Roberto Esposito: de lo impolítico a lo impersonal

Il·lustració. Retrat de Roberto Esposito © Guillem Cifré

Según Esposito, lo impolítico supone que no hay otra realidad que la del poder, sin que esto lleve a una apología o a una condena del mismo, sino a asumir el conflicto como la única realidad de la política. Por otra parte, contrapone lo impersonal y la persona viviente como una posible salida para distinguir entre una vida valiosa y otra de menos valor.

La trayectoria intelectual de Roberto Esposito se inicia a edad muy temprana, con la publicación de dos libros, uno sobre las neovanguardias italianas y otro sobre Vico y Rousseau, ambos de 1976. Ya en 1980 su obra incluye referencias a Maquiavelo, autor central para Esposito. Justamente el título de la revista Il Centauro (1981-1986) remitía a una figura central en el pensamiento florentino. En esta revista, que tendrá una importancia crucial en el mundo intelectual italiano, Esposito irá elaborando un pensamiento y un recorrido que sistematizará en Categorías de lo impolítico (1988), libro que marca un punto de inflexión en su trayectoria.

La noción de lo impolítico había sido elaborada por Cacciari en un artículo de 1978 titulado Lo impolítico nietzscheano y aparecía en un momento de rearticulación de la relación entre la filosofía y la política, entre los intelectuales y los partidos políticos. Este proceso fue especialmente marcado en Italia, donde la subordinación de la intelectualidad al Partido Comunista Italiano (PCI) había sido muy fuerte hasta los años 70, a partir de los cuales empezaron a surgir distintas corrientes de pensamiento que rompieron con el PCI, como por ejemplo el pensamiento débil de Vattimo, el pensamiento negativo de Cacciari, el operaísmo de Tronti y de Negri. En esa época declina definitivamente la figura del intelectual orgánico y comienza un proceso de revisión crítica de los conceptos y supuestos con los que se había pensado la política.

En este marco, lo impolítico surgió como un modo realista de mirar a lo político desde sus márgenes, que partía del diagnóstico de que las categorías políticas de la modernidad estaban agotadas y que por ello era necesaria una deconstrucción de ellas, similar a la operada por Heidegger con la metafísica, hasta encontrar un lenguaje alternativo capaz de dar cuenta de nuestro presente.

Lo impolítico implica así una fuerte crítica tanto a la filosofía política como a la política filosófica y, más decisivamente, a toda forma de teología política, sea la cristiana, que intenta conectar lo político a un bien o valor o extraer el bien dialécticamente del mal, o aquella funcional-moderna que va de Hobbes a El concepto de lo político de Schmitt, que encuentra en la distinción amigo-enemigo el criterio distintivo de lo político. Estos últimos serán –junto al sujeto cartesiano– los grandes ídolos negativos de Esposito. En cuanto al filósofo alemán, lo impolítico asume plenamente sus diagnósticos, pero les cambia el signo. En relación con Hobbes, su sacrificio de la comunidad originaria del Estado de naturaleza a favor del Orden soberano estará en el centro de toda su reflexión posterior, que gira en torno al paradigma de inmunización. En Categorías de lo impolítico, la crítica a Hobbes –y a la filosofía política moderna tout court– se centra en su teoría de la representación, que para Esposito es siempre del Orden, mientras que la política, el conflicto y la pluralidad de la existencia –como lo impolítico mismo– es lo irrepresentable. La totalidad de la filosofía moderna, de Hobbes a Hegel, se mueve en la dirección en que “el cumplimiento de la subjetividad es posible solo por el sacrificio de su inmediatez natural”, por una alienación a favor del estado en el cual “el derecho de los individuos pueda realizarse solo en forma de un poder absoluto destinado a dominarlos” (Confines de lo político, p. 24-25).

