como mínimo desde finales de los años 2000. También observará un cambio crucial que complica el análisis y la labor de instituciones como las fuerzas policiales desbordadas. Estas últimas producen también violencia y ven además cómo se cuestiona su legitimidad. Pongamos un ejemplo que nos parece significativo de este punto de inflexión: el movimiento de los Chalecos Amarillos de 2018-2019 en Francia. Este movimiento se formó a partir de una cuenta colectiva de Facebook creada en el sur de Francia. Un pequeño grupo de artesanos y comerciantes se movilizó contra el aumento del precio del gasóleo y a favor del reconocimiento del Referéndum de Iniciativa Popular. El grupo inicial se fue ampliando hasta convertirse en un movimiento lo bastante amplio como para movilizar sectores sociales muy diversos: alumnos de instituto, estudiantes universitarios, comerciantes, artesanos, trabajadores asistenciales, jubilados... En definitiva, una serie de personas que ejercían profesiones devaluadas aprovecharon el mundo digital para organizarse, a pesar de tener experiencias sociales y edades muy diversas.

Así pues, el movimiento surgió a partir de grupos de afinidad construidos en las redes sociales fuera de los radares de medición de la opinión pública, expresó un intenso antiinstitucionalismo e invirtió un capital particularmente importante: la visibilidad de los outsiders, y hasta de los marginados, en el escenario social. La mayoría de estos últimos tenían muy poca experiencia en manifestaciones y enfrentamientos con las fuerzas policiales durante manifestaciones multitudinarias, lo que explica los excesos y el ascenso inédito de la violencia.

Pero la interpretación de un movimiento social de estas características no se tiene que reducir a la expresión de una rabia social y a un conjunto de estallidos de violencia. En realidad, se trata de una nueva forma de violencia que ya se incubaba en nuestras fatigadas democracias desde principios de los años 1990. En Francia, actualmente, pero también se podría demostrar en el caso de España (tras la liberalización de las universidades al final de los años 2000), la cuestión social ha regresado a la arena política con fuerza, como ya demostró Pierre Bourdieu en Misère du monde, en 1993, en torno a la “fractura social”, consecuencia de la neoliberalización de los estados del bienestar. Los trabajos de Serge Paugam también evidenciaron que estas reacciones sociales en apariencia desordenadas son también la expresión de una nueva clase social en gestación: los individuos excluidos desde dentro. En primer lugar, excluidos del mundo del trabajo: tal vez por falta de puestos de trabajo, y ahora también por tener un empleo pero no poder vivir de él o por tener un empleo bien remunerado pero que no satisface. En principio, el trabajo era el elemento central de definición de la identidad personal, en una dimensión material y a su vez, y sobre todo, afectiva extremadamente fuerte. El caso es que los más jóvenes, y también los mayores, incluidos los directivos, viven una degradación material y simbólica causada por una pérdida de sentido y una marginalización, en particular de los trabajos asistenciales y de la enseñanza. Y, en segundo lugar, excluidos del mundo político, ya que los procesos electorales fatigan a los electores, los más jóvenes votan cada vez menos, se abstienen y hoy denuncian la gran cantidad de simulacros democráticos, algunos reales y otros imaginarios; mientras tanto, la multiplicación de casos de corrupción dentro de la familia real española fomenta la sensación, que ya habían expresado los “indignados”, de que la transición política española es una hipocresía institucional.

Il·lustració © Nicolás Aznárez

Todos estos vínculos profesionales y políticos se basaban, es cierto, en una moral, una ética y unas concepciones distintas, pero garantizaban una integración igualitaria o, por lo menos, una creencia común. En la realidad social de hoy, cada vez son más los individuos que perciben la integración como algo fundamentalmente injusto. Y esta sensación, objetiva o subjetiva, la confirman los análisis sociológicos: hoy el mundo social está muy fracturado. Así, se puede distinguir entre los que tienen la integración asegurada gracias a una escolarización elitista y a la acumulación de ventajas; los que —la gran mayoría— tienen una integración debilitada (individuos más expuestos al riesgo que sienten un déficit de reconocimiento y una angustiante “degradación”); los que tienen una integración precaria, el precariado; y los que tienen una integración claramente marginalizada, los trabajadores pobres. Los tres últimos grupos tienen experiencias comunes, las comparten y pueden reunirse en algún momento para expresar su ira, ya sea en Internet o directamente en la calle.

