La lengua histórica de la ciudad se ha reintroducido en ámbitos institucionales pero aún debe recuperar la proximidad. El castellano domina el sistema comunicativo y funciona como instrumento de relación entre los barceloneses de nacimiento y los de adopción.
La historia del multilingüismo en Barcelona arranca con Barkeno, donde se encuentran íberos, griegos y cartagineses; continúa con una Barcino que latiniza a autóctonos y colonos y se prolonga en una Barchinona en que el latín popular convive con el latín culto y con el griego, el hebreo, las lenguas de los bárbaros, el árabe y el amazigh. Instalada ya plenamente en el catalán, la ciudad medieval mantendrá el uso del latín administrativo y será visitada, entre otros, por el occitano, el aragonés, el genovés, el sardo, el siciliano, el napolitano, el toscano, el castellano y el romaní. El dominio de los Austria intensifica el contacto con el castellano, pero la ciudad también acoge a italianos, occitanos, franceses, flamencos, valones, alemanes y holandeses.
La derrota de 1714 cambia la realidad sociolingüística. Las nuevas instituciones instauran la supremacía de la lengua del vencedor y difunden una ideología diglósica destinada a arrinconar al catalán. De hecho, entre los siglos XVIII y XX son muchos los estados de Europa que se esfuerzan por homogeneizar nacionalmente a sus súbditos. Es entonces cuando el Reino Unido y Francia lanzan sus políticas de unificación lingüística, muy pronto seguidas por los imperios alemán, austrohúngaro, zarista… La Primera Guerra Mundial marcará un antes y un después en el mapa lingüístico: las potencias derrotadas se ven obligadas a liberar a los pueblos subyugados, mientras que los vencedores acentúan sus presiones homogeneizadoras. En pocas décadas, las lenguas de los primeros se normalizan mientras que las otras lenguas minorizadas entran en proceso de extinción.
¿Y en Cataluña? En 1900 el castellano señorea la Administración, la escuela y la letra escrita, pero Barcelona no es demográficamente bilingüe. El bilingüismo es un patrimonio de las elites. En una ciudad con pocos foráneos y en que la mitad de la población es analfabeta, la vida se desarrolla casi exclusivamente en catalán. La situación, con todo, va cambiando, porque la escolarización creciente y el servicio militar obligatorio extienden el conocimiento del castellano. Además, en los años veinte, los inmigrantes –aragoneses y murcianos– llevan el castellano a la calle. A partir de 1939 el franquismo expulsará el catalán de la vida pública, y las grandes inmigraciones del desarrollismo se verán privadas de su aprendizaje.
Sin embargo, ni siquiera en los momentos de máxima represión los catalanes dejan de usar su lengua y de animar a los recién llegados a adoptarla. Y de este modo, aún no ha caído la dictadura cuando ya se abre paso una Barcelona orgullosa tanto de sus raíces como de los injertos de sus nuevos hijos, una ciudad que en las décadas siguientes tendrá que esforzarse por cerrar las heridas, también lingüísticas, del régimen anterior.
La multilingüización
El siglo XXI encuentra a Barcelona en plena transformación, también sociolingüística, empujada por la evolución hacia el capitalismo tardío y la sociedad de la información, y el boom económico de los primeros 2000. De entrada, la ciudad se abre al mundo y conoce un aumento significativo de visitantes foráneos: en 2014 pasan por ella 7.874.941 turistas (estadísticas 2015 del Ayuntamiento). En segundo lugar, crece el número de conocedores de lenguas extranjeras. Según la Encuesta de Usos Lingüísticos (EULP13), en 2013 el 43% de los barceloneses declara saber hablar inglés y un 16% francés, cifras aún más altas entre la población juvenil. La composición demográfica de la ciudad también cambia: entre 2000 y 2014 la población de nacionalidad española se reduce de 1.450.175 a 1.329.265 personas, mientras que el número de extranjeros crece de los 46.091 a los 273.121 (datos del Padrón Municipal de Habitantes, disponibles en el web del Idescat). El cambio tiene impactos lingüísticos: en 2013, más de dos tercios de los barceloneses autóctonos dicen que el catalán es su lengua de identificación –el 57% en exclusiva, más un 10% que se identifica con el catalán y el castellano a la vez. Pero la escasa adopción del catalán por parte de las sucesivas inmigraciones reduce la cifra hasta el 44% en la población total (36% más 8% de bilingües) de la ciudad. De hecho, mientras que el 99% de los barceloneses dicen saber hablar en castellano, solo el 80% sabe hablar catalán.
