Edición: Marga Pont y Jordi Casanovas
La pedagoga, fundadora de la escuela Ton i Guida de Verdum, defiende unas matemáticas útiles para la vida, que eviten sufrimientos al niño y que le ayuden a madurar el pensamiento.
Nacida en Barcelona en 1931, Maria Antònia Canals i Tolosa se licenció en Ciencias Exactas y cursó también la carrera de magisterio. En 1956 empezó a trabajar en la escuela Talitha de Sarrià, que aplicaba métodos derivados de los movimientos de renovación pedagógica del primer tercio del siglo XX. En 1962, decidida a llevar sus planteamientos a los sectores sociales más necesitados, fundó en el barrio de Verdum la escuela Ton i Guida, que dirigió hasta 1980 y que más tarde se incorporaría a la red de enseñanza pública. El centro terminó fusionándose con la escuela Pla de Fornells para formar el CEIP Antaviana.
Miembro del equipo fundador de la Associació de Mestres Rosa Sensat, Canals ha llevado a cabo una intensa actividad en la formación de enseñantes: en la Universidad de Vic, en la de Girona y en la Autónoma de Barcelona; en las escuelas de verano de Rosa Sensat, y en cursos y seminarios por toda España. Es autora de numerosas publicaciones sobre la enseñanza de las matemáticas.
En 1992 uno de los grupos de maestros creados bajo su influencia, Perímetre, junto con el equipo ICE de matemáticas, fundó la Associació d’Ensenyants de Matemàtiques de Girona (ADEMGI), que Canals presidió hasta 1996. Durante unos años también estuvo al frente de la Federació d’Entitats per a l’Ensenyament de les Matemàtiques (FEEMCAT).
Jubilada en 2001, Canals ha seguido trabajando por la mejora de la enseñanza de las matemáticas como directora del GAMAR (Gabinet de Materials i de Recerca per a la Matemàtica a l’Escola), que fundó en 2002 en la Universidad de Girona –y donde se llevó a cabo esta entrevista una mañana de noviembre–, y desde el año 2014 en el CAÀREM (Centre d’Activitats i d’Àmbit de Reflexió per a l’Educació Matemàtica) de la asociación Rosa Sensat, espacio también impulsado por ella.
Maria Antònia, ¿qué nos aportan las matemáticas?
A quienes nos gustan, un grado de felicidad muy importante, y a quienes no, creo que cierto complejo de inferioridad, pero quizás me equivoco…
Desde su punto de vista, ¿qué matemáticas deberíamos enseñar a los niños?
Unas matemáticas útiles para la vida. Que sean como un juego mental que hace madurar el pensamiento y que enseñen al niño a dominar muchas cosas. Y que les hagan estar tranquilos y contentos, no sufrir.
¿Qué aporta la actividad manipulativa a esta enseñanza?
Creo, como Maria Montessori, que aporta una maduración del pensamiento. Del contacto entre acción física y acción mental surge una conceptualización vinculada a la realidad, no “fuera de órbita”… La manipulación es fundamental, sobre todo en la primera infancia.
Y a la inversa, ¿qué deberíamos dejar de hacer en el aprendizaje de las matemáticas?
Muchas cosas. No sonreirle al que termine más rápido, porque la velocidad no hay que premiarla. No desconfiar cuando el niño nos quiere decir algo que dista un poco de lo que nosotros esperábamos. No hacer tanto caso de las programaciones oficiales, que están más bien alejadas de la realidad. El trato con el niño debe basarse en el presente, en lo que está pasando, en el espacio que tenemos… La programación no puede ser la misma para los niños de un pueblo del Alto Ampurdán que para los de Barcelona, por ejemplo.
¿Qué lugar deberían ocupar la imaginación y la creatividad?
