Acerca de Ramon Bayés

Psicólogo. Profesor emérito de la UAB

La soledad al final de la vida

A lo largo de la vida se dan momentos de soledad liberadora y otros en que, sumergidos en mares de aislamiento no deseado, nos limitamos a tratar de mantenernos a flote. En el caso de una sociedad envejecida como la nuestra, es frecuente que la soledad acompañe los últimos años de una persona.

Foto: Justin Tallis / AFP / Getty Images

La soledad de una mujer mayor en un piso de un bloque residencial de Londres, en un ambiente falto de todo calor humano: la existencia de un vecindario amigable no pasa de ser una suposición o un deseo.
Foto: Justin Tallis / AFP / Getty Images

Uno siempre está solo
pero,
a veces,
está más solo.
Idea Vilariño

En Barcelona, al forzar la puerta de un piso alertados por los vecinos, los bomberos descubren con una frecuencia que, en la actualidad, oscila entre cien y doscientas veces al año, el cadáver de una persona que lleva varios días muerta. En general, los cadáveres pertenecen a ancianos que, en su mayoría, mueren en completa soledad, tras una caída, un infarto, ahogados por el humo de un cigarrillo mal apagado o por un escape de gas, tal vez esperando una ayuda que nunca ha llegado.

A lo largo de la vida suelen darse momentos de soledad liberadora y otros en los que, sumergidos en mares de soledad no deseada, nos limitamos a tratar de mantenernos a flote; incluso existen algunos en los que la soledad es tan intolerable que nos abrazamos a la muerte como única vía de escape en un mundo que ya no es el nuestro y que creemos que nada puede ofrecernos.

“Hay días –señaló la escritora parisina Colette (1873-1954)– en los que la soledad… es vino que nos embriaga de libertad, otros en los que es jarabe amargo, y aún los hay en que es veneno y nos aplasta la cabeza contra un muro”. En unas páginas memorables sobre las vivencias de enfermedad, el médico, historiador y filósofo Pedro Laín Entralgo (1908-2001) señalaba que sentirse enfermo es, esencialmente, sentirse amenazado por el malestar, el miedo, la impotencia, la succión por el cuerpo y una soledad no deseada. La enfermedad nos sume, a cualquier edad, en este tipo de soledad. Las sensaciones de dolor o de ahogo, por otra parte, son incomunicables, y contribuyen a aislarnos de los demás. Podemos compartir una alegría o una tristeza, pero no un dolor de muelas.

Foto: Dani Codina

Un hombre mayor lee el diario en una silla de la ronda del Guinardó, junto al parque de les Aigües. Estar solo no tiene por qué suponer necesariamente sentirse solo, que es el hecho realmente importante e indeseable.
Foto: Dani Codina

Quien sufre y muere es una persona, no un cuerpo

En el caso de una sociedad envejecida como la nuestra, para los ancianos que viven solos en pisos sin ascensor y que caen fulminados lejos del teléfono o de algún otro medio para pedir ayuda, y también para los que se están muriendo lentamente de alguna enfermedad neurodegenerativa en una cama de hospital o residencia, lejos de familiares o amigos que ya han desaparecido, la muerte suele aparecer, como Godot, con sus ropajes más desagradables. El sociólogo alemán Norbert Elias (1897-1990), en un ensayo sobre la soledad de la muerte, afirma: “Cuando el moribundo siente que su vida ya no tiene ninguna importancia para las personas que lo rodean, entonces está realmente solo”. Y nadie, ningún ser humano, debería morir sin otro ser humano a su lado. Y esto debería parecer todavía más absurdo cuando, en la gran ciudad, a escasos metros de distancia, se encuentra rodeado por centenares de otros seres humanos, algunos de los cuales se sienten tan solos como él.

El médico y especialista en salud pública Eric Cassell (Nueva York, 1928) escribió que “los que sufren no son los cuerpos, son las personas”. Y al llegar a este punto es importante que nos preguntemos por el protagonista, el hombre o la mujer que se está muriendo: ¿qué es en realidad una persona?

Cierto día un amigo indicó al filósofo británico Gilbert Ryle (1900-1976) que le gustaría conocer la universidad y Ryle se prestó a acompañarlo a Oxford. Le mostró las bibliotecas, los laboratorios, las aulas, le presentó a profesores y alumnos, observaron el desarrollo de una clase, pasearon por el campus. Al terminar la visita, el amigo sorprendió a Ryle con una pregunta: “Bien, ¿pero dónde se encuentra la universidad?”

Es fácil, escribe Ryle, caer en el error categorial. Las bibliotecas, los laboratorios, los profesores, los alumnos, las aulas, etc., permiten que exista la universidad pero no son la universidad. Lo mismo ocurre con la persona; la persona no es el organismo, no es el cerebro, no es el entorno, no es el vínculo familiar o cultural. La persona es el resultado –siempre provisional– de una historia interactiva individual elaborada en entornos físicos, culturales, sociales y afectivos específicos, a través del lenguaje y otras formas de comunicación. Como la universidad, la persona no tiene res extensa; mientras vive es una biografía en desarrollo, cambiante y única. La persona es el viaje. Un viaje que empieza cuando nace y termina al morir. Entender a la persona es comprender la importancia de la soledad.

