Nuestra crisis de la democracia

Il·lustració. © Susana Blasco / Descalza

El comienzo del siglo XXI nos sitúa ante unos desafíos que obligan a las democracias a perfeccionarse. Los nuevos retos, tanto los globales como los propios de cada zona, como el sur de Europa, requieren de más y mejor democracia. Alcanzar una visión global sin homogeneizar, gestionar la complejidad y articular una nueva gobernanza multiactor son algunas de las medidas que habrá que abordar.

La idea de crisis es consustancial a la misma democracia, ha estado presente a lo largo de los tiempos. Cada generación tiene la propia y considera que es la más relevante. Esto ofrece un marco de mejora continua, en el que interrogarse constantemente qué falla en las democracias y cómo puede abordarse. Veámoslo, por tanto, como una oportunidad.

En estas líneas intentaremos dibujar los perfiles de la crisis de la democracia que nos ha tocado vivir en el sur de Europa en las primeras décadas del siglo xxi. Se trata de entender nuestros problemas, con elementos propios y con otros compartidos con crisis propias de otros tiempos o latitudes en un marco global.

El paisaje global de las democracias es profundamente inquietante. Según la organización Freedom House, las democracias llevan sufriendo durante 16 años consecutivos el declive de las libertades. Un total de 60 países sufrieron caídas durante el año 2021, mientras que solo 25 mejoraron. Actualmente, alrededor del 38% de la población mundial vive en países no libres —la proporción más alta desde 1997— y solo alrededor del 20% vive ahora en países libres. En la misma línea, el informe de Varieties of Democracy (V-Dem) 2022 indica que los avances experimentados por las democracias en los últimos 30 años están desapareciendo, que aproximadamente el 70% de la población vive en regímenes dictatoriales, y que hay señales de que la naturaleza de las autocracias está cambiando, con gobiernos que cada vez utilizan más la desinformación para conseguir que la opinión pública, interna y externa, los apoye.

Además de a las cuestiones de carácter interno de cada país, todos ellos se enfrentan a desafíos comunes. Cada momento tiene su reto, y a este no le faltan los suyos. Cualquier análisis ve en la crisis climática, en la revolución tecnológica o en los movimientos migratorios los grandes temas que se deben resolver, a los que recientemente se ha unido una nueva configuración de la escena internacional. La pasada cumbre de la OTAN, celebrada en junio en Madrid, materializó un realineamiento de bloques en una especie de segunda edición de la Guerra Fría, con el bloque occidental o aliado definiendo a Rusia como una amenaza, a China como un desafío y perdiendo influencia en el sur global. En este nuevo escenario hay que encajar los demás retos.

Si analizamos estos grandes retos globales, veremos que comparten algunas características sustanciales. Subrayaré tres: son globales, complejos y necesitan políticas multiactor. Estos tres rasgos son incómodos para las democracias actuales.

Retos globales y complejos

Las democracias liberales encuentran su estado natural en los Estados, y, cuando han de reunirse con otros regímenes en foros multilaterales, las reglas de juego que rigen no siempre son respetuosas con el mínimo exigible a las democracias. De ahí que tengan dificultades para afrontar problemas de naturaleza global.

Los desafíos ambientales son desde hace décadas el gran ejemplo de los fenómenos globales. No pueden entenderse desde otro ámbito que no sea lo global, pero la débil gobernanza de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático no permite avanzar con la velocidad y la ambición necesarias. Las democracias carecen de instrumentos para poder gestionarlo más allá de los acuerdos voluntarios siempre al albur de nuevas urgencias, como ha ocurrido con los planes de descarbonización de la energía, en buena medida en el aire tras la invasión rusa de Ucrania. La excusa fácil de “por qué mi país va a tener que asumir el coste de la transición mientras no lo haga el mundo en su conjunto” opera con demasiada facilidad.