Alexandre Galí, gran pedagogo de la época de la República, afirmaba que el cálculo mental es cuestión de imaginación. También Piaget habla de la imaginación como espacio situado entre el trabajo manipulativo y el concepto, la parte más abstracta. La imaginación es necesaria; los niños conocen los números cuando los imaginan. Una vez conocí a un maestro que decía que en el lenguaje cada palabra debe tener un lugar en la imaginación del niño. Así pues, del mismo modo, en matemáticas cada número, cada cantidad, cada categoría de figuras y cada concepto tienen un lugar, y la imaginación sitúa en la cabeza eso que hemos palpado fuera.
En cuanto a la creatividad, se la suele asociar solo a las artes, pero debe hallarse en todo, porque es una capacidad humana básica que unas personas poseen en mayor grado que otras. Es antinatural que a un niño creativo siempre le hagamos hacer lo mismo y no le dejemos inventar.
¿Y qué tiene que decirnos sobre la autonomía y la libertad?
No me gusta la libertad, me gusta más la autonomía. Recuerdo una frase de Montessori: “La autonomía, para nosotros, es amor a los niños”. Dar autonomía al niño quiere decir no solo que le dejes hacer, sino que le facilites el llegar a hacer todo aquello de lo que es capaz con un poco de esfuerzo. En caso contrario le estamos cortando las alas.
¿Y en relación con el juego?
El otro día explicaba en una charla que he tenido conocimiento de niños que juegan a esconderse detrás de una cortina transparente. Y ellos saben que es transparente. Sí, son conscientes de que no se esconden, pero juegan a esconderse. El juego tiene un valor enorme en sí mismo, me atrevería a decir que desde el comienzo es la asignatura más importante de la educación y de la escuela. Los niños pequeños, en cuanto empiezan a caminar, a ser personas autónomas, juegan. Los adultos no hemos profundizado suficientemente en eso; el juego es una enorme asignatura pendiente.
Cuando un maestro trabaja con niños que empiezan la escuela y me pregunta qué debe hacer, yo le digo: “Primero, estar todo un trimestre solo jugando, y luego, ya hablaremos”. Jugar con ellos, interpretar el juego y modificarlo a partir de esta interpretación facilita el aprendizaje de maestro.
Háblenos sobre sus referentes en matemáticas y en pedagogía.
Referentes tengo pocos, porque he leído poco; no me gusta mucho leer, y además lo hago muy despacio; un libro de pedagogía me puede durar dos años. Me gusta la poesía, eso sí, y de joven me había gustado la novela negra, pero ya no. Y me encanta leer el Evangelio. Pero hay gente que considera que conoce algo cuando ya lo ha leído; yo, en cambio, necesito verlo, recorrerlo.
Maria Montessori fue la primera pedagoga que me impresionó, porque yo de pequeña iba a una escuela Montessori, y mi tía trabajó con ella en Roma. Al principio, de Maria Montessori me gustaba todo; ahora muchos aspectos, pero no todos. Por ejemplo, no me gusta como plantea la numeración.
En cuanto a la educación matemática, un claro referente mío es Dienes. Lo conocí una vez que vino a Barcelona, en la época de Franco, y nos dio una conferencia fantástica. Y también me gusta mucho Piaget, que no es pedagogo sino psicólogo. A Piaget lo conozco solo de haberlo leído; en cambio, conozco lo que hacía Decroly porque fui dos veces a Bruselas a visitar su escuela.
De Decroly he aprendido muchas cosas interesantes. Todo el aprendizaje de la matemática lo hacen a partir de la medida. Cuando estuve allí, tenían un arquitecto que les llevaba el taller de geometría. Un niño puede querer ir al taller porque tiene un juguete a medio hacer y, llevado por esa ansia de terminarlo, lo habla con el maestro. Lo encontré fantástico. Si fuera más joven y tuviera tiempo, salud y dinero… iría a Bruselas para volver a ver ese taller, no leería a Decroly.
Y de Alexandre Galí ¿qué opina?