Un párrafo de la autobiografía del médico y político escocés Archie Cochrane (1885-1958), el padre de la actual “medicina basada en los datos” (evidence based medicine), predominante en el mundo occidental, es, a mi juicio, sumamente esclarecedor para el tema que nos ocupa: “Otro acontecimiento en el campo de concentración de Elsterhorst me afectó profundamente. Entrada la noche los alemanes trajeron a mi barracón a un joven prisionero soviético. La enfermería estaba llena; el prisionero estaba moribundo, chillaba y yo no quería despertar a los enfermos, por lo que lo llevé a mi habitación. Lo examiné. Sufría de graves cavernas en ambos pulmones y de roce pleural grave. Pensé que esto último era la causa de sus gritos. No tenía morfina, solo aspirina y esta no le producía ningún efecto. Estaba desesperado. Casi no sabía ruso y en el barracón nadie lo hablaba. Finalmente, de forma instintiva, lo senté en mi cama y lo abracé; sus gritos cesaron casi inmediatamente y murió tranquilo en mis brazos pocas horas más tarde. Lo que causaba los chillidos no era la pleuresía, sino la soledad. Fue la mejor lección que he recibido en la vida sobre el cuidado de los enfermos que van a morir”.

Otra faceta en la que, brevemente, me gustaría incidir es la relación entre soledad y demencia. En un interesante proyecto longitudinal realizado en Suecia, los investigadores tomaron como punto de partida todas las personas de la ciudad de Kungsholmen con una edad mínima de setenta y cinco años que no mostraban signos de demencia en la exploración individual que les fue practicada. Participaron 1.203 personas que reunían estas características y fue analizada la red de interacciones sociales que mantenía cada una de ellas. A los tres años, estas mismas personas (las que permanecían vivas) fueron sometidas a una segunda exploración, y se encontró que 176 de ellas recibían, en esta ocasión, un diagnóstico de demencia. Los resultados de este trabajo –que comparan los datos de las personas demenciadas en este periodo con los de las no demenciadas– deja lugar a pocas dudas: unas interacciones sociales pobres o limitadas incrementan en un 60 % el riesgo de un diagnóstico de demencia. En otras palabras, la soledad hace a las personas más vulnerables al deterioro de sus capacidades cognoscitivas.

Estar solo no es lo mismo que sentirse solo

Un análisis más fino de los resultados encontrados por este equipo de investigación permite avanzar un poco más en la comprensión del fenómeno. Al hacerlo, aparecen dos interesantes rasgos del mismo. En primer lugar, lo relevante para preservarse de la demencia no es que exista un solo tipo de relación afectiva, aunque sea intensa como la vida en pareja, sino la diversidad de contactos. La vulnerabilidad es menor entre aquellos que mantienen satisfactorias interacciones afectivas variadas: pareja, amigos, familiares, niños, etc.

En segundo lugar, la carencia de un tipo de vínculo afectivo concreto –quedarse viudo, por ejemplo– no equivale necesariamente a una mayor vulnerabilidad, siempre que la persona mantenga, paralelamente, otro tipo de relaciones satisfactorias, ya que un tipo de relación, al menos como factor protector de la demencia, puede compensarse con otro.

Lo importante no es estar solo. Lo importante, como señalaba Norbert Elias, es sentirse solo.

Cuando en el verano de 2003 tuvo lugar una terrible ola de calor que afectó a gran parte de Europa, pudo observarse que mientras que en París, a lo largo de toda una semana, los bomberos retiraban de sus casas más de doscientos cadáveres diarios y en Milán se contabilizaba un 13 % de víctimas más que en el mismo periodo del año anterior, en Roma, Nápoles y Palermo no se notó un aumento de muertes a causa del calor. Una hipótesis sobre esta diferencia la apuntó en aquel momento Vittorio Nozza, responsable de Caritas Italia, al considerar que la cohesión social era más fuerte en las regiones del sur y que el verdadero responsable de muchas muertes no era la temperatura sino la soledad.

Foto: Dani Codina

Toda sala de espera es siempre una sala de esperanza. El pensador renacentista Michel de Montaigne sostenía que la premeditación de la muerte es premeditación de libertad: “Quien ha aprendido a morir, ha desaprendido a servir”.
Foto: Dani Codina

Laín Entralgo, en su ensayo La espera y la esperanza, escribe: “Más de una vez he recordado la aguda reflexión de André Gide ante el rótulo ‘Sala de espera’ de una modesta estación ferroviaria del Marruecos español: ‘Quelle belle langue, que celle que confond l’attente et l’espoir!’ (¡Qué lengua tan hermosa, la que confunde espera y esperanza!). El lindo elogio de Gide no es del todo certero porque el castellano suele distinguir muy bien entre ‘espera’ y ‘esperanza’; pero es cierto que, poética y realmente, toda ‘Sala de espera’ (Salle d’attente), es siempre de algún modo una ‘Sala de esperanza’, (Salle d’espoir)”. Esperar la muerte. Dice Montaigne: “La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad. Quien ha aprendido a morir, ha desaprendido a servir”.

La muerte forma parte de la vida. Un testimonio reciente, el del neurólogo y divulgador científico Oliver Sacks (1933-2015), nos ayuda a encontrar un sentido a la muerte como episodio que completa nuestra biografía. En una carta abierta al New York Times, ante la proximidad de su desaparición debido a un cáncer imparable, sintetiza su despedida de la vida en una sola palabra: gratitud.