Secretitos del marketing brutal
“Me aburro tanto en el trabajo que me apunto a concursos. ¡Y encima me toca!”, comenta una chica. Estamos en los jardines Joan Brossa. La avenida Miramar de Montjuïc está desierta, pero un centenar de personas hace cola para entrar al restaurante L’Esfèric. Hoy no sirven cenas, pero a todos les han tocado dos entradas para el concierto de un grupo madrileño en alza. El concurso es parte de la campaña de una marca de ron omnipresente desde hace unas semanas.
Un azafato informa al público de que se va a sortear una botella de ron firmada por el grupo entre todos los asistentes que posteen algo en tuiter o instagram con el hashtag de la campaña. Hay una segunda advertencia: quien no lo haya hecho ya, tiene que firmar un documento autorizando a que se les filme para el vídeo del concierto. Dicho esto, tres tickets de consumición gratis y pa’dentro.
La campaña de marketing gira alrededor del concepto ‘envejecer bien’. El brebaje a colocar es un ron con hasta ocho años de maduración. La agencia Influencity ha contactado con periodistas y revistas de prestigio extraviejo para que ayuden a promocionar la marca. Cobrando, sí. Por lanzar dos tuits comentando de forma ingeniosa que “madurar es genial”, informar del sorteo de entradas y anunciar el ganador, pagan cien euros. Cien euros por dos tuits, como lo leen.
Buscando el efecto ”wow’
A nadie se le ocurriría montar un concierto exclusivo en una sala de conciertos. Eso es de primero de marketing. Este edificio circular y diáfano de dos plantas fue el Pabellón de Ciencias de la Exposición Universal de 1929 y ahora acoge bodas y eventos corporativos para provocar en los invitados ‘el efecto wow’; o eso prometen sus gestores a través de la web del restaurante. Además, al ser un espacio destinado a pesebres de todo tipo, el cliente puede colocar su marca en la puerta, en las barras, en distintos paneles, en las chaquetas de las azafatas… Y en la taza del váter, si encaja en la estrategia.
Lo que no se ve por ningún lado son carteles con el nombre del grupo. Da igual, el público sabe quiénes son y que no vienen al completo sino en formato de dúo. Preside el escenario un cartel de la marca de ron. A la izquierda hay un expositor con el lema ‘hasta 8 años extra’ y trece botellas de ron. A la derecha, un panel con un retrato gigantesco del grupo protagonista tras una botella de ron aún más grande. Y junto al altavoz, una caja con seis botellas más. Ah, también hay un teclado y una guitarra. Total: veinte botellas de ron y dos instrumentos.
Ya llegan los músicos. El público, sentado en sillas blancas de banquete de boda aplaude. Los que están de pie aplauden también. La primera fila de sillas está a dos metros del escenario. Aun así, Nina, la cantante logrará lo imposible: cautivar al público con su voz, sus baladas para noches lluviosas y la guitarra de su compañero Paco. “Precioso acústico, buen sonido y una voz que pone los pelos de punta!”, tuitea David. A ver si le toca la botella de ron autografiada.
‘¡Voy a probar el agua!’
Cuesta creer que hayan sugerido a Nina hacer publicidad del ron brutal al final de cada canción, pero una de cada tres frases apunta en esa dirección. Tras los dos primeros títulos, dos agradecimientos a la marca. Y, a partir de ahí, un incitador “que disfrutéis los cócteles”, un entusiasta “oye, esto está muy rico”, un simpático “venga, voy a probar el agua”… Eso sí, cuando Nina se sumerge en la interpretación, el ron desaparece de su vista y de la de los presentes. Su registro, soulero, cálido y portentoso como el de Adele, obra el milagro. Se hace tal silencio que solo se pueden escuchar los cubitos de hielo que están colocando los camareros en más y más copas. Y esos taconazos que cruzan la sala.