El régimen de Franco lo destituyó y trató de hundirlo durante los primeros años de la escuela Thalita. Pero no estaba moralmente hundido; eso es lo que más me gustó de él cuando lo visitábamos en su casa. Cada vez que le hablábamos de los niños, le brillaban los ojos; los tenía verdes. ¡Me fascinaba! Lo que más recuerdo de él es cómo hacía redactar a los niños. Actualmente no saben escribir, que es algo tan necesario o más que leer. Escribir, lo mismo que hablar, implica saber comunicar a otro lo que piensas. Él daba mucha importancia a la redacción y tenía todo un método que yo misma he empleado en mis clases.
Otro referente ha sido Constance Kamii, discípula de Piaget. De ella he aprendido lo importante que es que los alumnos no puedan ver ni tocar el material cuando resuelven operaciones numéricas. Lo ven antes, lo tocan y lo manejan, pero cuando tienen que contar, ya no. Lo encuentro delicioso. Eso favorece la representación mental. Es un método que me gusta mucho más que el de Montessori.
¿Qué diferencia hay para usted entre un modelo centrado en el descubrimiento y la comprensión y otro instalado en la mecánica y las respuestas cerradas?
Los que optan por un modelo cerrado quieren solucionar su problema de enseñantes. En cambio, un modelo basado en el descubrimiento y la comprensión parte de las necesidades de esa personita que tengo delante, el niño o la niña; no de lo que necesito yo para hacer de maestro. Yo preciso empuje y casi nada más. Hay gente que cree que para hacer de maestro debe tener un buen programa, un buen inspector –dudo que exista, al menos por lo que se refiere a las matemáticas–, una buena aula, que haga buen tiempo… Quien pide todo eso, mejor que se busque otro trabajo.
Algunos niños, por circunstancias familiares, a los cuatro años ya se han hecho adultos y luchan por sobrevivir emocionalmente. En la escuela esto les priva de entregarse a la actividad espontánea y jugar: algo muy profundo los reclama. ¿Cómo casamos una propuesta educativa con la realidad a veces compleja de los niños, que pueden estar faltos de afectividad, de atención, de salud…?
No lo sé, es muy difícil. Me impactó mucho lo que me contó mi compañero del GAMAR Miquel Mallent a su vuelta de un viaje al Sahara. En una zona donde la gente vive en medio de un gran desierto, carentes de todo, visitó una escuela bastante grande, con pocos medios, y me aseguró que era muy buena escuela. Las condiciones siempre son buenas o malas respecto de una situación que yo imagino.
De eso se ha preocupado usted siempre. Cuando llegó al barrio de Verdum, ¿cómo casó su propuesta pedagógica con las posibles carencias de los niños?
Pensé que cada carencia tenía que convertirla en un medio educativo. Por ejemplo, no teníamos patio; la escuela era un barracón en medio de un descampado. Como no había valla, había que educar a los niños en la responsabilidad de no escaparse a la hora del patio. Eso es muy difícil porque, tan pronto como se le presenta la oportunidad, un niño enfadado escapa. También recuerdo a Miren, una niña con síndrome de Down, que yo no tenía ni idea de cómo había que tratar, y entonces pensé que la convertiría en un motivo de educación para los demás. Les advertí muy seriamente que si alguien se reía de Miren se quedaría unos días en casa, “porque aquí no podemos tener a nadie que se ría de Miren, porque eso perjudica a la clase y la perjudica a ella”. Y lo entendieron, aunque solo tenían entre cuatro y seis años. Les decía: “Enseñadle a subir las escaleras, a lavarse las manos”. ¡Y Miren incluso llegó a aprender a saltar a la comba! Eso lo hicieron por propia iniciativa, no se lo pedí yo. La dificultad que tenía Miren se convirtió en oportunidad educativa para los demás; aprendieron a respetarla y nos hizo replantearnos muchas cosas. Así nos pasa a todos en la vida: las contrariedades nos sirven para crecer si sabemos tomárnoslas bien.