La violencia y la “no clase social”: reconstruir el vínculo
En el caso de los Chalecos Amarillos, pero también en el de muchas otras movilizaciones de “indignados”, los frágiles, los precarios y los marginados se juntan, se hacen visibles y fabrican un reconocimiento mutuo, una forma de reducir la tensión entre el objetivo de la integración garantizada y la amenaza de la integración marginalizada, lo que explica el acercamiento de las clases medias y las clases intelectuales universitarias, amenazadas por la pobreza. Eran invisibles y se están haciendo visibles, aunque para algunos suponga el uso de la violencia, ya sea por el deseo de escandalizar o por la inexperiencia y la fatiga social acelerada por la covid-19.

Por tanto, esta violencia no es sino el síntoma de una profunda ruptura sociológica que explica la multiplicación de esta rabia que a veces puede acabar en violencia: es la constitución y la expresión de una “no clase social” que le da la vuelta a la representación colectiva de la sociedad, antes estructurada en clases sociales estables e integradas.

Entonces, la expresión de la violencia nunca es gratuita. Es cierto que puede ser difícil encajarla en el lenguaje del pasado, por ejemplo, mediante el movimiento social en su máximo grado de conciencia histórica, como el movimiento obrero; puede ser considerada una enfermedad, y se puede querer criminalizarla calificándola de puro vandalismo. Pero no querer encontrarle un sentido no significa que no lo tenga. A nuestro modo de ver, lo que hay detrás siempre es más profundo que una serie de estados de ánimo; lo que hay detrás es el vínculo entre los individuos y la sociedad. Y es bastante dramático, pero también tranquilizador, constatar lo que Émile Durkheim, el fundador de la sociología, nos dijo hace 120 años, cuando habló de la anomia como un debilitamiento de nuestra creencia en las instituciones.

Referencias bibliográficas
Bourdieu, P. (dir.). La misère du monde. Seuil, París, 1993.
Ferret, J. Crisis social, movimientos y sociedad en España hoy. Ensayo sobre el proceso Conflicto, Violencia y Subjetivación. Sibirana, Zaragoza, 2016.
Martuccelli, D. La condition sociale moderne. Gallimard, París, 2017.
Pérez Agote, A. Las raíces sociales del nacionalismo vasco. CIS, Madrid, 2008.
Paugam, S. (dir.). 50 questions de sociologie. PUF, París, 2020.
Paugam, S. 33. “Comment comprendre le mouvement des Gilets Jaunes?”, en Paugam, S. (dir.). 50 questions de sociologie. PUF, París, 2020.
Sommier, I. Violences politiques en France. Presses ScPo, París, 2021.
Tejerina, B. La sociedad imaginada. Trotta, Madrid, 2010.
Touraine, A. Production de la société. Seuil, París, 1973, 1993.
Wieviorka, M. “Le nouveau paradigme de la violence (parts 1, 2 et 3)”, Cultures & Conflits, 29-30, [en línea]. 1998. Publicado en línea el 16 de marzo de 2006. URL: http://conflits.revues.org/index724.html.
Wieviorka, M. La violence. Hachette, París, 2005.

Publicaciones recomendadas

  • Violence politique totale. Un défi pour les sciences socialesParís: Lemieux Editeur, 2015
  • Crisis social, movimientos y sociedad en España hoy. Ensayo sobre el proceso conflicto, violencia y subjetivación. Zaragoza: Sibirana, 2016

El boletín

Suscríbete a nuestro boletín para estar informado de las novedades de Barcelona Metròpolis