Acerca de Víctor del Árbol

Escritor

Torre Baró o las fronteras azules

Il·lustració Torre Baró © Miguel Herranz

© Miguel Herranz

Este cerro lo colonizaron gentes de todas partes que domesticaron las laderas y se abrieron paso entre Barcelona y su espalda.

No tengo recuerdos de olor a palo santo, a cedro o a otras maderas nobles. Si la memoria viaja en los olores y los olores son los lugares, la mía lo hace en la pinaza, pinos raquíticos cuyas ramas bajas eran la atalaya desde la que se divisaba Barcelona, tan a mano y tan distante. Desde el parque de las aguas del Ter el rumor sordo de la ciudad se difuminaba como el zumbido de los abejorros entre los matojos que rodeaban el castillo. Tardes de bocadillo con tortilla fría mirando la película brillante del mar a lo lejos, rodeado de ese susurro de pinos, la densidad del tiempo que pasaba despacio y con mucha libertad. El tacto de las manos entre las grietas de esa torre inacabada que alguien soñó, los juegos de guerra que curten a los chiquillos, los asaltos a las almenas y luego, cargando cuesta arriba en el pico del águila. Las cuevas donde no había colchones viejos y pintadas obscenas, porque la imaginación dibujaba pinturas rupestres, leyendas de la mano negra. Y una higuera delante de casa con la leche blanca y amarga de los higos hueros.

Todo eso, y los torrentes que bajaban hacia la Ciutat Meridiana cuando llovía y no se salvaba ni Noé, y las casas levantadas por andaluces, murcianos, extremeños, sin planos pero con esfuerzo, goteaban por dentro y tiritaban los muebles, y los coches viejos se embarraban y los chiquillos mirábamos por las ventanas y los truenos hacían temblar nuestra fiereza guerrera. Y a veces, la visita de aquellos sacerdotes que venían de la ciudad, para repartir libros y cariño y juegos de pelota con balones remendados.

Teníamos la libertad, teníamos la felicidad. Los perros vagabundos que respondían a nuestra llamada, las balsas construidas con palos y cañas, las hogueras en San Juan sin ordenanzas, la noche de estrellas sin farolas, las madres con las sillas pelando patatas en una palangana verde mientras nos obligaban a repetir cansinamente la tabla de multiplicar, antes de darnos rienda suelta para correr a defender nuestras fronteras. Nosotros, los guerreros con espadas de madera. Lo teníamos todo. Y no lo sabíamos.

Han pasado las vidas y la mirada es la del hombre que fue niño. El paisaje ya no es una geografía, solo el reflejo de aquellas correrías, los hombres cansados que subían cerro arriba al caer la tarde, las madres con las bolsas de la compra desde el mercado de Montserrat. Ahora ya no piso barro sino asfalto civilizador, los autobuses anuncian su parada en lo alto, en el castillo, y hay gente que hace deporte con camisetas de colores estridentes y bicicletas que no son mi BH con timbre. Apenas reconozco las calles y ellas apenas me reconocen a mí. Así es marcharse. Dejar atrás es avanzar, pero también es perder. Y evocar. También los paisajes se convierten en relato; todavía busco el Seat 850 de mi abuelo, los libros del bibliobús o la guardería donde me obligaban a dormir la siesta. No queda nada.

¿Quién decide dónde los hombres serán felices o tristes? Este cerro lo colonizaron gentes venidas de todas partes, domesticaron las laderas, se abrieron paso entre Barcelona y su espalda, como una bisagra abierta a dos realidades. Hay quien dice que si hubiera un arco del triunfo aquí, esta sería la entrada magna de Barcelona. Pero una puerta de entrada también lo es de salida, y algo de eso pervive. Al menos no hay casas adosadas con piscina y jardín de revista, ni decorados de cartón piedra. Sigo escuchando risas y críos que hacen de la calle su patio, y saltos a la comba y porterías de fútbol hechas con mochilas escolares. Ahora el castillo está iluminado por la noche, se han reforzado las estructuras y se han escapado los dragones que lo habitaban. Casi me dejo el resuello al subir al pico del águila y las cuevas son lo de siempre, agujeros donde los domingueros dejan sus deposiciones. Pero sigo viendo el merendero y el restaurante donde mi padre hacía morro y careta. No sé cuál de estos pinos es el que me partió la crisma cuando jugaba, tal vez no sean tan viejos como yo. Ahora veo ladera abajo huertecillos enmarcados en empalizadas, verduras y tomateras. Escucho música latinoamericana que llega desde un coche con las lunetas tintadas, y veo llegar a una pareja de guardias urbanos en motocicleta.

Barcelona sigue pareciéndome tan lejana como siempre. Pero ahora tampoco siento que estas calles me reconozcan. ¿A dónde se fueron los amigos? ¿Triunfaron en la vida? ¿Y fue triunfar marcharse de aquí? ¿O lo fue quedarse? Quizá, me digo, las únicas raíces que perviven son las que construyen la urdimbre de nuestros recuerdos.