La clínica donde nací se convirtió en un asilo de ancianos, luego en un espacio vacío y al final la okuparon y desalojaron. Pero no la han derribado.
Aunque confunda el paso del tiempo con el espacio de una ciudad, yo nací aquí: en esta ciudad que a veces no somos capaces de reconocer bajo la ciudad nueva. En 1970. En la clínica privada del doctor Ripoll, un edificio de color de rosa con puertas de madera blanca, en el barrio de Sant Gervasi. En la falda de la montaña del Tibidabo. Hace unos años lo okuparon un grupo de jóvenes del barrio que se iban a duchar y a comer a casa, pero volvían por la noche a dormir. En la esquina de Madrazo con Alfons XII, una calle que siempre me ha parecido discreta.
La clínica rosa, que era un caserón modernista y con el tiempo se convirtió en un asilo de ancianos, después en un espacio vacío y hace unos años fue finalmente okupado, se convirtió en noticia en los periódicos locales. Y se dijo que su desalojo era previo a su destrucción. Eso hizo que en los últimos años yo visitara el lugar con cierta frecuencia. Con cierta tristeza. Pero pese a que sí fue desalojado, nunca lo derribaron y está casi como estaba. Algo más sucio, con ventanas y puertas tapiadas pero rodeado de árboles frondosos que no paran de crecer, pese a las intenciones tóxicas de edificar hasta en los mínimos espacios urbanos que quedan libres, como si quisiéramos vivir en un mundo lleno a rebosar.
Y pese a que no he podido volver a entrar en él, conservo su recuerdo. Porque cuando yo tenía tres años, en la misma clínica nació mi hermana pequeña, y recuerdo ver desde la habitación en que ella estaba con mi madre, como si fuera más difícil de distinguir, mi propia habitación con camas de color verde al otro lado del patio interior de manzana. Además, tengo las fotografías que hice meses antes de que fuese okupada y que conforman un plano mental de los lugares donde me he quedado para siempre. Un trazo que si se repasa tiene todo el sentido del mundo. Se entra por la primera fotografía: una puerta, la primera que crucé en brazos de mi madre para salir a la calle. Porque yo nací aquí. En Barcelona. En el año 1970. Cuando mi familia vivía en la calle Dènia esquina Oliana. En el tercer piso de un edificio que tenía una terraza muy grande en un lado y en el otro un patio interior desde donde se veían con toda claridad las ventanas interiores de la clínica del doctor Ripoll. De modo que nací y solo tuve que atravesar medio chaflán para llegar a casa. Después viví durante unos años en una habitación con camas verdes desde la que siempre pude ver la ventana de la habitación en la que había nacido y recordar sus paredes rosas, sus marcos blancos. No porque tuviera ninguna recuerdo de mi nacimiento, sino del de mi hermana. Y siempre he querido pensar que ella y yo nacimos en la misma habitación.
El día en que yo nací la familia de mi padre no estaba allí. Habían ido a París a celebrar la boda de mi tío. Así que, pese a mis recuerdos, fue mi padre quien primero escribió algo sobre mi vida: para avisarles de que todo había ido bien. Pero antes de hacerlo envió un ramo de flores a mi madre con una tarjeta que yo no vi hasta que fui mayor y que estaba dentro de un sobre que llevaba escrita esta indicación: “Sra. Bosch. Hab Nº 6. Clínica Dr Ripoll”. La tarjeta dice: “Estamos muy contentos de tener otra niña en casa”, antes, cuando a las mujeres se nos llamaba niñas como si fuese algo bonito, que muy probablemente lo pretendía. La firmaban mi padre y mi hermano mayor. Y después de enviar el ramo, mi padre envió un telegrama a París en el que lo hacía saber a su familia “Nacida felizmente Lolita”. Aunque para hacerlo no escribió con su letra. Porque los telegramas, como los télex, se enviaban y se recibían con una tipografía neutra. Aunque fuera de ese modo de escribir casi ajeno, la familia de mi padre pudo saber que me llamaba Lolita, que estaba bien y que había nacido aquí. En esta ciudad que aún hoy nos envuelve, pese a que apenas seamos capaces de reconocerla bajo la ciudad nueva.