Il·lustració. Retrat de Roberto Esposito © Guillem Cifré Roberto Esposito © Guillem Cifré

Lo impolítico asume que lo político no puede constituir un valor ni valer como tal, como presupone toda teología política. Sostiene que no hay otra realidad que la del poder, pero ello no debe llevar ni a una apología ni a una condena del mismo, sino a asumir el conflicto como única realidad de la política. Lo impolítico no defiende ni la ley del poder ni el poder de la ley. En este sentido, impolítico comprendería todo el gran realismo político desde Pablo y Agustín a Maquiavelo, Canetti, Simone Weil, H. Broch, la última Arendt, etc. Con la ayuda de estos autores, cuya actitud tiene en común la búsqueda “problemática y radical de una ‘tercera vía’ que escapa a la repraesentatio teologicopolítica sin ceder, por otro lado, a la despolitización moderna” (Confines de lo político, p. 33), Esposito lleva a cabo una deconstrucción de las categorías políticas modernas que la filosofía política, la historia de las ideas y la Begriffsgeschichte habían atacado siempre frontalmente. Esposito, en cambio, busca mostrar sus costados impensados partiendo de Weil, quien denunciaba que, si abrimos las categorías políticas modernas, en su centro hallamos el vacío (Weil, en Esposito, Oltre la politica, 1996).

Por otro lado, si la filosofía había buscado educar a la política o realizarse políticamente, lo impolítico rompe el lazo entre ambos términos y hace lugar al pensamiento. A pesar de que el filósofo ya no debía ejercer de consejero del príncipe ni de ingeniero político, lo impolítico no se proponía ofrecer soluciones políticas, sino mostrar precisamente la aporía de los conceptos políticos. No obstante, adoptar una perspectiva impolítica no implica retirarse hacia un espacio externo a lo político, ya que tal perspectiva sostiene la inexistencia de tal espacio (Confines de lo político, p. 17). Así, lo impolítico no es ni apolítico ni antipolítico, sino un modo deconstructivo de mirar a lo político.

Por otra parte, ya en Categorías de lo impolítico, Esposito apunta lo que será su posterior deconstrucción de la noción de comunidad. El punto de partida es la idea batailleana de la imposible e irrepresentable “comunidad de la muerte”, que tomaba como figura el asedio romano de Numancia, relatado por Cervantes, y que finaliza con el suicidio colectivo de los numantinos.

Si aquí Esposito sigue a Nancy y Blanchot, en Communitas (1998) elaborará un lenguaje propio. Este texto señala un punto de inflexión en su obra, entre un momento netamente deconstructivo y una “ontología del presente”, en que desarrollará la noción de “inmunización” como clave interpretativa de lo moderno. Esta le permite hacer una genealogía de la biopolítica (2004) y de la noción de persona (2007). Así, a partir de Communitas, especialmente en Immunitas y Bíos, pasará de una inspiración heideggeriana estricta a una foucaultiana, sin abandonar una mirada impolítica.

Si la idea de “comunidad de la muerte” implicaba compartir (partager) lo incompartible, aquello que no puede ser común, en Communitas se da un tránsito lexical desde una lógica de la presuposición a una de la exposición, o “del plano de la analítica al de la ontología: la comunidad no es algo que pone en relación lo que es, sino el ser mismo como relación”. Esposito sostiene que si cualquier política de la amistad (Derrida) hace referencia, en última instancia, a los sujetos, communitas lo hace al ser en común en cuanto tal, “es decir, a una existencia compartida que rompe y descentra la dimensión de la subjetividad […] La relación [...] no puede pensarse sino en el ‘retiro’ subjetivo de sus términos” (Categorías de lo impolítico, p. 25-26).

Para Esposito, el pensamiento de la comunidad intenta deconstruir los paradigmas dominantes en la filosofía política, como el liberalismo, el comunitarismo, el marxismo y las éticas comunicativas, que, además de partir de una ontología individualista, siempre suponen la relación dialéctica entre el sujeto y la comunidad, articulada en torno a la centralidad de la propiedad: la comunidad como propiedad de los sujetos o como una entidad mayor formada hipostáticamente por ellos y a la que estos pertenecen.