Como maestros estamos obligados a tener presente la realidad que nos rodea…
Claro. Lo que no se puede es decir: “¿No tengo patio? Pues no puedo hacer esto…” ¡¿Cómo que no?! Es como cuando vas a la montaña y hay quien dice: “No, eso no se puede subir”. Pero es asumiendo retos como empezó el deporte de la escalada y como se han formado los grandes montañeros. Y, en definitiva, es así como avanza el mundo en cualquier àmbito.
¿Qué opinión le merecen los modelos de escuela alternativos, más respetuosos con los niños?
Gracias a Dios se están poniendo de moda y han hecho pensar a algunos equipos de maestros. Pero no valoro tanto los modelos como la misma escuela, o no habría trabajado en ella toda la vida, porque la colectividad educa al niño. Yo no he sido madre, pero de joven me planteaba qué haría con mis hijos, en caso de tenerlos: ¿los llevaría a la escuela, con todos los disparates que allí se cometen? Es un tema muy delicado. Ahora me parece que sí, que los llevaría…
Recuerdo cuando nos visitó Ovidi Montllor en la escuela, en Verdum. Ovidi era valenciano y había venido a vivir a Barcelona durante uno o dos años. Tenía una niña de unos diez o doce años. Nos explicó: “Yo soy comunista y, claro, quiero que la niña vaya a una escuela pública, pero resulta que todas son de Franco. Y como tampoco la quiero llevar a una escuela religiosa, he pensado que lo menos malo sería que viniera aquí”. Me aseguró que le daba igual si no aprendía (“hombre, no, ¡que aprenda!”, le respondí yo), que él lo que quería era que la niña fuera feliz. Y la niña vino y fue feliz durante los dos años que estuvo con nosotros, porque se sintió bien acogida. El objetivo de la escuela no es conseguir que los críos sean felices, pero que sean felices es la primera condición. De lo contrario, no hay nada que hacer.
Según usted, por tanto, así es como debemos acoger a los niños: atentos a si son felices.
Los niños tienen que ser felices, pero no se trata de hacerlos felices para que la enseñanza rinda más, sino como primera condición. En esta vida las personas debemos ser felices. Y los niños son las personas más débiles, porque todavía no tienen armas para defender este derecho y les tenemos que ayudar a defenderlo. Si un crío no aprende en la escuela, ¿qué problema hay? Ninguno. Ya espabilará de otro modo en la vida. También se aprende en el mundo, y mucho. Pero vivimos en una sociedad regulada así: de los seis a los catorce años, todo bicho viviente a la escuela obligatoria. ¿Y si alguno no quisiera ir? Y del mismo modo, de los veinte para arriba, o a partir de cuando sea, todo el mundo debería ser feliz en el trabajo. Tal vez sea un principio comunista, no sé, pero en cualquier caso es un principio elemental; para mí es cristiano.
A veces tenemos que recordar estas obviedades.
Cuando fui a Verdum la gente me decía: “Uy, qué difícil, y que mal te lo debes de pasar…” Hombre, no, mal no; a mí aquellos niños de Verdum todavía me conocen, me han venido a ver cuando me he roto el fémur, se quieren entre sí… ¿Cómo me lo iba a pasar mal si los niños eran fantásticos?
Había un niño de ocho años; era bajito, parecía más pequeño. No sabía nada de nada… Vamos, sabía muchas cosas que nosotros ignorábamos, como coger una navaja e ir a robar a alguien por la calle si necesitaba cuartos. Tenía muchos hermanos, entre ellos uno mayor, con quien iba a hacer eso. Terminó segundo y tercero sin leer ni escribir. Contar sí sabía, porque cuando iba a robar también contaba. Nuestro objetivo era que pasara unas horas en un ambiente normal en vez de ir por la calle y que fuera feliz en la escuela. Pasó a cuarto y tampoco aprendía, y los maestros estábamos aterrados. No aprendía porque no quería, porque si hubiera querido lo tenía todo a su alcance. Los niños tienen, afortunadamente, la facultad de cerrarse en banda. Yo tenía que buscar otro camino para conseguir que Pepe desarrollara una mínima voluntad de aprender a leer y escribir, y entonces pensé que estaría bien que él me enseñara algo a mí. Venía a todas las excursiones, eso le gustaba mucho, ¡y cómo se subía a los árboles…! Dominaba la técnica. Así pues, le pedí: “Mira, Pepe, tú me tienes que enseñar a mí algo que haces muy bien y que yo no sé hacer. Y ahora que estás aquí en la escuela puedo aprovechar para aprenderla”. Esto le llamó la atención. “¿Y qué es?”, preguntó. “Subir a un árbol”. ¡Dio un salto…! “¡Enseguida, seño!”
