Joan Carreras recibió, el pasado mes de febrero, el Premio Ciudad de Barcelona de Literatura en Lengua Catalana por Cafè Barcelona, una novela que nos explica la vida de un barcelonés que se ha autoexiliado en Holanda y observa su ciudad y su barrio desde la distancia. Carreras toma al personaje como punto de partida para darnos su visión del barrio de Gràcia hoy.
Un personaje de la novela Cafè Barcelona vuelve a su ciudad después de muchos años de ausencia y enseguida le parece que Gràcia también había cambiado. La primera sorpresa la tiene cuando sale del metro, en la estación de Fontana, y se da cuenta de que la calle de Astúries es de peatones.
El personaje tiene razón. El barrio ha cambiado. La ciudad ha cambiado.
La calle de Astúries que conocí no es nada mejor que la que hay ahora. Ni tampoco son mejores las calles que recorrí con los amigos y la familia que las calles de verdad donde ahora viven los de Gràcia. Pero los cambios tienen el efecto de entristecernos hasta que los entendemos.
Para sobreponernos a esta melancolía, nos deleitamos en la creencia de que provenimos de un lugar singular, diferente de todos los demás, el mejor. Los de Gràcia siempre hemos sabido que, cuando decimos que somos del mejor barrio de Barcelona, no lo hacemos por arrogancia, sino por convicción, aunque sea una convicción arrogante.
No nos valemos de ninguna razón, ni siquiera de un sentimiento. Con las razones, pronto nos daríamos cuenta de que no hay ningún barrio que sea mejor, porque el término está tan vacío como un recuerdo aguado. Con los sentimientos confundiríamos la naturaleza de nuestra creencia, que es plácida, casi inconsciente –casi–, y de vacunación prácticamente imposible. La idea que sostiene este vicio ridículo que los de Gràcia nos sentimos obligados a repetir no se imita, se aprende. No se enseña, se inocula.
Nací en Gràcia. En una clínica que ya no existe. Viví en Gràcia tantos años que me parecieron siempre todos los años. Hasta que dejaron de serlo.
Y ahora que vivo en uno de los mejores barrios de Barcelona –tenía que caer otra vez en la trampa–, aún me parece que soy de Gràcia y que Gràcia es para siempre de donde seré. Soy de un barrio donde para ir a la playa cogíamos el 39. Cuando creces allí –es entonces, sí, siempre ha sido así–, es cuando asumes la convicción y la llamas “realidad indiscutible”. Hasta que llega un día que ya no lo tienes que pensar. Ni siquiera estás convencido de ello. Simplemente, lo sabes: Gràcia es el mejor barrio de Barcelona.
Es irrelevante si todavía hay adoquines o si ya han puesto bolardos contra el aparcamiento. Mientras la idea se mantenga, Gràcia no cambiará. Porque Gràcia es una idea perversa: la asunción natural de que hay lugares mejores y de que hay uno que es aún mejor que ningún otro. Autoinyectado con jeringa.
Nos tendrían que comprender. Necesitamos esta idea. La echaríamos tanto de menos. Sobre todo, cuando hemos dejado de vivir en Gràcia. Porque ya no nos queda nada más que los recuerdos aguados de unas calles que ya no son como eran y lo único que nos puede salvar de la desolación es esta idea perversa.
Esta perversión es la constante de un barrio que solo ha cambiado porque nos hemos hecho mayores, esta es la cuestión. Era fácil de entender.
No lo tengo que pensar. No me tengo que convencer de ello. Ahora ya lo sé.
Por eso he decidido morir en Gràcia.
Esta mañana. A las ocho en punto.
Tengo pensado resucitar al cabo de media hora, cerca de la playa, en uno de los mejores barrios de Barcelona. Sus habitantes lo llaman Badalona. Hay muchos que se han administrado la misma inyección de autoestima que los de Gràcia. Tanta semejanza podría ser una causa de conflicto. Pero tienen a favor que está el mar a cuatro pasos. Y eso es mejor que coger el 39.