Globales son también los movimientos de personas que huyen de sus países dejando atrás conflictos, situaciones de pobreza y escasez, y, en un buen número de casos, territorios en los que el cambio climático ha hecho imposible la vida. Pese a las dificultades para aislarlo de otros elementos de carácter económico, el cambio climático aparece ya como el primer factor de desplazamiento humano y uno de los primeros de migraciones. Tampoco en este caso existen foros de gobernanza global que, en términos democráticos, puedan abordar el desafío desde la defensa de los derechos humanos.

Global es también la revolución tecnológica, tanto en su desarrollo como en sus repercusiones sociales y en los intentos de gestionarla. Nuevamente las democracias encuentran aquí recursos escasos para gobernar la digitalización, en todas sus facetas, y hacerla compatible con los principios democráticos. La pandemia sacó a la luz un intenso debate sobre la vieja disyuntiva entre libertad y seguridad, esta vez en su versión digital, y la guerra de Ucrania está mostrando la consolidación de un nuevo espacio, el ciberespacio, como lugar en el que cada vez se libran más batallas, incluida la guerra entre Estados. Un ámbito privado que escapa con suma facilidad a cualquier intento de regulación.

En segundo lugar, estos desafíos son siempre complejos. La complejidad se manifiesta en su comprensión y en la dificultad de hacerlos entendibles más allá de los círculos de expertos. Esto remite a la necesidad de dar un nuevo papel al conocimiento en las democracias, que no consiguen articular mecanismos estables de incorporación de los conocimientos expertos (en plural) a la toma de decisiones políticas.

La crisis climática es la manifestación de problemas del modelo de desarrollo —la fiebre del planeta, suele decirse—, y por sí misma lo cambia todo. Aunque cueste entenderlo, no supone tanto un problema para el planeta, que dispone de múltiples mecanismos de regeneración y respuesta, como para los seres vivos que lo habitamos. El cambio del clima va más allá de un incremento de las temperaturas. Se manifiesta en una enorme variabilidad de estas con fenómenos encadenados que en buena medida desconocemos. De ahí que la ciencia advierta, con razón, que entramos en terreno inexplorado.

En relación con lo anterior, los movimientos migratorios encierran cada vez más factores que hay que tener en cuenta, y su gestión se hace más compleja por el contexto de fondo. Por poner un ejemplo, el debate sobre el reconocimiento de la figura de refugiado climático choca con el temor a abrir la Convención de Ginebra por la posibilidad, dada la correlación de fuerzas actuales, de estrechar la protección en lugar de ensancharla. Además, los países desarrollados carecen de políticas migratorias capaces de abordar el desafío desde la defensa de la democracia y los derechos humanos, lo que los hace incurrir en muchas ocasiones en contradicciones que una democracia no debería aceptar. La muerte de una veintena de migrantes (aproximadamente, puesto que hay cifras distintas según las fuentes) el pasado 24 de junio cuando intentaban saltar la valla de Melilla a manos de la policía marroquí supone un duro varapalo a la superioridad moral democrática.

Algo similar ocurre con la revolución digital. Aunque la ciencia ficción ha trabajado profusamente en crear escenarios ya no tan lejanos, las repercusiones en el ámbito de lo psicológico, las relaciones sociales, las transformaciones económicas y los riesgos políticos apenas han comenzado a aparecer. Las primeras investigaciones, por ejemplo, sobre la proliferación de redes sociales, echan por tierra algunos de los temores que sobre ellas se vertían, como la menor sociabilidad de sus usuarios, y hace emerger otros, como la creación de burbujas cada vez más autorreferenciales.

La necesidad de políticas multiactor

Los tres retos tomados como ejemplo necesitan, para ser gestionados con éxito, de políticas multiactor. O lo que es lo mismo, asumir que ningún actor por sí solo puede afrontarlos y que se necesitan espacios de creación de políticas con disciplinas y sectores trabajando conjuntamente en un enfoque transdisciplinar.

La transición ecológica no se hace a golpe de BOE ni podrían hacerla solo los fondos de inversión —conscientes como son del riesgo financiero en que incurren en la actual situación—, ni las sociedades a fuerza de voluntarismo y cambio de comportamiento. La transición ecológica necesita dirección política —pocas cuestiones más ideológicas que esta existen hoy—, trabajo regulatorio que cree incentivos, inversiones y desarrollo de productos, la aceptación social del desafío y un ingente trabajo de conocimiento transdisciplinar a su servicio.

