Acerca de Joan de Déu Domènech

Historiador

De la Rosa de Fuego a Gaudí

Por largo tiempo, Barcelona solo figuró en el mapa de los viajeros por ser la ciudad cercana a Montserrat. Pasaron muchos siglos antes de que gozara de una imagen característica, o más que de una, de varias, que la hicieran atractiva para los forasteros. Y en primer lugar fue la Rosa de Fuego, la ciudad revolucionaria.

© Maria Corte

De regreso a casa, los viajeros explicaban todo lo que habían visto, y hablando y escribiendo iban forjando las imágenes y los clichés de ciudades, países, paisajes. Eran personas afortunadas. Tenían suficiente tiempo y dinero como para dar una apacible vuelta por el continente. Les movía la curiosidad. En cada paraje buscaban lo extraño, lo maravilloso o lo nunca visto: desde lugares de culto hasta montañas de sal. Se trataba de conocer; por lo tanto, de ver aquello diferente a lo que ya se conocía. Barcelona se mencionaba poco.

Por largo tiempo, Barcelona solo figuró en el mapa de los viajeros porque era la ciudad próxima a Montserrat –y, para hacerlo notar, en muchos grabados de la ciudad, al fondo, a la izquierda, se ve la característica sierra. Montserrat, las peregrinaciones, la Moreneta, los cocodrilos colgados del techo del claustro –quemado por los franceses–, la escolanía –con la voz clara y gastada de un castrado. Montserrat, las ermitas, el roquedal y un sinnúmero de leyendas. Fra Garí, el grial, también. La atracción del santuario era muy antigua. Sin ir más lejos, encontramos un ejemplo en una de las piezas mayores de la literatura francesa, Le Roman de Mélusine, escrita por Jean d’Arras entre 1387 y 1392, en que parte de la acción transcurre en la montaña sagrada. Barcelona, en cambio, ofrecía poco interés a los viajeros: murallas, iglesias, algunos jardines, alguna calle empedrada, un puerto. Pronto estaba todo visto porque era más o menos lo mismo que se había visto en otras paradas del itinerario.

© Biblioteca de Catalunya
El último número de la revista D’Ací i d’Allà, de junio de 1936, publicaba el reportaje de un fotógrafo extranjero sobre los aspectos para él más insólitos de la ciudad.

Tuvieron que pasar muchos años y siglos, todavía, para que Barcelona gozara de una imagen propia, característica. ¿Una? Mejor dicho, varias. Una ciudad atractiva para los viajeros, ansiosos de estar allí donde parece que todo es diferente. Primero, es la ciudad de la revolución, la Rosa de Fuego, la famosa cita de Friedrich Engels: “Barcelona, la ciudad industrial más grande de España, ciudad cuya historia registra más luchas de barricadas que ninguna otra villa del mundo”, palabras que resuenan en alguna página de La montaña mágica, de Thomas Mann. Es la Barcelona de la llamarada anarquista que Pío Baroja plasmó en unos cuantos libros, desde Aurora roja hasta El cabo de las tormentas. Y cuando todo estalló, y todo murió, tuvimos a unos cuantos viajeros para conocer la nueva ciudad. “El aspecto de Barcelona era asombroso. Por primera vez me encontraba en una ciudad donde la clase obrera tenía el mando”, en palabras de George Orwell. Y también páginas y miradas y clichés de John Langdon-Davies, y Franz Borkenau, y H. E. Kaminski: “Un órgano de manubrio suena y es La Internacional. La Internacional en Barcelona se oye a todas horas y en todas partes”. Y también una novela y una película de André Malraux. Y, volviendo a Orwell, cabe señalar cómo se extrañó de que el templo de la Sagrada Família quedara en pie después de que los anarquistas hubieran quemado y asolado tantas y tantas iglesias. Le dijeron que era por su valor artístico. “Opino que los anarquistas demostraron muy mal gusto al no volarla cuando tuvieron oportunidad de hacerlo”.

Barcelona, la Rosa de Fuego. Y de un fuego a otro fuego, el que quema entre las piernas. Otros viajeros ofrecieron una nueva imagen de la ciudad, esta vez fijada en la prostitución. Esta visión es obra, en gran parte, de la literatura francesa. Francis Carco, Pierre Mac Orlan, Jean Genet, Georges Bataille, André Pieyre de Mandiargues, Henry de Montherlant, todos, en una página u otra, o en una novela u otra, hablan del Barrio Chino. El cliché ya se supone. Además de bombas y atentados, enfermedades venéreas, noches de cocaína y trata de blancas. Según parece, vivir en Barcelona era arriesgado y excitante, y la ciudad se reducía a La Criolla, Madame Petit, Cal Sagristà y, de vez en cuando, salir a respirar a La Rambla y, después, volver, y solo mujeres y chicos y prostíbulos y cabarés y todos los productos de la industria del sexo al alcance.