Por el contrario, Communitas, en su sentido etimológico primigenio, remite a la idea de lo común, de lo no-propio, de la expropiación. Se compone de cum, como aquello que vincula, y munus, del que se derivan donum, officium y onus. Esposito afirma así que munus es un don obligatorio. Communitas entonces no es un ente que pertenezca a un sujeto o una entidad formada por él, sino un existencial estar expuestos, disolviendo y expropiando toda pretendida identidad. La comunidad se basa en una nada compartida, en la ausencia de todo fundamento. Existimos en común antes de cualquier figura que intente establecer barreras y exclusiones (identitarias, lingüísticas o de otro tipo). La comunidad impide a los sujetos ser plenamente tales, lo que los expropia y los altera, exponiéndolos al contagio de la relación.

Inversamente, inmune es aquel que es dispensado de la carga del munus, que se sustrae de las obligaciones pero también de los honores que estas conllevan. De ahí que el individualismo moderno sobre el que se funda nuestro derecho y nuestra política sea visto como una de las modalidades paradigmáticas de lo inmune, como defensa de lo propio, lo privado, oponiendo al vacío de lo común un vacío aún mayor.

Sin embargo, Communitas e Immunitas no son términos antagónicos, sino dos polos en un continuum, uno positivo y otro negativo, según comenta el propio Esposito en el libro Immunitas. Para Esposito, es impensable una comunidad –una donación, una exposición, un intercambio– que no apele a alguna forma de inmunidad que proteja la vida, pero ello implica el riesgo de sacrificar totalmente la vida, la relación, y su conservación, como tiende a hacer el paradigma inmunitario centrado en la protección negativa de la vida frente a aquello que la amenaza. La deriva inmunitaria siempre puede transformarse en un modo mortífero de resolver el conflicto al que nos expone el ser-en-común.

En Immunitas, Esposito constata que la lógica y el léxico inmunitarios dominan cada vez más el lenguaje jurídico y biomédico, pero también la antropología y la sociología. La inmunización implica proteger la vida por vía negativa, dialécticamente, haciéndole probar dosis no letales de muerte, para evitar el contagio, cuyo agente privilegiado al que se dirigen gran parte de nuestros temores actuales adquiere forma de virus: ya sea un virus informático, el sida, las armas biológicas o la inmigración, siempre se busca evitar a toda costa su proliferación incontrolada. Este contagio surge del contacto de los cuerpos, y de ahí la centralidad –metafórica y real– del cuerpo en todos los ámbitos de nuestra existencia. Por lo demás, Esposito evidencia el carácter polemológico que adoptan los tratados de medicina al describir el funcionamiento del sistema inmunitario, afirmando que “al peligro cada vez más difundido que amenaza a lo común responde la defensa cada vez más compacta de lo inmune” (Immunitas, p. 13).

Pero si no hay un afuera de la inmunidad, la comunidad solo puede pensarse en tensión con ella misma. Por ello, Esposito explora una inmunidad común a partir del modo en que el conflicto inmunológico entre el embrión y el óvulo en la gravidez es la condición de posibilidad de la vida y en la posibilidad de un sí mismo inmunológico, en el cual la identidad se altera y afirma a la vez, siendo lo más individual y lo más compartido.

Si las claves para una ontología del presente están en la relación entre la inmunidad y el cuerpo, entre la vida y la política, no sorprende que Esposito dedique un apartado de Immunitas y todo su libro más conocido (Bíos, 2004) a la cuestión de la biopolítica, donde la tensión entre communitas e immunitas se traduce en aquella entre una política sobre la vida, propia de la deriva inmunitaria y autoinmunitaria de lo moderno, y una política de la vida, que, una vez asumida la necesidad del paradigma inmunitario y la vida como eje de rotación de toda la política actual, es la única alternativa. Aunque ciertas formas de inmunidad sean necesarias, el problema surge cuando la inmunización, llevada a un determinado extremo, termina por aniquilar la vida que pretende proteger, como sucede en las enfermedades autoinmunes.

