Los cuidados y la economía pospandémica

Il·lustració © Margarita Castaño

Las dos últimas crisis del capitalismo, la de 2008 y la de la COVID-19, han constatado la importancia de los cuidados y la urgencia de transformar el sistema económico para no cargar toda la responsabilidad a las mujeres. En la economía pospandémica ampliar el sistema de cuidados es también una oportunidad para la inversión y la creación de puestos de trabajo.

La economía de los cuidados es un concepto relativamente nuevo que introdujo la economía feminista al principio de los años noventa del siglo XX y se difundió rápidamente dentro del feminismo. En Cataluña y en España se ha extendido durante las dos últimas décadas, más intensamente como consecuencia de la crisis de 2008 y sobre todo como resultado de la pandemia de estos dos últimos años. El contenido del concepto tiene unas raíces más profundas que es importante recordar.

Los cuidados han existido siempre como trabajo fundamental de las mujeres; sin embargo, a medida que han formado parte del mercado laboral, la problemática de este trabajo y la necesidad de resolverla se ha ido intensificando. Las primeras referencias vienen de lejos. Ya en 1934 la economista americana Margaret G. Reid publicó el libro The Economics of Household Production, en el cual argumentaba que la economía doméstica es una parte integral del sistema económico. En los años setenta del siglo xx tuvo lugar el llamado debate sobre el trabajo doméstico, primero en Europa y más tarde en los Estados Unidos, que ayudó a pensar y a discutir la importancia económica de las tareas del hogar.

Pero fue en los años ochenta que se intensificaron los debates sobre la economía doméstica, incluyendo la preocupación sobre la falta de información estadística referida al trabajo de las mujeres. Nos dimos cuenta de que las estadísticas laborales de todos los países ignoraban o subestimaban el trabajo que realizaban las mujeres, ya que las estimaciones de la tasa laboral no incluían el trabajo no remunerado —el doméstico— ni otras ocupaciones fuera de casa que no pasaban por el mercado. Había llegado la hora de revisar las estadísticas, pero los responsables todavía no se lo tomaban en serio. En el año 1987 se publicó el libro If Women Counted, de la política de Nueva Zelanda Marilyn Waring, en el cual explicaba que un aumento nacional de la producción de armas se traducía en incrementos del PIB nacional, mientras que un aumento de las horas de trabajo doméstico no contaba.

No fue hasta la Conferencia Mundial sobre la Mujer de Pekín de 1995 —convocada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU)— que se oficializó, con alcance internacional, la necesidad y la importancia de tener en cuenta el trabajo doméstico y todos los trabajos relacionados con los cuidados. Hay que remarcar que los economistas, mayoritariamente hombres, hasta entonces no se habían preocupado por estudiar las cuestiones de los cuidados y de los trabajos relacionados con los cuidados dentro de la unidad doméstica, porque las mujeres, como dijo Nancy Folbre, se ocupaban de ellos “por amor a los hijos y a la familia”.[1] No se consideraba un tema importante que los economistas tuvieran que tratar. En cambio, algunas mujeres economistas lo analizaban desde un ángulo muy diferente, como por ejemplo la misma Folbre, que definió los cuidados como “la mayor carga que llevan las mujeres y no los hombres en el terreno microeconómico y macroeconómico”. De una manera parecida, en nuestro país la economía feminista lleva años recalcando la idea de que esta carga representa la “sostenibilidad de la vida” que hace posible la reproducción social.[2]

Un problema que no tenía nombre

A medida que las mujeres se fueron introduciendo en el mercado de trabajo, en unos países antes que en otros, pero eventualmente en todo el mundo, este problema que no tenía nombre se intensificó y globalizó. También se ha hecho muy visible con las dos últimas crisis del capitalismo (la de 2008 y la de la COVID-19), que nos han hecho ver más claramente la importancia de los cuidados, sobre todo como resultado de la vivencia de la pandemia de los últimos dos años.

[1] Folbre, N., Who Pays for the Kids?: Gender and Structure of Constraint. Routledge, Nueva York, 1993.

[2] Carrasco, C., “Economía, trabajos y sostenibilidad de la vida.” En: Sostenibilidad de la vida: Aportaciones desde la economía solidaría, feminista y ecológica. Reas Euskadi, Bilbao, 2012.