Los movimientos migratorios tampoco se van a acabar levantando vallas. Es necesario plantear políticas de inversión en los países de origen, una adecuada gestión de las fronteras, pero también el concurso de las empresas en la garantía de respeto a los derechos y la formación, y por supuesto una actitud de acogida de las sociedades muy alejada del miedo y la amenaza con que en ocasiones se entienden los movimientos migratorios.

De igual manera, la revolución digital, con todo el poder transformador que alberga, no puede dejarse en manos de tecnólogos y empresas tecnológicas. Sin ellas nada sería posible, pero el papel de la política debe ser reivindicado a la hora de establecer reglas en un nuevo espacio, privado, en el que cada vez se desarrollan más actividades de carácter público, el ciberespacio. Las dificultades, como muestra la Declaración de principios y derechos digitales, no son pocas. Las sociedades necesitan comprender la magnitud del cambio e ir adquiriendo seguridad.

La crisis en el Sur

En este contexto, en el sur de Europa se dan elementos que, aunque se compartan también con otros países europeos, han adquirido en el área meridional una especial importancia: la desconfianza e insatisfacción con la política, el populismo, la crisis de intermediación y el incremento de la desigualdad.

No caben en estas páginas las consideraciones de carácter histórico, económico y político que comparten todos o casi todos estos países, pero es evidente que una estructura económica muy orientada al sector servicios, o el acceso tardío a la democracia de Portugal, España y Grecia, así como su carácter de frontera sur de Europa, dibujan un escenario propio y común.

En primer lugar, las democracias del sur de Europa adolecen de un grave problema de confianza en la política. Según el Eurobarómetro, los países de esa zona están entre los que tienen menor tasa de satisfacción con la democracia, después de los países del Este. Al mismo tiempo, se sitúan también entre quienes menos confían en la Unión Europea (UE) y quienes menos satisfechos se encuentran con la democracia de la UE.

En el caso español, si se suman todas las opciones relacionadas con la política como problema en los estudios del CIS, se verá cómo, desde al menos principios de 2021, la política aparece como la primera preocupación, por delante de los temas económicos.

La desconfianza, previa a la crisis del 2008, encuentra en esta su gran acelerador y no ha dejado de crecer desde ese momento. La política, al menos en el plano declarativo, ya no es percibida como algo útil para resolver las dificultades comunes. No obstante, cuando surgen grandes problemas como la pandemia, la ciudadanía mira a la política buscando respuestas e indicaciones de qué hacer, lo que invita a relativizar un tanto lo que luego se declara en los estudios de opinión.

La crisis de la democracia no es solo la de las instituciones. Es también la de los entes de intermediación. Partidos políticos y medios de comunicación son algunos de los principales afectados. De ellos dice Sánchez-Cuenca (2022): “El problema se concentra en estos dos actores, partidos y medios, y no tanto en el régimen democrático. De hecho, en el terreno de las ideas no han surgido alternativas a la democracia”.

Il·lustració. © Susana Blasco / Descalza Ilustración. © Susana Blasco / Descalza

En efecto, si se observa la confianza que la ciudadanía tiene en los partidos políticos, los países del sur de Europa vuelven a aparecen en la parte baja de la tabla, acompañados de algunos de los países del Este y del Báltico, y muy alejados de Holanda, Dinamarca, Suecia, Alemania o Finlandia.

En cuanto a la confianza en los medios de comunicación, varios estudios[1] muestran cómo en los países del sur la ciudadanía cree menos en los medios de comunicación, y además la confianza ha ido descendiendo en los últimos años por debajo de la media europea, aunque con mejores datos en el caso de Portugal.

A excepción de Portugal, el mapa de Europa muestra todo el sur como la zona con mayor desigualdad, según el índice de Gini, desigualdad que se ha visto incrementada por la pandemia y que dificulta las medidas que se deben tomar para paliar sus consecuencias.

