La trampa del discurso que lleva a los jóvenes a la precariedad

Ilustración. ©Genie Espinosa

El individualismo y la competitividad han invadido muchas de las esferas de la vida de los jóvenes, que viven expuestos a una comparación constante con los demás y al temor de decepcionar las expectativas. Mientras el mundo laboral alaba las bondades del emprendimiento y la flexibilidad, los jóvenes y los adolescentes también reclaman el derecho a un proyecto vital estable.

Las personas jóvenes nos encontramos ante una verdadera emergencia que debería hacer saltar las alarmas. Tasas de emancipación en mínimos históricos, preocupantes niveles de temporalidad y parcialidad en el trabajo, el suicidio juvenil como primera causa de muerte no natural, y la criminalización y el estigma que rodean a aquellos que no reproducen los patrones esperados son algunos ejemplos de una larga lista de factores que nos presionan. Los jóvenes hemos crecido entre sucesivas crisis que han marcado aspectos fundamentales de nuestras vidas y han quebrado parte de nuestros proyectos vitales.

No puede sorprendernos que estas situaciones nos afecten tanto: los pilares que fundamentan nuestra realidad son terriblemente inestables desde hace demasiado tiempo, y se están debilitando cada vez más. ¿Dónde quedó ese relato que decía que las nuevas generaciones vivirían mejor que las anteriores? ¿Cómo podemos vivir pendientes del fracaso o del éxito de todas las expectativas que nos han generado (y nos siguen generando), y que nosotros interiorizamos como propias?

Hace tiempo que los jóvenes decimos que no queremos seguir viviendo así. No lo queremos para el futuro, tanto el nuestro como el de los que vendrán, pero tampoco lo queremos para el presente. No queremos seguir perpetuando expectativas de un futuro mejor si no se actúa realmente para conseguirlo, y esto depende del compromiso real de muchos agentes políticos y sociales. Los jóvenes no ponemos sobre la mesa únicamente problemas, también ofrecemos soluciones posibles y nuestra intención de formar parte del cambio para romper con la mayoría de los discursos paternalistas y adultocentristas. Hemos demostrado suficientemente que somos interlocutores válidos y que podemos aportar desde la primera persona. Lo volvimos a hacer, por ejemplo, el pasado mes de mayo, durante el Pleno Monográfico sobre Juventud del Parlamento de Cataluña: denunciamos el sistema altamente individualista y competitivo que se ha instaurado en nuestro imaginario colectivo, normalizando situaciones muy alejadas de la realidad que nosotros deseamos.

El individualismo y la cultura del esfuerzo

Desde que somos pequeños nos bombardean con mensajes altamente individualistas y nos dicen que la “cultura del esfuerzo” (y, para algunos, de la meritocracia) debe ser nuestro objetivo, por encima de todo y de todo el mundo. Crecemos pensando que la vida es una carrera contra el compañero, no una experiencia conjunta, y que debemos aplicar este planteamiento en muchos ámbitos de la vida, del físico al mental, del material al abstracto. Aprendemos a competir en apariencia física, desde la comparación insana a partir de unos modelos que han comportado datos espantosos de trastornos de la conducta alimentaria y de la autopercepción, un fenómeno que se ha acentuado después del confinamiento a causa de la pandemia. Nos comparamos con los orígenes familiares y sociales, para algunos determinantes, que marcan la valía de unos y otros desde el elitismo y el clasismo.

Crecemos también comparándonos según los resultados académicos, como si estos fueran determinantes en la valoración de una persona. Competimos en la perspectiva de futuro, un largo camino que forjamos individualmente en la mayoría de los casos. Crecemos, finalmente, con el miedo a decepcionarnos a nosotros mismos y a los demás por no alcanzar los objetivos que se nos marcan como ideales. El mensaje que llega a la juventud es que, “si queremos, podemos”. Y si no lo conseguimos, seguramente es por culpa nuestra, por nuestra poca implicación o por la falta de esfuerzo y de ganas de trabajar. Se nos promete que, cuanto más estudiemos, mejores salidas y condiciones tendremos. Pero nos encontramos con que somos el primer país europeo en sobrecualificación juvenil; es decir, con más jóvenes realizando tareas por debajo de su cualificación académica y con unas condiciones laborales que no les permiten vivir dignamente.