Sabemos que la COVID-19 ha tenido unas consecuencias muy negativas para las mujeres en todo el mundo y ha puesto más en evidencia las desigualdades de género en cuanto a los problemas laborales. Ya en mayo de 2020, según datos de la ONU reiterados por su secretario general, se constataban los problemas siguientes: todos los tipos de violencia machista se habían intensificado en los países donde había datos; a escala mundial, las mujeres estaban realizando el 75% del trabajo doméstico, y con respecto a las que ya tenían un empleo, los datos mostraban la historia de un desastre, ya que muchas tuvieron que dejar el trabajo porque con el confinamiento no podían compaginar el trabajo de fuera de casa con el cuidado de los hijos y el trabajo doméstico. Otras mujeres se quedaron sin trabajo, sin ingresos y sin protección de ningún tipo, sobre todo las que trabajaban en la economía informal (que representa un 60% por término medio mundial) y en las jerarquías más bajas del ámbito laboral por todo el mundo. Se cerraron talleres y fábricas, y el comercio global llegó a niveles muy bajos; podemos hablar de desglobalización, recordando que la globalización había feminizado la fuerza de trabajo. Para la mayoría de las mujeres, la pérdida del trabajo implicaba que no había ninguna forma de compensación económica.

Según datos más recientes de la Unesco, un 72,4% de los niños y las niñas de 177 países han quedado afectados por los cierres de escuelas o guarderías, y se han encontrado con soluciones improvisadas, como la ayuda de abuelos y abuelas, con el riesgo de infección que eso supone. El cierre de escuelas ha producido el aislamiento de las familias, que a menudo se han encontrado solas buscando soluciones. En países como Bélgica, Croacia, Grecia, Luxemburgo, Portugal y Suiza, entre el 30% y el 37% de abuelas y entre un 24% y un 31% de abuelos se han ocupado de sus nietos durante la pandemia.[1]

Infraestructura humana

La visión tradicional de la economía ahora es criticada. Durante la pandemia, el cierre o las regulaciones en torno a escuelas y guarderías llevó a tensiones insoportables. Por ejemplo, en los Estados Unidos un informe oficial estimó que diez millones de padres —sobre todo madres— tuvieron que dejar su puesto de trabajo, con consecuencias negativas para la familia y para la economía. La Administración Biden se dio cuenta de la importancia de esta infraestructura humana y propuso un presupuesto muy generoso para los cuidados y otras necesidades familiares que el Congreso aprobó a finales de 2021 (aunque esta medida todavía se encuentra parada en el Senado). Se habían dado cuenta de que la pandemia amenazaba la reproducción social y de que las familias —y la economía— necesitaban más ayuda de la que se les daba.

Mundialmente, todos los países se han encontrado con el reto de cómo construir o transformar el sistema de cuidados para hacer frente a las necesidades urgentes de las familias, y muchos han adoptado nuevos programas de ayuda. Por ejemplo, Austria, Francia, Alemania y Holanda introdujeron un programa de servicios de cuidado de niños para trabajadoras esenciales. En Argentina se adoptó un “ingreso familiar de emergencia”, que beneficiaría a 3,6 millones de familias necesitadas. Otros países han introducido pagos para las trabajadoras del sector salud, como en el caso de Italia, o han aumentado los que estaban dando para la provisión de cuidados para personas mayores o niños.

En Cataluña y en España —como en todas partes— se está aceptando más y más que los cuidados son un factor fundamental para el funcionamiento de la economía y de nuestras vidas, tan básico como las escuelas o los hospitales. Además, factores demográficos como el envejecimiento de la población tienen un peso creciente en los cuidados. La esperanza de vida ha llegado a los 83 años para los hombres y 86 para las mujeres (y sigue aumentando). Eso implica la necesidad de ampliar los cuidados para las personas mayores, y no podemos asumir que las familias se pueden hacer cargo ellas solas. Con el incremento tan importante de la tasa de actividad femenina —desde el 35,6% en el año 1978 hasta el 74,6% en el año 2017—, la figura del ama de casa casi ha desaparecido. No podemos aceptar que los cuidados sean responsabilidad solo de las mujeres, y todavía menos con el contenido patriarcal y las desigualdades de género que comportan. Es por eso por lo que se está aceptando que los cuidados, tanto de los mayores como de los niños, tienen que ser en parte responsabilidad del Estado. Una parte ya lo son, como las del sector sanitario y el educativo, pero la pandemia ha puesto en evidencia las deficiencias del sistema, y tenemos el reto de encontrar soluciones que faciliten la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres.

Ampliar el sistema de cuidados es también una oportunidad para la inversión y la creación de puestos de trabajo en los sectores público y privado. El sector público se tiene que financiar a través del sistema fiscal y puede generar la oposición de una población que no quiere pagar tasas a pesar del aumento de la productividad. Tenemos que superar estos obstáculos con el convencimiento de la importancia del sector y con la implantación de cambios estructurales transformadores. ¿Cuáles tienen que ser estos cambios? Según un informe de la ONU, en primer lugar hace falta mantener los cuidados existentes y reducir la carga a mujeres y niñas.[2] Pero eso no es suficiente, tenemos que planificar el sector público para que tome iniciativas nuevas como resultado de la experiencia pandémica. Una segunda aproximación es la reducción de desigualdades socioeconómicas entre familias y comunidades en cuanto al acceso a los cuidados. Y, en tercer lugar, se tiene que reconocer el trabajo de cuidados como esencial y, por lo tanto, las trabajadoras del sector también como esenciales y como receptoras de protección social. Es decir, con la recuperación pospandémica, se deben dignificar los cuidados.

