Soberanías tecnológicas

Il·lustració © Raquel Marín

La democracia y la tecnología son dos polos que mantienen relaciones extrañas de atracción y repulsión. Las mismas tecnologías que facilitaron los servicios mínimos mientras el mundo estaba confinado despiertan ahora temores y angustias por un futuro de amenazas a la privacidad y de formas abusivas de teletrabajo. Las tecnologías no son políticamente neutras, pero tampoco son intrínsecamente autoritarias o democráticas. Eso depende de quién las posee y para qué las utiliza.

Imaginemos dos horizontes utópicos: el primero, el avance hacia una democracia más participativa, incluso asamblearia, en un tiempo ideal; el segundo, el avance hacia una sociedad en la que el trabajo se reparte, especialmente el trabajo más creativo, e incluso hacia una sociedad sin la forma de trabajo asalariado, en un tiempo ideal. El mero hecho de pensar en una democracia asentada sobre estas formas de organización política participativa y de economía, sin la conversión del tiempo en mercancía, nos plantea un aluvión de preguntas de todas clases, muchas políticas, pero otras muy relevantes referidas al conocimiento y al entorno técnico en que se harían realidad esos deseos.

Lewis Mumford, el gran pensador pesimista de la técnica, sostenía que la forma tecnológica “máquina” denotaba a la vez una singularidad técnica y otra social. Sospechaba que ciertas formas de organización maquinística conducían a formas autoritarias de sociedad, a una adaptación perversa de las personas a las funciones técnicas. Ciertas tecnologías, pensaba, eran profundamente antidemocráticas –y  recordaba la construcción de las pirámides y miraba a la nueva tecnología nuclear que comenzaba a respaldar a los poderes del mundo–, algo que seguidores suyos como Langdon Winner siguen afirmando. Las tecnologías no son políticamente neutras, cierto, y hay que leer y escuchar con cuidado a Mumford. Pero quizá tampoco sean intrínsecamente autoritarias o intrínsecamente democráticas. Técnica y política se entrelazan en un tupido tejido en el que la soberanía y los derechos dependen tanto de la existencia de ciertas técnicas como de quién las posee y para qué se utilizan.

La ciencia al rescate de la democracia: política y conocimiento
Debate de la Bienal de pensamiento 2020 (en catalán y castellano)   

La ciència al rescat de la democràcia: política i coneixement

Pensemos en la democracia ateniense, en su demos: por un lado, tan avanzado que abría un conflicto permanente entre aristocracia y plebe; mas, por el otro, tan excluyente que dejaba fuera a mujeres y esclavos y se basaba en el imperio sobre otras polis. Varias tecnologías, además de las reformas políticas y de la institución del sorteo, la hicieron posible: la técnica urbana de crear espacios para el demos, en particular para la ekklesía o asamblea, y el desarrollo de técnicas de oratoria, cercanas y discípulas del teatro (otra de las instituciones democráticas). El arte de la palabra en público posibilitaba y a la vez limitaba la democracia ateniense. Una asamblea depende de la copresencia física de los participantes y de que se desarrollen técnicas de habla y escucha. En Atenas, muchos conflictos —por ejemplo, el que condujo a la condena de Sócrates— se basaban en que la aristocracia no llevaba bien que hubiese gente que enseñase a hablar y convencer en la asamblea. Aceptaban a regañadientes la democracia política, pero no así la distribución democrática del conocimiento.

Fijémonos ahora en las complejas relaciones entre tecnología y democracia en nuestros días. Cuando escribo estas líneas, todo es confuso bajo los cielos, como rezaba el viejo dicho de Mao: las mismas tecnologías de la comunicación que han mantenido a la sociedad en marcha presentan algunas de las mayores amenazas para la democracia. Recientemente, Donald Trump se enfrenta a redes sociales como TikTok, que llama a los jóvenes a resistir a sus bravuconadas y a no asistir a sus actos; o a Twitter, que califica sus tuits como peligrosos; aunque Trump ha sido capaz de convencer a Facebook de que no censure sus bulos, lo que ha motivado una repulsa general contra esta plataforma por parte de grandes anunciantes. Estas tecnologías, que han mantenido los servicios mínimos mientras el mundo estaba confinado, suscitan temores e inspiran ansiedades sobre un futuro de amenazas a la privacidad y de un trabajo en el domicilio aún más exigente en tiempo y atención. Las conversaciones diarias y los medios de comunicación se han llenado estos meses de una mezcla de escatologías totalitarias y previsiones optimistas sobre las posibilidades de las tecnologías informacionales.

Una decisión común

El propósito de mi reflexión es recordar no solo que la democracia y la tecnología están entretejidas en su destino, sino que para entender estas relaciones no basta preguntarse qué tecnología usamos sino también, y sobre todo, quién la posee, quién la elabora y la aplica. Los humanistas y muchos movimientos sociales han mostrado su preocupación por las consecuencias ecológicas, sociales y humanas de ciertas tecnologías, pero no han investigado suficientemente sobre la formación social que las hace posibles. Y ahora es urgente plantearse si acaso la construcción de un sujeto democrático que decida sobre su propio destino puede ser ajena a la soberanía tecnológica que hará posible no solamente la construcción externa de lo real, sino también la construcción misma de ese sujeto. Porque la sospecha es que tal vez no sea posible una soberanía democrática sin una soberanía tecnológica, sin una decisión común sobre qué capacidades permitirán los planes de vida y de futuro.