En Bíos, Esposito realiza una genealogía del concepto de biopolítica desde las teorías organicistas de principios del siglo XX hasta Michel Foucault, y analiza de qué modo el nazismo, un poder destinado a proteger la vida, termina por aniquilarla, convirtiéndose en tanatopolítica. Al igual que Agamben, Esposito distingue una vida cualificada (bíos) y una vida biológica (zoé) común a todos los vivientes, y analiza de qué modo la inmunización moderna tiende a reducir la política a un poder aplicado sobre la vida natural. El nazismo llegó a distinguir entre una vida valiosa y otra que no merecía la pena vivir (lebensunwertes Leben), reduciendo la vida humana a su animalidad e introduciendo una serie de gradaciones al interior de esta. El asesinato de judíos, gitanos, discapacitados e indeseables sería la consecuencia de la exacerbación de un poder sobre la vida que, para proteger la parte sana del cuerpo político, aniquila a los parásitos o virus (metáforas omnipresentes en el nazismo) que la ponen en riesgo. En la biopolítica nazi, “nos topamos así con el impulso hacia el asesinato masivo en nombre de ‘más vida’” (Lifton, 1986).

Como ya se ha dicho, Esposito asume que la política actual se reduce al cuerpo biológico y sostiene que, junto a la bíos y la zoé, siempre existió la techné: no hay ningún cuerpo primigenio sobre el cual la técnica operase posteriormente. El cuerpo sería un constructo operativo abierto (Haraway). Al igual que para Nancy, el suplemento técnico-protésico es originario. De todas formas, si el cuerpo es el espacio en el que se inscriben los dispositivos del biopoder, es necesario pensar una nueva figura para la biopolítica que pueda revertir estos dispositivos. Por eso, Esposito se remite a la noción fenomenológica de la carne como aquella herida en el cuerpo abierta al contagio del otro, a la noción de norma de vida de Canguilhem y a la pluralidad irrepresentable del nacimiento en Arendt (Bíos, p. 115-158).

Para Arendt, uno de las acciones fundamentales que operaba el totalitarismo en la destrucción del hombre era la destrucción de la persona jurídica y moral en un contexto en que, cuando los sujetos pierden la protección del estado, los derechos humanos se revelan inútiles. En cambio, Esposito sostiene la tesis de que los derechos humanos no funcionan, no por la ausencia de la personalidad jurídica, sino a raíz de ella. En Tercera persona (2007) sostiene que la mencionada separación entre bíos y zoé se produce por el dispositivo de la persona, que establece umbrales diferenciales en el interior de la vida. Esto lo corrobora la bioética liberal, que utiliza una gradación del nivel de personalidad para poder determinar los derechos y las obligaciones en cada caso, que van de la no-persona a la antipersona. Lo que siempre está en juego, explícita o implícitamente, es el establecimiento de la distinción entre una vida valiosa y otra de menos valor.

Ante ello, el autor, fiel a su procedimiento impolítico, contrapone lo impersonal y la persona viviente como una posible salida de este dispositivo. Se trataría de pensar una biopolítica afirmativa, la posibilidad de una alteración que nos acomune en un régimen en el que no exista más la separación entre bíos y zoé.

Por lo demás, esta apuesta por pensar lo común y la vida en un plano de inmanencia se inserta en una línea central de la filosofía italiana que va de Dante y Bruno hasta nuestros días, en la cual la vida es asumida como objeto y sujeto de pensamiento, en una relación siempre tensa con la historia y la política (Pensiero vivente, 2010). Queda claro que, para Esposito, se trata de pensar la vida impersonal como aquello que deconstruye tanto la noción cartesiana de sujeto como la liberal-inmunitaria del individuo propietario, y la jurídica de la persona. Repensar la vida en su dimensión carnal, abierta al mundo, y pensar la técnica en su relación originaria con el cuerpo, son los primeros pasos hacia una política de la vida que reconozca el carácter singular y plural de todo sujeto. Eso significa reconocer, pues, su carácter mundial, porque la globalización no puede ser solo la triste realidad actual, caracterizada por los pequeños muros identitarios e inmunitarios, sino ante todo la oportunidad de una comunicación, un contacto, un contagio inéditos: de una política de la vida donde el munus común, compartido, expuesto, sea la vida misma.

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