¿Por qué hay que cambiar el modelo de atención a la dependencia?

Il·lustració. © Margarita Castaño

Los déficits de la atención a la dependencia ya vienen de lejos y la pandemia solo los ha amplificado. Ante la escasez de servicios públicos, la opción más extendida es la contratación de trabajadoras del hogar. Las residencias, la segunda opción, se han convertido en un negocio muy lucrativo. Garantizar un envejecimiento digno exige cambiar el modelo actual.

La pandemia ha sido especialmente cruel con las personas que habitan las residencias para personas mayores o con discapacidad. A principios del año 2022, en España habían muerto 35.418 personas por COVID-19 o síntomas compatibles.[1] Es un 38,6% del total de muertos por causa del virus, una proporción muy elevada, pero que todavía lo fue más en los primeros meses de la pandemia, momento en que llegó a ser de un 72%. Las residencias se convirtieron en el epicentro de una crisis sanitaria y social sin precedentes. Factores sociales, políticos y culturales que dan poco valor al cuidado social, especialmente el relacionado con las personas mayores y con discapacidad, explican la relegación que al principio de la pandemia sufrieron las residencias y, en general, el sector del cuidado social, tanto desde el punto de vista epidemiológico como político.[2] Pero lo que aquí queremos destacar es que los déficits del modelo de atención en la dependencia ya venían de lejos; la crisis del coronavirus los ha amplificado y nos los ha hecho ver de una forma nítida, tal y como hemos podido comprobar en la investigación que hemos realizado sobre este tema y sobre la cual se basa este artículo.[3]

La atención a las personas en situación de dependencia se fundamenta en la familia como pilar básico y en las mujeres como cuidadoras principales. Las políticas públicas en este terreno llegan más tarde que las otras políticas sociales, generan menos derechos y, además, en el caso de los países mediterráneos, se acompañan de una fuerte tolerancia del trabajo sumergido y la precariedad laboral. En España, la Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de promoción de la autonomía personal y atención a las personas en situación de dependencia empezó a implementarse en el año 2007, cuando empezaba una importante crisis económica y una fuerte reducción del gasto público, lo que condicionó su escaso desarrollo. Se privilegiaron las prestaciones económicas, la concertación de plazas residenciales y la gestión privada de los servicios. La atención domiciliaria, que tendría que permitir que una persona con necesidades de atención pueda permanecer en el hogar, ha resultado del todo insuficiente.

Trabajadoras del hogar como cuidadoras

Ante el escaso apoyo público para cuidar, la opción más seguida por las familias es la contratación de trabajadoras del hogar como cuidadoras. Eso configura una arquitectura del cuidado fuertemente estratificada, basada en el sacrificio de las mujeres de la familia y en el trabajo de mujeres migradas con unas condiciones laborales muy precarias. Además, las familias más pobres no pueden disponer de los recursos que proporciona el mercado para cuidar, y a menudo las mujeres tienen que reducir o abandonar su trabajo para poder atender las necesidades existentes. Las desigualdades de género y las desigualdades sociales sustentan el actual modelo de organización social del cuidado.

Cuando las familias se plantean ingresar a su familiar en una residencia, es porque resulta ya prácticamente imposible poder atenderlo en el hogar, y empieza entonces un difícil itinerario para acceder a dicha residencia. No es complicado si se trata de una plaza privada, pero sí lo es cuando es pública. Antes de la pandemia, la lista de espera en Barcelona, por ejemplo, podía ser de tres, cuatro o cinco años. Y eso genera inevitablemente un proceso de selección social. Quien no tiene dinero tiene que esperar años, con lo que eso supone para unas familias agotadas y al límite de sus fuerzas. También está la opción de ocupar, mientras se espera el turno, una plaza privada, pero entonces se tiene que poder pagar. También se puede solicitar una prestación vinculada a servicio (PEV), pero para disponer de los 400 a los 700 euros de esta prestación se tienen que poder pagar los 1.500 o 2.000 que quedan para cubrir el coste de la plaza residencial, y eso no lo puede hacer todo el mundo. Por eso decía que hay una selección social que las propias políticas públicas sustentan.

[2] Daly, M., “Covid-19 and care homes in England: What happened and why”. Social Policy & Administration, 54 (7): 281-298 (2020). 

[3] Comas-d’Argemir, D., y Bofill-Poch, S., “El cuidado importa: Impacto de género en las cuidadoras de mayores y dependientes en tiempos de la COVID-19”. Fondo Supera Covid-19 Santander-CSIC-CRUE (2021). 

Quedan lejos los años en los que había asilos que acogían a personas necesitadas, con un marcado acento asistencial y estigmatizados por esta razón. El gran cambio se produjo durante la década de los ochenta del siglo pasado, cuando se aceptó que las personas mayores (y no tan solo las desamparadas) tenían derecho a ser asistidas. Entidades locales y comunidades autónomas empezaron a construir centros residenciales, aunque de forma muy limitada, lo que propició la expansión de las empresas privadas. En la ciudad de Barcelona en el año 1966 solo había 18 residencias y ninguna de ellas era privada mercantil: 4 eran públicas y 14 eran sin ánimo de lucro, la mayoría de órdenes religiosas.[1] En el año 2019 el número de residencias ascendía a 241, con un fuerte predominio de las privadas mercantiles (78,4%), que se corresponde con una escasa presencia de empresas sin ánimo de lucro (11,2%) y de titularidad pública (10,4%).[2] Si a ello añadimos que buena parte de las residencias públicas han externalizado su gestión, entonces podemos decir que el sector privado mercantil controla el 90% de las plazas residenciales en la ciudad, buena parte de las cuales son pagadas con dinero público mediante la concertación de plazas.

