Reconocer y gestionar los conflictos

En los últimos años hemos visto aparecer nuevas formas de protesta que, a menudo, han derivado en violencia callejera. Son estallidos de naturaleza diversa que han acabado en altercados, enfrentamientos con la policía y destrozos en el mobiliario urbano. Barcelona ha sido recientemente escenario de este tipo de violencia urbana, como antes lo fueron Génova, Seattle, Praga, París, Londres, Burgos o Estocolmo. 

En el impulso de estas protestas súbitas, altamente expresivas y con un componente mediático muy acusado, encontramos movimientos que luchan por viejas causas como la independencia de Cataluña, el antifascismo o la libertad de expresión, pero también nuevos colectivos sociales que actúan espontáneamente movidos por la rabia o por una angustia que los lleva a utilizar el enfrentamiento como herramienta para reclamar atención y sacudir el orden establecido.

No hay violencia sin causa, aunque a veces cueste identificarla. En el trasfondo de estas manifestaciones hay varios motivos y formas de expresar el enfado, pero a menudo aflora también un malestar latente que tiene que ver con las desigualdades crecientes, la rotura del estado del bienestar y los cambios económicos y laborales que dejan una parte importante de la población a la intemperie. Los protagonistas suelen ser jóvenes, pero no siempre es así, como se ha constatado en el movimiento de los Chalecos Amarillos en Francia, en que intervinieron personas de todas las edades que nunca se hubiesen imaginado a sí mismas enfrentándose a la policía. Que algunos jóvenes hayan interiorizado que sin violencia no se les hace tanto caso nos debería mover a una reflexión profunda sobre la eficacia de los actuales mecanismos de participación democrática.

Más que un desafío al orden establecido, tenemos que ver estas protestas como el síntoma de un malestar social y de unos conflictos que hay que gestionar. La ciudad reúne en un mismo espacio anhelos e intereses contrapuestos, y a menudo también es el escenario donde se gestan y se anticipan las contradicciones del futuro. El conflicto no es necesariamente negativo, pero se tiene que saber canalizar y, sobre todo, se debe evitar que se exprese de forma violenta. No se puede banalizar ni justificar de ningún modo la violencia, pero tampoco se debe criminalizar la protesta. Una buena política de seguridad es aquella que atiende a las causas del conflicto y orienta su gestión a fortalecer la cohesión social y la participación ciudadana.

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