Las contradicciones de una democracia indecisa

Il·lustració © Laura Borràs Dalmau

Tras la crisis del coronavirus, las democracias débiles anularán los derechos civiles y empoderarán a sus gobernantes, y las fuertes se ganarán la confianza de sus ciudadanos con información directa, sencilla y lógica. Pronto veremos en qué categoría se encuentra nuestro país: si la democracia saldrá reforzada de la pandemia o si, por el contrario, emprenderá su camino hacia la autodestrucción. 

El uso de datos de geoposicionamiento para el control de cuarentenas en ausencia de pruebas diagnósticas produce la misma clase de disonancia cognitiva que la información sobre el uso de las mascarillas, con el que guarda una estrecha relación. ¿Se puede explicar a los ciudadanos que las mascarillas no sirven para protegerlos del virus y, al mismo tiempo, que deben dejárselas a los médicos y enfermeras para que trabajen sin arriesgar su salud? ¿Que las mascarillas sirven para que los enfermos no contagien el virus pero que, al mismo tiempo, no tiene sentido que las llevemos todos aun cuando no sabemos quién está infectado y quién no? Cuando sale de los labios de nuestros delegados de Gobierno, la desinformación es especialmente destructiva, y no solo porque será repetida en los medios de comunicación. Los gobiernos democráticos que mienten a los ciudadanos destruyen su credibilidad a cambio de nada y facilitan el trabajo de los intoxicadores profesionales. ¿De qué sirven los fact checkers cuando se ha contaminado la fuente oficial?

La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha felicitado a Taiwán, Singapur y Corea del Sur por sus actuaciones ejemplares en la mitigación local de la pandemia. Los gobiernos de los países asiáticos se activaron en cuanto China comunicó la existencia del virus y consiguieron evitar miles de muertes sin paralizar del todo su economía. Aunque los países occidentales se han obsesionado con las aplicaciones de seguimiento, la clave está en los protocolos de emergencia. Cuando llegaron los primeros infectados locales, Corea del Sur aseguró la producción y disponibilidad de mascarillas y las distribuyó a precio de coste y de manera equitativa a través de las farmacias, a las que el primer ministro llamó su “primer nodo sanitario en el terreno”. También activaron a todos los laboratorios del país para distribuir la producción de los test y realizar los diagnósticos con rapidez sin sobrecargar a los hospitales.

Se enviaron estaciones móviles para hacer pruebas en las zonas de mayor incidencia y de mayor tránsito: en el transporte público, los centros comerciales y las oficinas de la Administración. Después se usaron datos de geoposicionamiento, tarjetas bancarias y cámaras de vigilancia para rastrear los movimientos de las personas que habían dado positivo y alertar a todos aquellos con quienes habían tenido contacto para que se hicieran un test. Un procedimiento invasivo pero segmentado y estrictamente circunscrito al periodo de incubación y contagio. Resumiendo: la tecnología ha estado supeditada a un efectivo protocolo de emergencia basado en los test, las mascarillas y la información. Sin esas tres cosas, la tecnología es solo invasión de la intimidad.

Hong Kong usó la clase de pulseras electrónicas que se utilizan en los arrestos domiciliarios para vigilar a una sola clase de ciudadanos: los infectados. Taiwán implementó estaciones de diagnóstico y usó datos de geoposicionamiento para instalar una “valla digital” que avisaba a la policía si alguien salía de las casas puestas en cuarentena, mientras el resto de la población hacía vida normal. Ben Thompson, analista norteamericano residente en Taipéi, comentó con los suscriptores de su boletín tecnológico Stratechery que las medidas, aunque brutales, habían resultado liberadoras en comparación con la cuarentena total de otros países. “Los niños van al colegio, los restaurantes están abiertos, las tiendas están llenas de cosas”. A principios de abril, las cifras de Taiwán han sido envidiables: 348 infectados y 5 muertos.

Singapur lanzó una aplicación que utiliza bluetooth para identificar a las personas que han estado en un radio de proximidad de 2 metros de un infectado durante al menos 30 minutos. Es voluntaria y no registra la identidad ni la posición del usuario, pero, para que sea efectiva, debe ser utilizada por al menos tres cuartas partes de la población. Una coalición de países europeos ha adoptado este modelo y lo está implementando como estrategia poscuarentena, siempre que cumpla todas las garantías de privacidad que exige el Reglamento General de Protección de Datos de la Unión Europea. La aplicación original se llama TraceTogether, mientras que la paneuropea tiene un nombre más feo y políticamente correcto: Pan-European Privacy-Preserving Proximity Tracing o PEPP-PT.