Pero, lo dicho, en cuanto termina la canción, el ron vuelve a capitalizar la atención y cualquier comentario de Nina incluirá alguna referencia al ron. En eso consiste una campaña de marketing: en grabarte la marca a fuego en el subconsciente justo cuando tienes la mente más relajada; por ejemplo, cuando estás disfrutando de tu grupo favorito. Se trata de conseguir que asocies ese momento de placer a esta bebida. “Si le seguís dando cócteles a Nina al final hablará bien”, tuitea Gabru. Y añade el emoji ‘cara con lágrimas de alegría’.
Un alma cándida se acerca al escenario con dos copazos más para los músicos. Habrá notado que pasaban sed. Ahora es Paco el que da un sorbo. Y Nina, con esa soltura campechana también tan Adele, tiene una idea: “Espera, que le voy a dar yo también. Es que si no se deshacen los hielos y se echa a perder el asunto”, explica. Macerada por la generosidad del patrocinador, la cantante agradece una vez más a la marca que haya contado con su grupo. Y en ese preciso instante verbaliza el concepto alrededor del cual gira toda la campaña: “Esperamos madurar como el ron extraviejo y tener una carrera muy larga”.
Un estribillo y un hashtag
Estábamos en un concierto, sí. Nina calcula que el público ya ha dado buena cuenta de las consumiciones gratis y solicita su participación en la siguiente canción. “Ahora ya estaréis más desinhibidos”, intuye. Y así es. No es que en ‘Praying’ no hayan cantado con ganas, pero ahora aún le ponen más. Al fin y al cabo, participar en el estribillo de una canción de tu grupo favorito es bastante más gratificante que redactar un post con el hashtag de la marca patrocinadora.
Puede que en ocho años esta sea la forma más normal de ver conciertos: con el grupo rodeado de logos. Tal como está el patio, es la tendencia más en alza. No es ilegal, por supuesto. Pero en un mundo tan competitivo como el de la música, donde el darwinismo resulta letal, la intervención cada vez mayor de las marcas arrincona para siempre a los grupos que las marcas no consideran útiles para sus intereses y a todos los que no quieren pasar por ese tubo. Y la brecha entre los grupos amables y patrocinables y los de perfil más arisco en lo artístico y más rebelde en lo promocional se acentúa más y más. Y así las marcas alteran la evolución natural de las especies musicales, determinando, en base a sus intereses privados, a quién le irá bien y quién será un eterno marginal.
Porque hablamos de inyecciones tan brutales de dinero que son capaces de distorsionar el ecosistema. No es solo el dinero necesario para pagar el alquiler del local y a las treinta personas (entre camareros, azafatas, técnicos y asistentes varios) que están trabajando hoy para que solo haya dos músicos en el escenario. A todo eso hay que sumar el diseño de la campaña, la publicidad en youtube y demás plataformas y, no olvidemos, los cien euros por periodista. Ah, y la presentación de todo el ciclo de conciertos, que se celebró días atrás en un hotel madrileño de cinco estrellas gran lujo cuya suite loft con bañera de mármol e hidromasaje cuesta 715 euros la noche.
Un camarero practica posturitas de coctelero malabarista para entretener a su compañera de barra: ahora escancio el ron en la copa estilo sidrero, ahora por la espalda y con los ojos cerrados… Varias parejas susurran embelesadas los versos de ‘Sálvalos a ellos’, una de las pocas canciones en castellano de la velada. Tras ‘Thank you’, el dúo baja de la tarima y Nina interpreta ‘Marry you’ sin micrófono y con el público a un palmo. Una íntima despedida para dejar un mensaje: nos han dado de todo, pero nosotros también lo hemos dado todo.
Una cuestión económica
Termina el concierto. Solo se han posteado una docena de tuits con el hashtag. Poca cosa, teniendo en cuenta que uno era del grupo. La campaña de esta marca de ron es brutal. Pero viral, no tanto. “Esto es una cuestión económica”, explica un representante de la banda a un fan con una camiseta de The War On Drugs. El fan no parece sorprendido y le responde que este grupo merecería actuar en el Primavera Sound. “Estamos mirando el Cruïlla”, le soplan. El público ya enfila el camino de regreso a la ciudad, pero aquí nadie ha anunciado el ganador de la botella de ron autografiada. Vaya, habrá que enterarse a través de las redes sociales.
(Publicat el 18 de novembre de 2018)