[1] “The Economic Fallout of COVID-19”. UN Women: Policy Brief, 15 (julio 2020).

[2] “The Economic Fallout of COVID-19”. UN Women: Policy Brief, 15 (julio 2020).

Il·lustració. © Margarita Castaño Ilustración © Margarita Castaño

La economía pospandémica

La pandemia ha sido un gran aviso para pensar las crisis y los grandes problemas con que nos enfrentamos y acelerar las soluciones. No me refiero solo a los peligros de futuros virus, sino a corregir los errores y afrontar los grandes retos que nos rodean como civilización y sistema económico: sobre todo la crisis climática, pero también los desequilibrios económicos y sociales originados por la mala distribución de bienes y riqueza, que generan heridas profundas y amenazan el equilibrio de nuestras sociedades. Teníamos la esperanza de que la economía pospandémica sería muy diferente del modelo neoliberal que se había impuesto durante las últimas décadas, pero los esfuerzos por implementar los cambios necesarios son complicados y confusos.

Muchas predicciones y especulaciones han sido esperanzadoras. Por ejemplo, Thomas Piketty ha criticado el hipercapitalismo que ha ido demasiado lejos y ha dibujado un poscapitalismo como “una nueva forma de socialismo participativo y descentralizado, federal y democrático, ecológico, mestizo y feminista”, aunque no cree que lleguemos pronto a él. Sin embargo, a medida que la realidad pospandémica va apareciendo, también hemos visto la intensificación de las tendencias negativas que nos hacen dudar. Por ejemplo, según un informe de la ONU, aunque las desigualdades en la distribución de la renta entre países y personas disminuyeron en los años noventa del siglo xx, más recientemente han crecido, y la tendencia es a intensificarse, por el aumento de las rentas más altas y la disminución relativa de las más bajas.[1] Y, aunque la distribución de la renta entre países ha mejorado, la distribución dentro de cada país ha empeorado con el predominio del sector financiero y el tecnológico dentro de la economía mundial.

Mientras tanto, los beneficios de las grandes multinacionales van creciendo, sobre todo los de las compañías tecnológicas que no pagan impuestos de manera proporcional a sus beneficios. La Comisión Europea estima que estas empresas tributan un 9,5% por el impuesto de sociedades, cuando la media para las empresas convencionales es del 23,3%. Una de las causas que lo propicia es un sistema impositivo que ha quedado obsoleto y no se adapta a la disrupción que ha significado internet. En el año 2018 las cuatro filiales de Amazon en España facturaron 490 millones de euros y pagaron 4,4 millones. Bruselas no se pone de acuerdo sobre cómo fiscalizar los beneficios de estas compañías. Jeff Bezos, el fundador y director ejecutivo de Amazon y uno de los hombres más ricos del mundo, se ha convertido en un especialista en esquivar sus obligaciones impositivas. Cuando dio el salto de los Estados Unidos a Europa, situó la sede de la empresa en Luxemburgo, un país donde a través de varios trucos legales las empresas pagan impuestos muy reducidos. Tal como ha dicho Pierre Moscovici, político francés del Partido Socialista, “nuestras normas, previas a internet, no permiten a los estados miembros tasar las compañías digitales que operan en Europa cuando no tienen presencia física ahí”. Y de momento solo Francia se ha atrevido a dar el paso de gravar específicamente las grandes tecnológicas. Lo hizo en el año 2019, después de que a finales de ese año los países miembros de la UE no se pusieron de acuerdo para aplicar una norma común. Países como Luxemburgo, Irlanda y los Países Bajos, que han hecho de sus tipos impositivos bajos una manera de atraer sedes empresariales, no han hecho nada.

El hombre económico

Desde la economía se puede dibujar un camino que hasta cierto punto ya está apareciendo en los márgenes del pensamiento económico y también en la práctica de las políticas económicas que los estados están siguiendo. La esencia del capitalismo, desde que Adam Smith formuló las ideas fundacionales, es su espíritu emprendedor basado en el hombre económico, que maximiza sus beneficios a través de la mano invisible del mercado competitivo y de este modo contribuye también a la maximización de la renta nacional. Es el mensaje que hemos ido recibiendo a través de la teoría económica que se enseña en la gran mayoría de las facultades de economía. A pesar de las múltiples crisis económicas históricas, el capitalismo nos ha llevado a un crecimiento económico sin precedentes en la historia de la humanidad, y hemos llegado a unos niveles de consumo muy altos, aunque mal repartidos entre países y entre habitantes de cada país. El neoliberalismo es la versión del capitalismo que hemos vivido durante las últimas cinco o seis décadas. Se trata de un extremo del modelo capitalista en el cual aquello económico lo ha penetrado todo, hasta el punto de aplicarse a muchas decisiones que antes se consideraban de otras esferas como, por ejemplo, las decisiones individuales sobre la educación. La globalización ha hecho que este mensaje se haya difundido, impulsado por la gran apertura de los mercados financieros, la liberalización del comercio, el aumento del consumo y el movimiento de personas, siempre apoyados por el hombre económico y el mercado de la teoría económica.

