Un modelo de seguridad que genere confianza

Il·lustració © Nicolás Aznárez

El paradigma de la seguridad tradicional, con la integridad territorial, la soberanía nacional y el orden público como bienes que hay que proteger, ¿es suficiente para encarar los retos emergentes? Es un buen punto de partida, pero hay que innovar y avanzar hacia el concepto de seguridad crítica, que atiende a las causas de los conflictos y contribuye a su transformación en un contexto de respeto a los derechos humanos y a una mirada más integral —menos punitiva y coercitiva—, que fortalezca la prevención y la cohesión social.

A pesar de que los indicadores objetivos nos pueden dar a entender que vivimos en la sociedad más segura de la historia de la humanidad, lo cierto es que desde un plano subjetivo la (in)seguridad transita en otra dirección: los miedos se multiplican y se instalan con mucha más fuerza en nuestra cotidianidad. El autor Zygmunt Bauman ha reflexionado mucho sobre este hecho con el concepto de modernidad líquida: cómo los constantes cambios sociales, familiares, medioambientales, tecnológicos y emocionales nos perturban y nos provocan miedos y percepción de inseguridad. En cualquier caso, tanto la seguridad como la percepción subjetiva que se tiene de ella, responden a una multiplicidad de factores que abarcan todos los ámbitos vitales, y que además funcionan como vasos comunicantes, de modo que una inseguridad manifestada en algún ámbito concreto acaba afectando a la percepción de inseguridad en otros ámbitos.

Estas inseguridades tienen distintas expresiones y provocan conflictos, malestares y manifestaciones de descontento, disidencia y discrepancia, que se expresan en forma de desafección política, polarización, crisis, inseguridades y movilizaciones. Según datos del Cuerpo de Mossos d’Esquadra, entre 2017 y 2019 ha habido unas 18 200 movilizaciones en Cataluña, el 92% de las cuales han sido pacíficas.[1] En un estado de derecho, bajo el paradigma de seguridad más tradicional, la principal misión de los cuerpos de seguridad es garantizar el ejercicio de derechos y libertades de todos —de las personas que se movilizan y de las que no—. Y también velar por la seguridad de la ciudadanía, con especial atención a las personas en situación de mayor vulnerabilidad, con un respeto estricto de los derechos humanos. Esta seguridad se consigue también manteniendo el orden y la convivencia en el espacio público. Este equilibrio entre garantizar derechos y libertades y mantener el orden público es un reto eterno; no hacerlo posible puede suponer riesgos democráticos, desafección política, desprestigio policial, problemas de convivencia y pérdida de derechos y libertades.

[1] Informe d’avaluació i propostes de millora en la gestió de l’ordre públic [informe de evaluación y propuestas de mejora en la gestión del orden público]. 29 de junio de 2020.

Uno de los factores clave para la buena gestión de los conflictos de derechos en la vía pública es tener claro, como punto de partida, que el conflicto no es negativo, sino que es inherente a la condición humana y ha sido motor de cambios sociales esenciales en materia de derechos y libertades. Dicho esto, si no se abordan las causas y no lo gestionamos, las expresiones de los conflictos pueden ser violentas. Independientemente de que se llegue a estadios violentos o no en los conflictos sociales, el hecho de abordarlos y la posibilidad de transformación tienen que partir de planteamientos holísticos y complejos. La respuesta a un conflicto existente no puede ser nunca exclusivamente punitiva, ni tampoco reduccionista, en el sentido de intentar preservar el orden público. Ahora bien, ir a las causas sobrepasa la competencia del orden público y de seguridad ciudadana. En este contexto, cabe plantear la seguridad ciudadana como un ámbito mucho más amplio y transversal que la seguridad ciudadana entendida de manera tradicional, aquella que los cuerpos y fuerzas de seguridad tienen como objetivo preservar. En esta línea, podríamos empezar a trabajar desde otros paradigmas, por ejemplo, desde la seguridad humana, que, tal y como apunta Naciones Unidas,[1] es un enfoque que ayuda a superar las dificultades generalizadas e intersectoriales que afectan a la supervivencia y la dignidad de la ciudadanía. En este paradigma encaja trabajar en los conflictos con las herramientas de Gestión Alternativa de Conflictos (GAC).