La aprobación de la Ley de dependencia en el año 2006 supuso un cambio importante respecto a la situación previa. Hasta entonces predominaban los “hogares residencias”, como se llaman en Cataluña, donde, junto con personas que requerían atención, había muchas activas que las acompañaban o que no querían vivir solas. Se multiplicaron las residencias asistidas, y el incremento de la inversión pública atrajo grandes empresas y fondos de inversión. También cambió el perfil de las personas residentes, ya que las plazas públicas que concierta la Administración son para atender a personas con el grado 2 o 3 de dependencia. Como resultado, las personas que actualmente viven en una residencia tienen una edad muy avanzada, ya que el 80,4% tiene más de 80 años, y la inmensa mayoría (un 80% también) son mujeres.[3]

[1] Barenys, M. P., “Las residencias de ancianos y su significado sociológico”. Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 53: 121-135 (1992).

[3] Imserso, “Servicios sociales para personas mayores en España. Enero 2002”. Boletín sobre Envejecimiento: Perfiles y Tendencias, 8 (2002). 

Il·lustració. © Margarita Castaño Illustration. © Margarita Castaño

Un negocio muy lucrativo

Las residencias han pasado a convertirse en un negocio que puede ser muy lucrativo. Es bien explícito, en relación con eso, el llamamiento que hace al grupo Vitalitas en su web para captar a inversores: “Llámenos y le asesoraremos sobre lo rentable que puede resultar invertir en uno negocio que, con el aumento de la esperanza de vida, está creciendo, al tiempo que se hace más sólido”. Mientras que en los años noventa del siglo xx crecieron las grandes empresas provenientes del sector sanitario, actualmente el protagonismo lo tienen las empresas multinacionales dedicadas a actividades muy diversas. Es cierto que el sector privado es muy heterogéneo, pero la tendencia es que se van imponiendo las grandes empresas. Llama la atención, en todo caso, la irrupción de fondos de inversión en el sector, que no tienen precisamente un ánimo caritativo. “Nuestra estrategia es hacer crecer nuestras actividades especializadas para ofrecer un valor accionarial mayor”: así define su actividad el fondo de inversión Intermediate Capital Group, donde se incluye la empresa DomusVi, que controla miles de plazas en España y Cataluña. Y es muy significativo que estos grupos hayan empezado a entrar también en los servicios de atención domiciliaria, donde se prevé un fuerte incremento en recursos. Este fenómeno no es exclusivo de España, pero sí es específico de este país, ya que como hace unos años se impulsó la adquisición de la vivienda, hay muchas personas mayores que tienen su domicilio en propiedad, lo que permite disponer de este patrimonio para sufragar los costes de la dependencia. No es extraño que los fondos de inversión vean en las residencias y los servicios de atención domiciliaria una oportunidad de negocio o, mejor dicho, de lucro. Es muy significativo también que no pase lo mismo con las residencias para personas con discapacidad, donde no se encuentran las condiciones estructurales que permiten hacer ganancias importantes. En el caso de Barcelona, por ejemplo, hay 20 residencias para personas con discapacidad y 7 son públicas. Todas las empresas que las gestionan, 13 privadas y 5 del sector público, son sin ánimo de lucro.

¿Hasta qué punto esta presencia del sector privado claramente lucrativo incide en la calidad de los servicios? La directora de una residencia nos lo decía muy gráficamente: “Los salarios lo sufren: se desploman”. Y podemos añadir que no se contrata al personal necesario para dar un buen servicio, y la alimentación y los materiales de uso cotidiano se resienten de este hecho. Hemos comprobado que en algunas residencias la atención a las personas mayores se presta al estilo del trabajo en cadena. “Es como una fábrica”, “Tratamos a las personas como si fueran manufacturas”, son expresiones de trabajadoras que se quejan de la falta de tiempo para cuidar de forma adecuada. Las residencias tienen actualmente un carácter fuertemente institucionalizador, de acuerdo con lo cual la persona se tiene que adaptar a la normativa y los ritmos marcados en el centro. La pandemia ha exacerbado los mecanismos de exclusión social que han sufrido las personas mayores por el hecho de vivir en un centro residencial.

La crisis sanitaria ha revelado la necesidad urgente de revisar en profundidad el modelo de atención en la dependencia, que se ha mostrado insatisfactorio y con graves carencias. El modelo residencial y de atención domiciliaria actual está pensado desde las necesidades de la gestión y la organización de las empresas prestamistas de servicios y poco centrado en la persona. Envejecer no tiene que significar perder la capacidad de decidir sobre nuestra vida. Preguntémonos cómo nos gustaría envejecer y quizás encontraremos las claves para construir un nuevo modelo de atención. Eso nos interpela, además, sobre el valor que damos a las personas mayores en nuestra sociedad.

Los dos grandes ejes de transformación son reforzar la atención domiciliaria y reducir la institucionalización. Eso requiere un cambio cultural, innovar y apostar por un modelo de atención que garantice un envejecimiento digno. Ser cuidado es un derecho y no un capricho, y se tiene que garantizar desde el sistema público-comunitario. Sacar adelante estas propuestas depende de decisión política y compromiso social. Y ahora es el momento de impulsar estos cambios.

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  • Trabajo, género, cultura. La construcción de desigualdades entre hombres y mujeresIcaria, 1995

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