Otra forma de ciudad

Il·lustració. © Susana Blasco / Descalza

La ciudad actual ha dejado de ofrecer las condiciones de vida necesarias a la mayoría de sus habitantes, como consecuencia de un modelo pensado para que la persona sea productiva, pero que invisibiliza las prácticas de cuidado. Para transformar nuestras ciudades, es vital cambiar el lugar donde estas se realizan: la casa. Por ello, debemos entender la arquitectura como una plataforma para la vida, que permita configurar espacios de relaciones.

En mayo de 2020 recibí una solicitud de un breve texto que respondía a la pregunta ¿Cuál será la ciudad poscovid? Después de poco más de un mes de confinamiento, este interrogante surgía no porque se pudieran ni siquiera imaginar los impactos de ese proceso que apenas comenzaba, sino porque llevamos décadas sabiendo que la ciudad actual había dejado de ofrecer las condiciones necesarias para la vida de la mayoría de sus habitantes. Esto no es algo que haya determinado la pandemia, existía ya como consecuencia de la aceleración brutal del modelo de producción actual. Pero este no es su único fallo: sabemos también que la ciudad es, en gran medida, la causante de la crisis medioambiental.

Como explica Elisa Iturbe en su ensayo introductorio en el número 47 de la revista Log que ella misma edita, para esta crisis hemos buscado soluciones desde una perspectiva muy limitada, acotando el problema a las emisiones de carbono que se producen por la forma en la que la ciudad se construye físicamente y por cómo se usa. En cambio, no hemos sido capaces de racionalizar que la ciudad tiene forma de “carbono”[1], es decir, no solo su construcción se desarrolla emitiendo altos índices a la atmósfera, sino que su propia forma está integralmente ligada a la explotación de carbono.

En otro ensayo del mismo número, Maria Shéhérazade Giudici i Pier Vittorio Aureli describen de manera clara que la ciudad actual debe resolver las formas de utilización de la energía y eliminar el uso de las procedentes de fósiles de carbono. No obstante, para poder tener una ciudad distinta, tendremos que encontrar nuevas formas de relacionarnos[2].

La era del consumismo en la que nos encontramos ha agravado los mismos problemas que el modernismo intentó abordar para alcanzar un futuro democrático. Vivimos en las ciudades porque son lugares de producción, intercambio, conocimiento y cultura, pero, sobre todo, porque como humanos dependemos de la colectividad y el intercambio para sobrevivir, es decir, necesitamos del otro para existir. La ciudad ha fallado social y ambientalmente, pero, sobre todo, falla de manera radical cuando no puede ofrecernos esos espacios para encontrarnos con el otro. Ante esta falta, los humanos hemos sustituido al otro por el capital, y es ahí donde se produce la fricción fundamental. Hoy vivimos en una ciudad que necesita que produzcamos para existir, pero tenemos que entender que necesitamos existir para producir.

¿Cuáles son entonces los espacios para encontrarnos o para sostener la existencia humana? ¿Dónde y cómo podemos vivir si la ciudad está completamente rendida a la producción como medio para la existencia? ¿Cuál es la forma de esta ciudad?

El modernismo centró sus esfuerzos en encontrar los caminos para la igualdad y la democracia en la equidad. Hoy el mayor reto es conseguir la igualdad y la democracia en la ciudad, respetando la diversidad de cada habitante, sin destruir el planeta.

El ejercicio de imaginar una ciudad diferente no puede hacerse sin hablar de la existencia, y para ello necesitamos hablar de cuidados: los de nuestro cuerpo y del de los otros. Sin ello, no habrá igualdad, ni democracia ni ciudad. La dinámica actual promueve que los individuos sean actores que se centren en sus prácticas laborales para mantenerse, siendo sus ingresos ficticiamente proporcionales a su trabajo. Existen claras divisiones entre los espacios de trabajo, ocio, recreo y descanso. Estas actividades, en realidad, están unidas por las acciones infravaloradas del cuidado.

La práctica del cuidado es vulnerable. Frecuentemente es ignorado en relación con las prácticas laborales productivas y en la economía. Es el trabajo invisible que se lleva a cabo en los hogares, como el cuidado de los niños o el mantenimiento del hogar. Estas actividades suelen ser llevadas a cabo por personas privadas de derechos o menospreciadas históricamente en el desarrollo político o urbano. Pero el cuidado también considera a los seres humanos como interdependientes. No elimina la agenda ni las opciones personales, sino que propone una visión alternativa de la existencia a través de redes de apoyo e intercambios.

Hoy las prácticas de cuidado se invisibilizan en la casa. Planteada como el modelo contrario al trabajo, “el lugar de descanso”, el hogar, esconde estas labores y, con ello, la discriminación determina, o permite, que el modelo actual económico subsista. En palabras de Silvia Federici, “la revolución en el punto cero es, por lo tanto, la revolución del espacio más vital para la posibilidad de nuestra existencia: la casa, sabiendo, además, que los lugares donde vivimos son los que constituyen la mayor parte del entorno construido (70%)[3].

En términos espaciales, parafraseando a Dolores Hayden, la revolución doméstica debe reconocerse como vital para transformar la ciudad. El ámbito de los cuidados debe ser entonces el eje del trabajo, el espacio que sostiene al cuerpo para existir. Y hay que tener en cuenta que esta revolución no se puede hacer de forma individual, teniendo en consideración, además, que cada ser humano entiende la forma de habitar este planeta de modo diferente. La arquitectura está ahí y puede comprometerse a crear formas espaciales que dejen de responder a la forma actual en la que los espacios están pensados para que el ser humano sea productivo, y que impulsen aquellos que fortalecen y sostienen la existencia.

Hemos reducido a “techo y comida” la idea de la necesidad mínima de un cuerpo para poder existir. Ciertamente, son dos cosas fundamentales, pero una losa encima de la cabeza y contar con alimentos no cubren la necesidad de protegerse y nutrirse. El cuerpo también necesita las emociones y los rituales que le permiten absorber esos elementos para sostenerlo.

Los espacios de hoy están lejos de permitir que las emociones o los rituales nos protejan y alimenten, pero, sobre todo, han dejado de facilitar que entre nosotros formemos redes para cuidar de la existencia. Es así que me permito pensar que la arquitectura necesita entender cómo volverse una plataforma para la vida, que permita a cada persona determinar su propia forma de habitar y de relacionarse con el otro.

Nota

Parte de este texto de la misma autora fue publicado con el título “Stadt der Fürsorge” en la revista Die Architekt (febrero de 2022).

[1] Iturbe, El. “Architecture and the Death of Carbon Modernity”. Log 47: Overcoming Carbon Form, n.d.

[2] Aureli, P. V., y Giudici, M. S. “Islands: The settlement from property to care”. Log 47 Overcoming carbon form, Anyone Corporation, USA, 2019, pp. 175.

[3] Federici, S. Revolution at Point Zero: Housework, Reproduction, and Feminist Struggle. PM PR, 2020.

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