De todos modos, a saber si la imagen de ciudad de burdel viene de aquellos viajeros de principios del siglo xx o es anterior, y, si es así, sería una profunda seña de identidad de Barcelona. Josep Climent, que fue obispo de la ciudad, en 1767 escribía: “Los jóvenes disolutos se atreven a decir que no hay en España ciudad más divertida que Barcelona. Oigo decir a algunos extranjeros que en ninguna otra de Europa con más facilidad y a menos coste hallan las torpes pasiones su desahogo”. Se dirá que los obispos siempre exageran y solo ven un mal, un único mal, aunque, como reza el refrán, “dels pecats del piu, Nostre Senyor se’n riu” [de los pecados del pito Nuestro Señor se ríe]. No obstante, tenemos que dar la razón al señor obispo porque los viajeros de finales del siglo xviii que pasaban por la ciudad detectaban el mismo comportamiento y la omnipresencia de la prostitución. No es preciso confeccionar ahora la nómina de aquellos viajeros. Solo un detalle, explicado por Casanova, el aventurero. Barcelona, 1768.

Nina Bergonzi, bailarina. Se lucía con la rebaltade, que acababa con una pirueta, un salto mortal hacia atrás. El primer día de actuación, gran éxito, y muchos aplausos porque con el salto se le vio la ropa interior. Mala cosa. Mostrar la ropa más íntima estaba prohibido y penado con una multa. Al día siguiente volvió a salir, saltó la rebaltade y no se le vieron las bragas. No llevaba. Así eran algunos espectáculos en la Barcelona de 1768. Y por si no se tiene presente, recuérdese que el tribunal de la Santa Inquisición todavía estaba en activo, en aquellos años. Y para acabar este apunte, la nota local. Los forasteros veían, la gente de aquí sabía y decía: “A que s’acabi el dia / estan moltes esperant; / van a la Pescadería, / compren peix i venen carn” [a que se acabe el día / están muchas esperando; / van a la Pescadería, / compran pescado y venden carne]. La Pescateria, el mercado del pescado, muy cerca del Born. Fue derribado en 1877.

Los viajeros han explicado la ciudad de las bombas, la ciudad del sexo. También la del librero asesino, una de las grandes leyendas de Barcelona, explicada y reelaborada, entre otros, por Charles Nodier y Gustave Flaubert, y que todavía llega hasta Max Aub y a cierta librería de la calle de Aribau. Muchas Barcelonas, también la del gorila blanco.

El último número de la revista D’Ací i d’Allà es del verano de 1936. Se publicaba el encargo que se había hecho a un fotógrafo extranjero: un reportaje de lo que más le sorprendía de Barcelona. Era la esencia del viaje, la conducta del viajero: ver lo diferente, captar lo insólito. El resultado fueron las barracas de los memorialistas en la Virreina, las ocas del claustro de la Catedral (que también llamaron la atención a H. C. Andersen en 1862), las alpargatas de los mossos d’esquadra en días de gala, el dragón chino de la casa Bruno Quadras en el Pla de la Boqueria, las enseñas comerciales en el barrio de Santa Maria, un quiosco de periódicos en La Rambla y la columnata inclinada del Park Güell.

Gaudí, el último cliché. El que ahora tiene más repercusión. Como es demasiado largo para tratarlo en esta página, solo un apunte. En 1929 Evelyn Waugh llevó a cabo un crucero por el Mediterráneo, con dos días de escala en Barcelona. Paseando y curioseando, descubrió una casa con un maravilloso tejado azul y unas ondulaciones que le parecieron olas petrificadas. Y allí, en el paseo de Gràcia con Aragó, paró un taxi, y pidió al chófer que lo llevara a ver otros edificios como aquel, y así conoció la Pedrera, la Sagrada Família, el Park Güell. El escritor inglés no había visto nada tan fascinante ni tan alocado. Durante todo el recorrido no paró de tomar fotos. Fueron las fotos que ilustraron el artículo que, de regreso a Inglaterra, publicó en una revista de arquitectura. Era 1930, y era uno de los primeros escritos que se dedicaban seriamente a Gaudí. Además de alabar su obra, explicaba los aspectos técnicos. Asimismo, el educado escritor inglés acababa con una nota de cortesía dirigida a los taxistas, gracias a los que pudo ver que “el esplendor y el encanto de Barcelona, lo que ninguna otra ciudad del mundo puede ofrecer, es la arquitectura de Gaudí”. Después llegaron los turistas.