Fue una de las cosas que mejor me han enseñado en este mundo, porque ¡tenía una técnica, Pepe! Caramba, quedé impresionada. Me subí a un árbol altísimo; muerta de miedo, pero me la jugué… Además, de verdad que me gustaba aprender a subir al árbol, esa es la verdad. Él lo debía haber aprendido por instinto, como los monos. Y a partir de aquel día cambió de actitud y tuvo ganas de aprender a leer y escribir. El maestro de quinto, Jordi, lo hizo de maravilla con él, porque le encargó la dirección de la revista de la escuela y tenía que leer todos los artículos para poder aceptarlos o no. Esto es otro ejemplo de cómo un obstáculo se puede convertir en herramienta.
Como maestra, ¿qué echa en falta en la relación con los niños?
No puedo decir qué echo en falta yo, porque ya hace muchos años que no trabajo con niños y me falta la experiencia de cómo reaccionan hoy. Solo puedo hablar de lo que veo en los otros maestros. Muchos de ellos mantienen una buena relación con los niños, pero no creen que sea tan importante, cuando, de hecho, es lo más importante. Los maestros hoy en día están estropeados por los libros de texto; sin un libro de texto ya se encuentran perdidos. Pero, en realidad, el problema de la enseñanza es todo el sistema, pese a que los maestros constituyan la parte más importante.
Marta Mata consideraba que la pedagogía no es independiente de la política; tenía una visión de conjunto que yo admiraba mucho. En la Associació de Mestres Rosa Sensat nos enseñó la importancia de mantener una posición política, la que sea, pero reivindicativa. Ahora bien, yo nunca he sabido hacerlo… Yo soy más de ir a las trincheras de vanguardia. Los maestros no tenemos por qué ser todos iguales. Que los haya muy sensibles a los posicionamientos políticos y actúen en consecuencia me parece muy necesario; de otro modo no habríamos conseguido preservar el catalán en las escuelas, por ejemplo. Los maestros, en conjunto, somos demasiado crédulos y flojos frente a las estructuras. Hay estructuras malas en sí mismas y hay que luchar contra ellas. Pero hoy los maestros no están para luchar, solo para el trabajo y para volver luego a casa y vivir con tranquilidad.
En un momento determinado usted experimentó, al igual que Marta Mata, la sensación de fracaso en el contexto de la escuela.
Esta sensación la tuvimos tras recuperar la democracia. Durante la dictadura topábamos con muchas dificultades, pero nunca nos habíamos sentido fracasados. En todo caso había un fracaso total del país, no solo del mundo de la enseñanza. Creíamos que todo se arreglaría porque habíamos luchado mucho, pero al final vimos que luchando no se arreglaba nada. Tal vez Marta murió sin haber llegado a sentir del todo esa sensación de fracaso profesional, porque era de natural optimista, como yo. Pero todos los de aquella generación la padecimos un poco. Yo la sufrí cuando dejé la escuela Ton i Guida para ir a la Universidad Autónoma. Fui con mucha ilusión, pensando que podríamos influir en los nuevos maestros, pero constaté que volvían de las prácticas conmocionados y con los valores cambiados: hacían más caso de lo que veían en la escuela que de nuestras explicaciones. Fue uno de los momentos en que me sentí más fracasada, y empecé a dejar de creer bastante en la universidad. En realidad no sé cómo hay que preparar a los maestros. Me moriré sin saberlo…
¿Y qué pasa en el mundo? Hay suficientes desgracias e injusticias para hacernos sentir el fracaso… Como tengo fe, pienso que Dios ha creado el mundo y que lo conduce de un modo u otro, aunque no lo entendamos. La evolución del mundo es muy lenta y habría que dominar la cuarta dimensión para percibirla. La cuarta dimensión es el tiempo. Cuando ya hayamos muerto, podremos acceder a la cuarta dimensión y lo veremos todo un poquito diferente.