Y en este sentido, se hace necesario el debate sobre las violencias. A partir de la situación de altercados en distintas ciudades de Cataluña en las protestas por el encarcelamiento de Pablo Hasél, se ha abierto también el debate sobre los tipos de violencias. Como mínimo, hay cuatro: 1) la directa, sea verbal, psicológica o física; 2) la estructural (pobreza, debilitamiento democrático, vulneración de derechos y libertades, represión, etc.); 3) la simbólica (actos o rituales que reconocen la violencia), y 4) la cultural, que comprende ideas, normas, imaginario colectivo, valores y tradición. En nuestra sociedad, podemos reconocer varias violencias, que tienen varias causas y que afectan nuestra vida de manera más directa o indirecta. Por lo tanto, es indispensable hacer un análisis interdisciplinario.

En este análisis hay que diferenciar d entrada la violencia directa como estrategia, que existe, como instrumento para conseguir objetivos ideológicos, de aquella violencia que surge como expresión de los malestares no gestionados, tanto individualmente como colectivamente. El ejercicio de la violencia siempre tiene un elevado impacto en nuestras sociedades democráticas; no se debe ser ambiguo ni caer en la banalización. Conocer y comprender las causas de la violencia no debe confundirse con justificar o validar el ejercicio violento de cualquier naturaleza. En este sentido, hay que debatir sobre el conflicto y las violencias. ¿Queremos sociedades sin movilización, sin conflicto, dormidas, que no evolucionen, donde no quepa la discrepancia ni la disidencia? De nuevo, la respuesta está clara: NO, teniendo en cuenta que el derecho de manifestación es un derecho fundamental.

Los conlictos tienen que leerse de manera positiva y abordarlos desde el paradigma de la GAC. Interpretarlos como motor de cambio y como cuestionamiento del statu quo para avanzar socialmente. A menudo la seguridad tradicional ha trabajado por el mantenimiento del statu quo. Nos hace falta más espíritu crítico, más disidencia y margen para la discrepancia; es lo que da sentido a la democracia de verdad. Y el progreso en derechos y libertades va muy ligado a todo esto. Ahora bien, ¿qué líneas rojas ponemos colectivamente? ¿Validamos las violencias como instrumento de movilización? ¿Es ético y eficaz? ¿Nos hace ser más eficaces en la defensa de derechos y libertades? ¿Queremos justificar las violencias, frivolizar sobre su uso? También aquí tengo clara la respuesta: NO. Para un beneficio colectivo —estratégico y ético— es necesario el aislamiento de todas las violencias, por consenso. Hay que debatir y hallar consensos, también en cuestiones de difícil concordia: la actuación especializada de servicios policiales de orden público, ¿puede convertirse en garantía cuando toda la actividad preventiva y de GAC se ha mostrado insuficiente? El uso legítimo de la fuerza por parte de los cuerpos policiales —sometida a criterios de oportunidad, congruencia y proporcionalidad—, ¿puede ser necesaria para parar escaladas de violencia, cuando el resto de acciones ha fracasado?

[1] Resolución 66/290 de la Asamblea General de las Naciones Unidas.

Il·lustració © Nicolás Aznárez © Nicolás Aznárez

En este punto, es necesario pensar cómo hacer frente a todo esto, abrir el debate sobre el modelo de seguridad. En un momento de desafección creciente hacia las instituciones, tener un modelo de seguridad en sentido no exclusivamente securitario, que genere confianza, puede ser un factor clave para los derechos de seguridad y libertad y también contribuir a la vinculación entre ciudadanía y policía. ¿Qué modelo de seguridad queremos como país? ¿Un modelo de seguridad tradicional, que parece que se queda corto, para hacer compatibles los retos emergentes y la plena garantía de derechos y libertades?