Si no estábamos convencidos, la pandemia nos ha hecho ver más claramente que este modelo ha llegado a unos niveles insostenibles. La teoría económica, desde los clásicos hasta nuestros tiempos, ha asumido que los recursos naturales están a nuestra disposición casi sin límites, sin agotarse. Pero sabemos que estos supuestos ya no son viables. La biodiversidad del planeta está disminuyendo y se ve amenazada por la extinción. Las reservas de carbón y petróleo son limitadas; sin embargo, su uso es una gran fuente de contaminación atmosférica, y tenemos que descarbonizar la producción si no queremos llegar a niveles asfixiantes de dióxido de carbono. Otros recursos naturales —como bosques, mares y océanos— están sufriendo los abusos que la humanidad les ha prodigado con el uso y el consumo excesivos. El cambio climático es cada vez más evidente, con accidentes serios producidos por el tiempo, el aumento del nivel de los mares, que invaden islas y costas y crean problemas crecientes de desplazamientos de personas. Por lo tanto, la grave crisis ecológica nos hace preguntar si la maximización de la producción y del crecimiento económico pueden ser el objetivo de la humanidad y si el hombre económico —que toma las decisiones egoístamente y sin tener en cuenta las externalidades de sus decisiones— es lo que tenemos que asumir en nuestros modelos de economía. Ya no nos podemos permitir estos supuestos con consecuencias tan catastróficas.

¿Qué modelos pueden sustituir al hombre económico en la economía pospandémica? ¿Cómo podría ser una economía poscapitalista? Los dogmas del “Washington Consensus” —que fue introducido en los años setenta del siglo xx por economistas como el premio Nobel Milton Friedman y por instituciones como el Banco Mundial y muchos otros representantes del mundo económico y político dominante— se están hundiendo, en la teoría y en la práctica. ¿Estamos entrando en un nuevo paradigma económico?

[1] UN Flagship study, 2020.

El hombre y la mujer solidarios

Constatamos, por ejemplo, que el sector público está emergiendo y da respuesta a las necesidades sociales urgentes en muchos países. También vemos que se está aceptando la idea de que las privatizaciones tan típicas del modelo neoliberal y el propio funcionamiento del mercado nos han llevado a muchos de los problemas que estamos viviendo, como el del crecimiento de la desigualdad, que parece imparable con el sistema actual. Algunos economistas como Dani Rodrik, de Harvard, se preguntan sobre las nuevas direcciones teóricas y prácticas que pueden regir un nuevo modelo económico. Otros economistas, críticos con el sistema y la enseñanza económica desde hace años, como Samuel Bowles, del Instituto de Santa Fe, ofrecen una visión alternativa del comportamiento económico. Son una parte del grupo internacional CORE, que ha publicado un libro de texto que se está utilizando en universidades anglosajonas y también en alguna española. Contrastando con la economía ortodoxa, no asumen un hombre económico egoísta y maximizando, sino personas e instituciones solidarias y con objetivos sociales que afectan sus decisiones. También incluyen relaciones de poder, como las implícitas al mercado de trabajo o las relaciones financieras.

Dentro del mismo capitalismo está surgiendo una literatura que cuestiona los objetivos exclusivamente económicos de las empresas, sin tener en cuenta objetivos sociales. Rebecca M. Henderson, profesora de Harvard y autora del libro Reimagining Capitalism, nos explica que la mayor empresa de residuos de Noruega, Norsk Gjenvinning, fue transformada por su nuevo presidente cuando decidió dejar el modelo que suponía corruptelas y un funcionamiento muy poco ecológico. No es el único caso de transformaciones de empresas dentro del sistema, aunque para cambiarlo lo tendrían que hacer todas. En Cataluña, por ejemplo, muchas empresas pequeñas actúan según los principios de la economía social y solidaria (ESS), con objetivos muy diferentes de los que se desprenden de los textos predominantes en nuestras facultades de economía. Esperamos que la mujer solidaria/el hombre solidario gane esta batalla que tenemos encima, y que los cuidados se puedan beneficiar de ella.

Publicaciones recomendadas

  • Género, desarrollo y globalización. Una visión desde la economía feministaBellaterra, 2018

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