La ciudad también gana en diversidad lingüística. La lista de las nacionalidades de los barceloneses permite captar cuáles son las lenguas de origen de los recién llegados: de más a menos, Italia, Pakistán, China, Marruecos, Francia, Bolivia, Ecuador, Perú, Colombia, Filipinas, Rumania, República Dominicana, Alemania, Reino Unido, Argentina, Brasil, Honduras, Rusia, India y otros. Por supuesto, conviene evitar dos errores. Por un lado, confundir a los extranjeros con los alóglotas, porque, de hecho, la lengua de origen más frecuente entre los recién llegados es el castellano. Y tampoco se puede identificar a la nacionalidad con la lengua: en Pakistán, por ejemplo, el urdu es la lengua oficial, aunque demográficamente es muy minoritaria, mientras que en China se aprende el mandarín como lengua común, pero la mayoría de los chinos de Europa hablan otras lenguas chinas.
Dicho esto, según la Encuesta de Usos Lingüísticos de la Población de 2013, el porcentaje de alóglotas en Barcelona era del 12,6%, y sus lenguas más frecuentes eran, por este orden, el italiano, el urdu, el francés, el árabe, el inglés, las lenguas chinas (sumadas todas ellas), el ruso y el portugués. Ninguna superaba el 1,5% de la población, lo que muestra la fragmentación de los colectivos de recién llegados.
Y ahora, ¿políticas para el multilingüismo?
Una ciudad multilingüe requiere una política específica que atienda adecuadamente su realidad. En Barcelona queda mucho camino por recorrer. Entre todas las lenguas presentes, el castellano es la que muestra los mejores índices de conocimiento, la que domina el sistema comunicativo y la que funciona como instrumento de relación entre barceloneses de nacimiento y de adopción, incluso en los patios escolares. Nada sugiere que los barceloneses no lo aprendan, como lo demuestra el hecho de que es la primera, muy a menudo la única, que adquieren los recién llegados.
Muy distinta es, por el contrario, la situación del catalán. Desde el fin de la dictadura, la lengua histórica de la ciudad se ha reintroducido en ámbitos institucionales, pero le queda pendiente un reto formidable: recuperar el mundo de la proximidad. El castellano tendrá siempre un valor como herramienta de comunicación con el resto del mundo hispánico, pero el catalán solo puede mantenerse si recobra protagonismo como lengua de calle, de amistades, de relaciones interpersonales. Las rutinas impuestas durante el franquismo recluyeron su uso entre los catalanes “de toda la vida” y provocaron que pasarse al castellano delante de los “otros” se convirtiera en un requisito de buena educación. La anécdota del presidente de “la Caixa”, Isidre Fainé, preguntando al primer teniente de alcalde Gerardo Pisarello si sabía catalán ilustra que hay un verdadero techo de cristal con el que la lengua propia topa una y otra vez, una barrera mental que genera un círculo vicioso, porque nadie aprende una lengua en la que no le hablan. Se corre el peligro de acabar desembocando en una funesta racialización de los comportamientos lingüísticos, de modo que la simple apariencia no europea o mediterránea o incluso un nombre de resonancias extranjeras acabe excluyendo a amplios sectores de la población del acceso al catalán. Para evitarlo hay que conseguir que el conocimiento de la lengua vuelva a darse por descontado, como un atributo por defecto de todos los barceloneses independientemente de su color, origen o condición social, como la marca de integración instrumental y emocional definitiva en la ciudad.
Junto a las dos grandes lenguas societarias, convendría saber desarrollar unas prácticas y unos discursos más valientes para las lenguas de origen. Las políticas de acogida, de asilo y de integración tienen unas dimensiones lingüísticas que, bien resueltas, facilitan los trámites y humanizan la sociedad de recepción. También hay argumentos económicos en favor de unas políticas proactivas de atención a la diversidad. En el mundo industrial del XIX, disponer de trabajadores políglotas era un lujo inútil. Pero en la nueva economía, una fuerza de trabajo capaz de conectar las expectativas locales con los mercados exteriores y los inversores foráneos constituye una ventaja competitiva que es irracional desaprovechar. ¿Quién mejor que los jóvenes catalanes de origen extranjero para colaborar en la internacionalización de las empresas barcelonesas? Políticas poco costosas como la de los cursos de lenguas de origen en los centros escolares o su reconocimiento en el currículum escolar son a la vez una política de empoderamiento y una inversión económica de futuro.
Finalmente, hay que afrontar el reto de universalizar el acceso a las lenguas francas extranjeras. Son muchos los factores que animan a aumentar su conocimiento, sobre todo del inglés, y muchos los recursos mal invertidos. Urgen políticas públicas informadas para rentabilizar los esfuerzos existentes y para evitar que el acceso desigual a estos recursos acabe contribuyendo a forjar una fractura social.