Nuestro modelo de “análisis de la movilidad de las personas en los días previos y durante la crisis” no se parece a los de Corea, Singapur o Taiwán. Si se parece a alguno es al del país en el que se originó la pandemia, que viene precedido por su sistema de crédito social. China no requiere la colaboración ciudadana porque es una dictadura y ya sabe quién eres y dónde has estado. Solo requiere su obediencia: si tu teléfono está verde, puedes salir a la calle; si está amarillo, son siete días de cuarentena; y, si está rojo, son más. Para nosotros es un mal ejemplo por más de una razón.

La vigilancia como síntoma

Vigilar a los ciudadanos es más fácil que vigilar el virus, pero no salva más vidas. No podemos comprobar la veracidad de las cifras oficiales que salen de China, uno de los líderes mundiales en desinformación. Pero sí sabemos una cosa: la vigilancia es tan incompatible con la transparencia como la dictadura lo es con la democracia. Después de su traumática experiencia con el virus SARS en 2003, China creó un sistema de vigilancia de enfermedades infecciosas que conecta a los hospitales directamente con el gobierno central para activar los protocolos necesarios para evitar una epidemia. Pero no funcionó, porque el mismo régimen que lo había creado usó su otra red de vigilancia para impedir que se supiera. Los funcionarios del régimen en Wuhan no querían que Xi Jinping los responsabilizara de una nueva crisis sanitaria, y después fue el propio Xi Jinping quien no quiso que el resto del mundo lo responsabilizara a él. El sistema de vigilancia de enfermedades infecciosas post-SARS era una buena aplicación, pero estaba diseñada para otro sistema operativo.

Il·lustració © Laura Borràs Dalmau © Laura Borràs Dalmau

En democracia, el estado de emergencia está justificado cuando la amenaza es abierta, universal y existencial, y las medidas deben ser proporcionadas y estar limitadas en el tiempo. En comparación con la actuación de otros países, parece desproporcionado extender la vigilancia a toda la población porque no se sabe quién está infectado. Tampoco sabemos cuánto tiempo estaremos vigilados ni habrá forma de comprobar si hemos dejado de estarlo cuando haya acabado la cuarentena. Las autoridades que recurren a la vigilancia en momentos de crisis siempre se resisten a soltarla después. En el mejor de los casos, es un síntoma muy malo. Todas las crisis —sean sanitarias, económicas, medioambientales o políticas— son como las crisis matrimoniales: los países con democracias fuertes sobrevivirán, habiendo reforzado sus instituciones democráticas, mientras que los países con democracias débiles las destruirán.

El primer ejemplo ha sido Hungría. Viktor Orbán ha aprobado una ley que le permitirá extender indefinidamente el estado de excepción por crisis sanitaria, alargando poderes excepcionales fuera del periodo excepcional. Suspensión del Parlamento, de la libertad de prensa, de las elecciones, etcétera. Volviendo a la metáfora del matrimonio, justo es decir que nadie daba un duro por esta democracia. Unos la llamaban democracia iliberal, un término tramposo y contradictorio que no le hace favores a la democracia. Otros la cualificaron de régimen híbrido: medio democracia, medio dictadura. El propio Orbán la llamó “sistema de cooperación nacional”, un eufemismo que veremos repetirse en otros países con suertes similares. Yo la llamaba —en broma— democracia trans, porque transicionaba hacia la dictadura. Ahora es el agujero por el que la Unión Europea va a desaparecer.

Israel ha decidido usar los datos de las operadoras de forma retroactiva para controlar a los ciudadanos en cuarentena. Otra democracia cuestionable, con un territorio ocupado por ciudadanos sin derechos. Ahora está fuera de cuestión porque Netanyahu ha aprovechado la crisis sanitaria para asumir poderes de vigilancia sin control parlamentario, bloquear el Congreso y posponer su propio juicio criminal.

En el Reino Unido, el gobierno de Boris Johnson ha creado un panel de gestión del coronavirus con Google, Microsoft y Palantir para ayudar a la Seguridad Social británica a gestionar mejor los recursos. Microsoft alojará el proyecto en su nube (Azure), Google hará la gestión de datos y la interfaz la facilitará Palantir, la empresa que ayuda a la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense a cazar personas en el extranjero y al Servicio de Inmigración y Control de Aduanas a cazar inmigrantes y refugiados en Estados Unidos. Según Bloomberg, Palantir le ha ofrecido también sus servicios a Francia, Alemania, Austria y Suiza. Empresas como NSO Group o Cy4Gate, conocidas por vender tecnología invasiva a regímenes autoritarios, también han ofrecido sus servicios a las democracias europeas. No sabemos quién le ha comprado qué a quién.