Con esta visión optimista, ¿qué claves daría a un maestro que empiece?
Ellos tienen que encontrar por sí mismos las claves en un mundo que ya no es el mío. Solo sé que haciendo matemáticas y trabajando para la enseñanza soy feliz…
¿En qué ha trabajado recientemente?
El día que me jubilé, cuando me dieron el premio Jaume Vicens Vives a la calidad en la docencia universitaria, fue como un nuevo inicio. Yo ni sabía que la Universidad de Girona me había presentado como candidata al premio. Un porcentaje de la dotación económica se lo quedó la universidad para investigación. A mí me pareció demasiado, porque exclamé: “¡Pero si yo nunca he podido hacer investigación!” Luego ya lo entendí, porque la universidad debía dotar de espacio y de infraestructura a la persona que había ganado el premio durante todo el tiempo que esta quisiera, y a mí aún no me ha dado la gana de parar… Al principio pensé hacer tan solo una recopilación de actividades, de materiales. Después pensé en acoger maestros una vez al mes. Y de eso ya hace más de un decenio… Solo puse una condición para hacer mi trabajo: que no me telefonearan antes, porque, si lo hacían, no me dejarían vivir durante toda una semana. Les costó aceptarlo. Un lunes al mes –lo llamamos jornada abierta– vienen y preguntan todo lo que quieren. Con aquel dinero también cogí a un becario, que había sido alumno mío en la universidad, y que me pidió que hiciéramos un sitio web. Dice que hoy en día si no tienes web no eres nadie. Y así comenzó la web.
La relación con los maestros se ha ido entablando poco a poco, y con no muchos de ellos; con la Facultad de Educación he tenido poca relación. Primero se trató únicamente de recoger materiales; después, de montar la web y recibir maestros, y estos últimos años nos hemos ido dedicando a la creación de materiales. Elaborando materiales todavía descubro cosas. Uno de mis últimos proyectos ha sido un itinerario para el aprendizaje del cálculo de tres a ocho años. Los ocho años son una edad clave para el cálculo, porque es cuando los niños entran en los números fraccionarios y los negativos. Las fracciones no hay quien las entienda; la mayor parte de los maestros no saben lo suficiente al respecto, lo constato en los diálogos que tengo con ellos.
Mi trabajo se ha ido convirtiendo en una nueva profesión que no es formación de maestros en el sentido clásico de la palabra, y al mismo tiempo yo he ido aprendiendo de los maestros. Pero llegó un momento en que eché en falta un mayor contacto con la asociación Rosa Sensat. Desde octubre de 2014 he acudido una semana al mes a Barcelona, a otro gabinete que monté en la sede de la asociación, donde he llevado a cabo cosas que no se me habían ocurrido en Girona. Se llama CAÀREM (Centre d’Activitats i Àmbit de Reflexió per a l’Educació Matemàtica). Quise que saliera un acento abierto para que todos mis amigos castellanos, que son muchos, vean que tenemos un acento abierto. ¡Lo que me costó encontrar una palabra con acento abierto en la inicial!
¿Qué le gustaría aprender todavía? ¿Cuáles son actualmente sus principales inquietudes?
Me gustaría ver diferentes galaxias del universo. Porque, claro, dicen que hay muchas galaxias… Y yo no me puedo imaginar ni la nuestra… Y la cuarta dimensión, que te he mencionado antes. Y quisiera aprender más cosas de matemáticas o educación; del resto, me desconecto.