Asumiendo que el modelo de seguridad no es tan solo un modelo policial y que la seguridad abordada como política pública va más allá de los cuerpos y fuerzas de seguridad, es necesario un planteamiento más transversal e interconectado con los diferentes ámbitos de la acción pública en que se imbrican los conflictos. ¿La gestión de un desahucio, por ejemplo, corresponde exclusivamente a la policía? ¿Tiene competencias suficientes para resolver el conflicto sin hacer que escale y a la vez ser eficaz para resolver la situación de vulneración del derecho a la vivienda? La respuesta está clara: NO. Para poderlo llevar a cabo, es necesario un nuevo modelo de seguridad en el que estén presentes también las políticas educativas, sociales, comunitarias, de género, de infancia, medioambientales, urbanísticas, etc. Para corresponsabilizarnos y coordinar acciones.

Este modelo debe basarse en varios elementos: el compromiso de los cuerpos de seguridad y del resto de agentes sociales y políticos, voluntad de transformar los conflictos, corresponsabilidad y ética de la responsabilidad. Tenemos que replantearnos juntas el modelo de orden público y apostar de manera integral por la GAC, revisar los mecanismos de control de mala praxis y reconectar seguridad y ciudadanía. Habrá que aplicarlo de manera transversal a la sociedad, impregnando gestión política y cotidianidad, y con un conocimiento imparcial y riguroso del entorno y el contexto social, tanto a nivel local como global. Se debe reforzar la formación de las unidades policiales con herramientas de inteligencia emocional. Tejido social y cuerpos de seguridad se deben reconocer mutuamente, conseguir una conexión real entre ellos para hacer provención,[1] y mejorar la eficacia y la eficiencia, garantizando al máximo derechos y libertades.

La empresa no es sencilla; el reto, tampoco. Se necesita más política, más implicación ciudadana y más corresponsabilidad. Se precisa de un esfuerzo para elaborar relatos compartidos con perspectiva de bien común, y con corresponsabilidad individual y colectiva. Con serenidad y rigor, con mirada larga y sin prisas, un debate que requiere reflexión y que tiene que huir de mensajes simplistas. No seamos esclavos de los ritmos trepidantes que infligen las redes y condicionan la inmediatez; los conflictos son de gestión pausada. Y, sobre todo, una buena dosis de ética y transparencia. Aislando filias y fobias. No nos podemos permitir, en un estado de derecho, pedir mano dura para los adversarios y guante blanco para los afines; es discrecionalidad y supone deterioro democrático.

[1] Provenir significa proveer a las personas y a los grupos de las aptitudes necesarias para afrontar un conflicto. La provención se diferencia de la prevención de conflictos en que su objetivo no es evitar el conflicto sino aprender a afrontarlo. Fuente: Escola de Cultura de Pau.

Aprovechemos el marco de la seguridad humana y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). En 2015 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible, con los objetivos de erradicar la pobreza, luchar contra la desigualdad y la injusticia, y poner freno al cambio climático, entre otros. Esta agenda marca la acción global para el desarrollo hasta el año 2030 y nos resulta útil para disponer de una hoja de ruta de actuación conectada para pensar globalmente y actuar localmente. La transversalidad y la multidimensionalidad de la agenda en términos económicos, sociales y ambientales desplegada en los diecisiete objetivos puede convertirse en un marco excelente para el replanteamiento de estas cuestiones. La innovación social está penetrando en todas las políticas públicas de manera emergente y, en la mayoría de los casos, con el fondo del cumplimiento de los ODS. ¿Por qué no empezamos a plantearnos la innovación, también, en el ámbito de la seguridad?

Il·lustració © Nicolás Aznárez

En definitiva, la policía no puede resolver lo que no se puede resolver políticamente. Hay que recuperar el concepto de la política como método de gestión y transformación de conflictos, con perspectiva de bien común, y rebajar la polarización emocional creciente que cuestiona la legitimidad de los otros, con la máxima participación y corresponsabilidad ciudadana. Como decía Joan Fuster, “la política o la haces o te la hacen”; hagámosla juntas, incorporando una nueva mirada para ver el mundo —el próximo y el lejano, el local y el global—, una nueva manera de actuar, gobernar, pensar, relacionarse, gestionar los conflictos y amar que se impregne de diálogo y cuidados. La revolución de los cuidados, la revolución pendiente, y la más pacífica de todas. La revolución de amarnos, de amar el mundo, y el buen trato a todos los niveles.

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