La presunta anomalía alemana

La prueba diagnóstica mediante PCR (reacción en cadena de la polimerasa) analiza material del fondo de la garganta o de la nariz de la persona para detectar la presencia del material genético del virus (ARN). La secuencia genética del SARS-CoV-2 fue compartida por las autoridades chinas el 12 de enero, dos meses antes de que la OMS declarase la pandemia mundial. El hospital universitario Charité, vinculado a la Universidad Libre de Berlín y a la Universidad Humboldt de Berlín, usó la información para diseñar un test cuyo modelo publicó en su página web unos días más tarde. Cuando detectaron al primer infectado a principios de febrero, las autoridades sanitarias pudieron disponer de test en docenas de laboratorios repartidos por toda Alemania. A lo largo de abril se han realizado alrededor de 350.000 test semanales, muy por encima de la media europea.

La detección temprana del virus aumenta notablemente la supervivencia de los pacientes y descarga a los servicios de urgencia para que puedan atender también a otro tipos de víctimas, como las de accidentes de carretera o de ataques al corazón. También sirve para proteger la integridad del personal sanitario: los hospitales alemanes testan regularmente a sus médicos y enfermeras para asegurar que sus infecciones se detectan y se tratan lo más rápidamente posible. Se anunció que a finales de abril se haría un barrido de test de anticuerpos para que las personas fuera de peligro se pudieran ir incorporando a la vida laboral.

“Los test y el seguimiento de infectados fueron la estrategia que funcionó en Corea y hemos tratado de aprender de eso”, explicaba al New York Times Hendrik Streeck, director del Instituto de virología en el Hospital Universitario de Bonn, en un artículo sobre la “anomalía alemana”. No copiaron las tecnologías de vigilancia del país asiático sino su protocolo de emergencia: test, mascarillas y descentralización de la producción de material crítico. También mostraron un máximo respeto para con la inteligencia de los ciudadanos en sus comunicaciones. Desde el comienzo de la crisis, la canciller Angela Merkel ha ido informado personalmente desde su casa de las decisiones del Gobierno, ofreciendo explicaciones sencillas y exentas de contradicciones. Y su ministro de Sanidad explicó que todos deberían empezar a llevar mascarillas, tanto para protegerse a sí mismos como para proteger a los demás.

Equivocarse sin aprender

España identificó a su primer infectado a finales de enero en la isla de La Gomera. Era un turista alemán. El primer muerto fue un paciente del Hospital Arnau de Vilanova de Valencia, el 13 de febrero. El estado de alerta no llegó hasta el 14 de marzo. A finales de abril había 38.000 sanitarios infectados por trabajar sin protección. Cuando le preguntaron al ministro del Interior por qué España no empezó a comprar el material necesario cuando fueron advertidos de la gravedad de la situación, Grande-Marlaska respondió: “¿Y por qué no empezó Italia?”. Y cuando le preguntaron por qué las muertes en Alemania eran notablemente inferiores a las de España con una tasa similar de contagios, el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias Fernando Simón dijo que no lo podía explicar. Cuando hay vacíos de información, la desinformación llena rápidamente esas grietas con falsedades tranquilizadoras: Alemania miente contando muertos; no se podía saber. Y creerlas nos tranquiliza, pero también nos impide aprender de nuestros errores y mejorar nuestra penosa situación.

El mundo que encontraremos al final de esta crisis será diferente al que dejamos atrás. Es importante recordar que las crisis son oportunidades, pero no solo para la vigilancia, el autoritarismo y la desinformación. Las democracias débiles lo aprovecharán para desgastar las instituciones, anular derechos civiles y empoderar a sus gobernantes. Las democracias fuertes tomarán decisiones que empoderen a sus instituciones y a sus ciudadanos, y emprenderán la reconstrucción de una economía que ayude a gestionar la crisis climática. Los primeros recurrirán a metáforas bélicas y harán uso de la fuerza y el castigo para hacer obedecer a la población. Los segundos se ganarán la confianza de sus ciudadanos con información directa, sencilla y lógica. Pronto veremos en qué categoría estamos nosotros, si nuestra democracia saldrá reforzada de la pandemia o si emprenderá su camino hacia la autodestrucción. Es importante escuchar con atención y rechazar las contradicciones, ahora que todavía podemos. No entremos mansamente en esa nueva oscuridad.

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