Todo esto tiene muchas consecuencias, y lo vemos reflejado también en nuestra salud mental: consideramos que el sufrimiento psíquico es un tema privado, cargado de estigma social, que debemos gestionar en el ámbito individual intentando pasar desapercibidos. ¿Dónde han quedado las redes de apoyo social? ¿Cómo podemos aprender a acompañar y ayudar a nuestros compañeros cuando tampoco se nos enseña a identificar y conocer nuestras propias emociones? Necesitamos una educación emocional que nos proporcione herramientas, desde la colectividad, para poder aprender a afrontar las piedras del camino y a gestionar los obstáculos que encontraremos, inevitablemente, en nuestra vida, y que, especialmente en la adolescencia y la juventud, generan tanto malestar.

Precarización laboral y lucha colectiva

En una charla organizada por el Consejo Nacional de la Juventud de Cataluña en 2022, Magda Casamitjana i Aguilà, directora de la Mesa de Salud Mental en Cataluña, expuso un dato muy impactante: en los últimos cincuenta años se ha reducido drásticamente el número de referentes sociales que tenemos.

Los referentes sociales son aquellas personas, sean familiares, amigos o compañeros, a quienes podemos acudir en caso de sufrir una situación de malestar emocional. En cincuenta años, hemos pasado de tener diez referentes por persona de media a uno solo. Una sola persona a la que acudir, lo que demuestra hasta qué punto hemos ido interiorizando y normalizando los discursos individualistas que modulan este aspecto tan fundamental de nuestra vida.

El individualismo y la competitividad han invadido también nuestro mundo laboral: se nos vende, de forma bastante edulcorada y maquillada, que la mejor forma de enfocar nuestra vida profesional es llegar a ser “nuestros propios jefes”. Se alaban las bondades de ser autónomos y se nos pide que seamos emprendedores y estemos dispuestos a cambiar a menudo de trabajo, en un régimen de máxima flexibilidad, tanto de espacio como de tiempo, de modo que podamos trabajar a cualquier hora desde cualquier lugar del mundo.

El mensaje que nos llega es que este modelo es beneficioso para nosotros, de manera que seamos nosotros mismos quienes pidamos estas oportunidades para poder adaptarnos mejor a la manera de vivir que tenemos: nómada, poco estable, siempre cambiante. Pero se equivocan: consideramos que es necesario revisar el modelo laboral actual, es cierto; pero debe ser para hacerlo más humano y adaptarlo mejor a una realidad que exige conciliar distintos aspectos de nuestra vida, no para legitimar la precarización de los jóvenes trabajadores. Nosotros también queremos estabilidad y poder tener un proyecto vital, sin dar un envoltorio romántico de falsa libertad a la temporalidad y la precariedad que desgraciadamente son tan características de la realidad ocupacional juvenil.

Además, la historia nos ha enseñado que es la lucha colectiva la que permite cambiar las cosas, en todos los ámbitos, y especialmente en el laboral. Individualizando y deslocalizando nuestro entorno laboral solo conseguimos debilitar bases comunes y colectivas, como puede ser la organización sindical, para la que es fundamental que los trabajadores tengamos un contacto directo y constante.

Finalmente, hay que revisar también la forma en que normalmente se habla de los jóvenes: la mayoría de los mensajes que se dan sobre nosotros son negativos, y la pandemia de la covid-19 es un ejemplo perfecto de ello. Las personas jóvenes éramos las más irresponsables, las menos solidarias y las que teníamos conductas más reprochables. Pero justamente la pandemia fue un período durísimo para nosotros, entre otros colectivos, porque de nuevo vimos cómo muchas de las expectativas que nos habían vendido se esfumaron en cuestión de semanas. De nuevo, lo que se nos dijo es que seríamos una nueva generación de jóvenes víctimas de la crisis y que podíamos dejar de lado muchos de nuestros proyectos. Y todo esto mientras se nos señala como la “generación de cristal” porque “nos quejamos mucho desde la comodidad”, dicen. Una vez más, se equivocan: nos quejamos porque tenemos derecho y legitimidad para hacerlo, porque queremos cambiar una sociedad que nos inculca sus expectativas y nos hace sentir mal por no conseguirlas, cargándonos con la culpa de lo que consideran un fracaso.

Esta es la realidad con que nos encontramos. Pero el mensaje que queremos transmitir las jóvenes organizadas y asociadas es que, esforzándonos mucho y desde el trabajo en red, podemos empezar a cambiarla. Tenemos un claro problema estructural y de fondo que se ha ido perpetuando durante demasiado tiempo, bajo sistemas altamente individualistas y competitivos, contra los que no bastan pequeñas acciones aisladas. Para lograr los cambios que necesitamos, hacen falta compromisos reales: solo de palabras no vive nadie, queremos actos y apuestas claras. Y, en este proceso de cambio, nosotras queremos estar ahí.

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