Cuánta desigualdad es capaz de soportar la democracia es ya una pregunta habitual, pero es uno de los motivos de descontento y tensiones sociales. La desigualdad económica, además, es la base sobre la que operan otras desigualdades como la de género o la territorial, que van acumulando agravios y motivos de insatisfacción. Las democracias del sur de Europa tienen aquí otro motivo de preocupación.

Incremento del populismo

Aunque no es exclusivo del sur de Europa, los populismos han irrumpido con fuerza en una clara impugnación de las democracias liberales. La disyuntiva nosotros versus ellos, la preferencia por la democracia directa en detrimento de la intermediación, el repliegue hacia el Estado nación como elemento de rechazo a esta globalización y una cultura política anclada en las emociones son elementos que encuentran eco en quienes han dejado de creer en las democracias liberales occidentales. En definitiva, su respuesta se basa en la crítica a las élites y la noción de pueblo como algo homogéneo ajeno al pluralismo.

Hay quien ve en la aparición del populismo un síntoma de los problemas descritos anteriormente y quienes apuntan que supone mucho más. No obstante, conviene entender que el populismo como paradigma alberga en su seno opciones políticas muy distintas, de carácter progresista unas y reaccionarias otras. Como aspecto clave, el elemento excluyente de las segundas. Tanto Grecia como Italia, España y, en menor medida, Portugal han vivido un momento populista en las primeras décadas del siglo xxi.

Hay quien pone en duda la capacidad de las fuerzas populistas de ultraderecha para destruir o limitar la democracia. En efecto, en muchos casos la llegada a los gobiernos de estos partidos ha mostrado que las instituciones y las reglas democráticas perimetran un terreno de juego del que no es tan fácil salir, para frustración de quienes así lo desean. Sin embargo, conviene no despreciar la capacidad que tienen de violentar los valores de convivencia democrática, de romper consensos ya consolidados o de impedir avanzar en nuevos acuerdos que permitan abordar los nuevos retos.

En definitiva, cada tiempo tiene su crisis de la democracia, y la actual no es menor. Cada tiempo tiene su crisis, y a nosotros y nosotras nos ha tocado esta. El comienzo del siglo xxi nos sitúa ante unos desafíos que obligan a las democracias a perfeccionarse o a entrar en zona de riesgo. Los nuevos desafíos, tanto los que tienen naturaleza global como los que son propios —aunque no exclusivos— de algunas zonas, como puede ser el sur de Europa, requieren de más y mejor democracia.

Alcanzar una visión global sin que suponga homogeneizar, ser capaz de gestionar la complejidad y articular una nueva gobernanza multiactor son algunas de las medidas que habrá que abordar para poder hacer frente a la crisis climática, gobernar la revolución tecnológica o gestionar los movimientos migratorios, entre otros. En este contexto, además, las democracias del sur de Europa, aunque no son las únicas, sufren problemas que dificultan su éxito.

La desafección de la política, la crisis de desintermediación (que apunta a mucho más que el sistema político, como bien supieron ver los indignados que llenaron las plazas en 2011), el incremento de la desigualdad y la aparición con fuerza de opciones populistas son problemas que se suman a los anteriores, y sin cuya resolución será muy difícil que las democracias salgan airosas de los nuevos retos. Es nuestra crisis y nos toca gestionarla, como otros y otras lo hicieron antes con la suya, y, sin duda, otros y otras lo harán después con la próxima que llegue.

 

Referencias bibliográficas

Sánchez-Cuenca, I. El desorden político. Democracias sin intermediación. Madrid, Catarata, 2022.

Innerarity, D. La sociedad del desconocimiento. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2022.

Fishman, R. M. Práctica democrática e inclusión. Madrid, Catarata, 2021.

[1] Entre otros, se puede consultar este estudio de Pew Research Center: http://ow.ly/NtzY50JOhrF.

Publicaciones recomendadas

  • Tras la indignación. El 15M: miradas desde el presenteDiversos autors. Gedisa, 2021
  • Hackear la políticaCristina Monge i Raúl Oliván. Gedisa, 2019

El boletín

Suscríbete a nuestro boletín para estar informado de las novedades de Barcelona Metròpolis