En estos meses de pandemia, hemos dado un gran paso en la interconexión en el trabajo, la escuela y los servicios sociales; cuando tantas cosas se han hundido, internet ha sostenido el esfuerzo social. Una y otra vez hemos oído repetir esta idea. Pero ¿de quién son las plataformas que tan alegremente usamos para nuestras conversaciones, videoconferencias y trabajo a distancia? Reparemos en que son propiedad de macroempresas que adquieren un poder autónomo y geoestratégico incluso sobre los estados, y que definen las formas que adoptarán los próximos antagonismos mundiales. Casi todos los avances sobre los que se sostiene la interconexión informática del mundo tuvieron un origen procomún, de código abierto: los protocolos que permiten internet, el sistema operativo Linux. Los nuevos programas de videoconferencia que desde hace unos meses empleamos tan asiduamente están desarrollados en HTML 5 (HyperText Markup Language, versión 5), un lenguaje abierto. Y, sin embargo, el mundo de la comunicación se ha apropiado de todos estos desarrollos y ha creado un entorno dominado por enormes empresas que se adueñan de los macrodatos que produce el tráfico de información.

Las universidades españolas se han apresurado a usar en la enseñanza a distancia la plataforma Blackboard, que almacena sus datos en la nube de Amazon; las reuniones de gestión a todos los niveles de organización se celebran en Google Meet o Zoom; los propios correos electrónicos de muchas universidades se almacenan ya en los colosales depósitos de datos de Google. Sorprende la facilidad con la que una tecnología disponible para todos ha dado lugar a esta inmensa máquina de obtención de macrodatos formada por las plataformas. Muy pocas veces se ha utilizado Jitsi Meet, una multiplataforma para videoconferencias grupales de código abierto que no exige la vinculación con ninguna cuenta ni la instalación del programa en el ordenador como fuente de datos.

Filosofía política

Los servicios públicos, las administraciones y la política se han apresurado a usar estas herramientas que facilitan las macroempresas al tiempo que el uso de las redes sociales se ha generalizado ya como uno de los más importantes instrumentos de propaganda política. ¿Todo eso es inocuo? ¿Es neutral respecto a la formación de un cuerpo político, de lo que llamamos el demos como sujeto sobre el que se asienta la soberanía democrática? No lo es. De nuevo, acudamos a la historia para encontrar analogías con lo que está ocurriendo. Así, por ejemplo, pensamos en el Barroco y la Ilustración como las épocas en que se formaron los estados modernos y en las que, a modo de resistencia, se fueron formando los sujetos políticos que habrían de llevar a cabo la superación del estado estamental.

Todo eso se refleja en la filosofía política que hemos aprendido de Hobbes, Montesquieu, Locke y tantos otros. No se suele explicar en este relato que el mundo estaba quedando en manos de las compañías de Indias que controlaban el comercio mundial, colonizaban el planeta y establecían las bases de la civilización moderna, basada en un contrato racial de supremacía blanca: la Compañía Británica de Indias Orientales, creada en 1599 y convertida en sociedad anónima en 1602; la Compañía Holandesa de Indias Orientales; la Compañía Francesa de Indias; la Compañía Danesa de Indias; la Asociación Internacional del Congo, creada por el filántropo Leopoldo II para su beneficio personal. ¿Podríamos entender la compleja política del siglo xix y de los dos siglos anteriores, las tensiones de clase y las múltiples revoluciones sin el esclavismo, sin estas enormes compañías tan o más poderosas que los propios estados en los que se asentaban? No es posible tampoco entender la historia de la técnica sin la presencia de estas multinacionales avant la lettre.

Se ha criticado múltiples veces el concepto filosófico de sujeto cartesiano, se ha denostado hasta el infinito la técnica moderna depredadora de la naturaleza. Pero es muy difícil encontrar en estos manifiestos alguna alusión histórica a los opulentos sujetos de poder que determinaban el nacimiento del capitalismo y orientaban la historia hacia el etnocentrismo y la supremacía blanca. No habría sido posible la autoridad de estas macrocompañías sin los avances técnicos en navegación —para derrotar a las escuadras de los imperios peninsulares—, o sin las armas automáticas —que permitieron que pequeños ejércitos profesionales dominasen las poblaciones de Asia, África y Norteamérica—. Las tecnologías y las soberanías se entrelazaron para forjar el mundo contemporáneo.

Volvamos ahora a nuestro mundo. Lo que he afirmado acerca de las plataformas de videoconferencia habría que extenderlo al entorno técnico completo sobre el que construimos nuestras sociedades. Cuando pensamos en el sujeto de la política, pensamos en las instituciones y los dispositivos del Estado, en las instituciones internacionales, en los partidos y sindicatos, y también en los movimientos sociales, en el tejido de asociaciones de base que sostienen la resistencia a las diversas formas de exclusión. Toda esta trama en la que nace y se desarrolla la soberanía política necesita una soberanía tecnológica para que su presencia histórica sea real: sin apropiarse de las capacidades de transformar técnicamente el mundo, sin una distribución justa del conocimiento, la voluntad política siempre dependerá del poder epistémico y técnico-hegemónico y de sus señores.

Referencias bibliográficas

Mumford, Lewis, El pentágono del poder. Pepitas de Calabaza, Logroño, 2016.
Winner, Langdon, La ballena y el reactor. Una búsqueda de los límites en la era de la alta tecnología. Gedisa, Barcelona, 2009.

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